“Hay gobiernos con hechos de corrupción y hay gobiernos corruptos en su esencia. Éstos últimos son los que les sacan a los trabajadores para darle a los ricos”. Aldo Ferrer
Las frases, repetidas como un loop, son el ruido de fondo de la vida cotidiana argentina: “todos chorros”, “de la política no se salva ni uno”, “el problema de la Argentina es que está llena de argentinos”, “país de mierda”. Buena parte de la sociedad argentina cree que el principal problema del país es la corrupción. Que somos un país “inviable” porque los argentinos somos corruptos por naturaleza, es especial nuestra “casta” política. Si este fuera el principal problema bastaría con cambiar ese “patrón cultural” y el país lograría, al fin, crecer y desarrollarse. Pero los actos de corrupción no son exclusivos de la Argentina. Existieron, existen y existirán en todas partes del mundo. ¿Existe una relación directa entre honestidad de los dirigentes y desarrollo económico?
Los factores que explican por qué algunos países logran desarrollarse y otros no, son variados y más complejos. La cohesión y movilidad social, la impronta nacional de los liderazgos, la fortaleza de las instituciones y la existencia de pensamiento crítico son algunas de las características presentes en todos los casos exitosos.
El economista Aldo Ferrer hizo una clasificación de la corrupción, atendiendo la variedad de formas en las que se expresa. Entre la diversidad de categorías, Ferrer distinguía entre la corrupción circunstancial y la sistémica. La primera sucede en operaciones puntuales, cuya modalidad más notoria es la “coima”: el pago de un soborno de quien pretende disponer de un activo o un servicio que no le pertenece. La causa de los “cuadernos” (o de las fotocopias de los cuadernos) se circunscribe en esta modalidad. La corrupción sistémica, por su parte, consiste en “adoptar decisiones y políticas que generan rentas privadas espurias, no necesariamente ilegales ni directamente redituables para quien las adopta, que perjudican el interés público”.
Dentro de la “corrupción sistémica” también abundan los ejemplos. En los años ‘90, en un desenfreno de canje de deuda impagable por activos valiosos, simultáneamente se vendieron y, mayoritariamente, extranjerizaron, los principales sectores de la infraestructura de transportes, comunicaciones y energía. Argentina fue el único de los países latinoamericanos que extranjerizó la empresa petrolera estatal (la empresa más grande del país en términos de facturación). Al final del proceso, de las 500 mayores empresas no financieras, más de 300, con cerca de 90% del valor agregado, se convirtieron en filiales. La concentración y extranjerización de la economía fueron acompañadas del desmantelamiento del sistema nacional de ciencia y tecnología.
Reformulemos la pregunta que cierra el primer párrafo: ¿Existe una relación directa entre corrupción sistémica y desarrollo económico?
El neoliberalismo actual generó un modo de (des)acumulación basado en la deuda y la fuga; como en la última dictadura militar y en la convertibilidad, pero a escala ampliada y en menos tiempo. El gobierno de Cambiemos tomó deuda en moneda extranjera por 191.069 millones de dólares. El 56% se destinó a pagar/refinanciar deuda y el 36% se fugó: terminó en las cuentas millonarias en el exterior de un puñado de privilegiados, muchos de ellos funcionarios del propio gobierno. ¿Deuda para transformar la estructura productiva y mejorar las condiciones de vida de la población? Poco y nada. De hecho, el problema estructural, dado por una matriz productiva desequilibrada, se agravó. La industria fue uno de los sectores más castigados y los sectores primarios (agropecuario, minero, etc.), que tienen ventajas comparativas, fueron de los pocos beneficiados por la política económica del macrismo. Conclusión: cierre de miles de empresas y destrucción de acervos, especialmente de conocimiento, que lleva años construir. Y en el medio el deterioro de las condiciones de vida de la población: caída del salario real, aumento del desempleo, la desigualdad y la pobreza.
Dos investigadores del CONICET estimaron de cuánto de habrían sido las coimas entre el 2003 y 2015: 36 mil millones de dólares. El número es escalofriante. Pero es menos que los los 81 mil millones de dólares que se fugaron entre enero de 2016 y agosto de 2019. Y bastante menos que los vencimientos de deuda por más de 170 mil millones de dólares que deberá afrontar el próximo gobierno (más del triple de lo que heredó Cambiemos para sus cuatro años de mandato).
¿Qué lugar ocupa en las preocupaciones sociales y en las agendas públicas la corrupción circunstancial y qué lugar le cabe a la corrupción sistémica?
Pocas imágenes tan poderosas como la de José López dejando en un convento un bolso con algunos millones de dólares. Y nada más inasible que el pago de comisiones evitables por cientos de millones de dólares a los bancos de inversión encargados del pago de miles de millones de dólares a los fondos buitre. O la foto algún ex funcionario esposado y escoltado por una docena de policías versus el impacto de la venta ilegal del satélite ARSAT y su espacio orbital a una empresa estadounidense, que podrá remitir sus utilidades al exterior cuando previamente estaban destinadas al financiamiento de futuros satélites. Las mansiones, autos y carteras estremecen más que el pago de intereses de Leliq a los bancos equivalentes, mes a mes, a más de 6 millones de jubilaciones mínimas o 24 millones de asignaciones por hijo.
La corrupción sistémica es, además, cipaya. Suele suceder en países subdesarrollados, en los cuales se enajenan activos a intereses extranjeros, en el marco de operaciones fraudulentas.
Todos los actos de corrupción son repudiables y deben ser investigados por una justicia independiente. ¿Pero porqué no podemos preguntarnos acerca de qué tipo de corrupción, la circunstancial o la sistémica, es más perjudicial para el desarrollo de un país? En los países desarrollados abundan en casos de corrupción circunstancial, ¿pero tienen tantos casos de corrupción sistémica como en los países subdesarrollados?
Quién no ha escuchado variaciones de esta frase: “El Estado es inherentemente corrupto e ineficiente, conviene privatizar la economía lo más posible”. Las evidencias revelan que la corrupción tiene dos polos: Estado y sector privado. Cada vez que un funcionario recibe una coima, hay un empresario que la paga. Existen funcionarios públicos transparentes y corruptos en todos los partidos políticos. De la misma manera existen empresarios honorables y coimeros. Lo privado no es garantía de nada.
Y hablando de empresarios, otra frase: “El empresario argentino es más corrupto que el extranjero, es especulador por naturaleza”. El economista coreano Ha-Joon Chang plantea que la cultura es consecuencia, no solo causa, del desarrollo económico. En el pasado los japoneses eran considerados perezosos, y los alemanes ladrones. Hoy, muchos los consideran los países modelo del “trabajo” y la “honestidad”, respectivamente. Si un empresario japonés llegara hoy a la Argentina es probable que al cabo de un tiempo acumule dinero de la misma manera que lo hacen la mayoría de los empresarios argentinos. El fanatismo por el dólar y la tendencia a fugar dinero al exterior que se plantea como “cultural” en la sociedad argentina existe desde hace décadas pero no tenía esta magnitud antes de la última dictadura y el comienzo de la etapa neoliberal.
El capitalista busca maximizar ganancias, ahora y siempre. Si las condiciones para hacerlo están dadas en el sistema financiero y en la fuga de divisas lo hará de esa manera. Si se generan espacios rentables para la inversión productiva en sectores estratégicos, el capital irá a esos sectores. Y es tarea del Estado generar esos incentivos.
Por eso la pregunta por la relación entre corrupción y desarrollo puede tener una respuesta afirmativa. Pero debemos ampliar el concepto mismo de “corrupción” e incluir a todos aquellos actos que van en contra de los intereses de una Nación y de sus sectores populares. ¿Y qué es sino el neoliberalismo? Si no cambiamos el punto de vista sobre qué es y qué no es corrupción seguiremos discutiendo sobre qué gobierno o qué funcionario robó más y no sobre las consecuencias que las políticas económicas, decididas por presidentes y ministros, tienen en la vida cotidiana y de largo plazo de los habitantes de un país.