Ensayo

Ciencia ficción y crisis ambiental


Corre, corre, inúndalos a todos

Una nueva generación de autoras latinoamericanas cercanas a la ciencia ficción y a los géneros fantásticos comparte la preocupación por el ultraje de la naturaleza y lo toman como materia narrable. En un ejercicio de especulación no muy ajeno a las políticas extractivas que amenazan al continente, sus obras se erigen sobre climas cargados y asfixiantes, desastres y atmósferas enrarecidas, donde la regla parece ser la supervivencia. Inspiradas por Úrsula K. Le Guin, sus literaturas van más allá del conflicto que suele ser el norte de toda distopía, creen en la recuperación de la tierra y en nuevas formas de habitar el mundo.

Por primera vez en el mundo, en 2023, un río fue declarado víctima de los conflictos e intereses humanos. Ocurrió en Colombia, en julio, y el río en cuestión es el Cauca; segundo en importancia del país después del Magdalena y que en su recorrido atraviesa la mitad del territorio. Como parte del trabajo que hace la Jurisdicción Especial para la Paz o JEP, creada para tratar los crímenes cometidos en el marco del conflicto armado colombiano (producto de los acuerdos de Paz con las FARC), y por pedido de las comunidades negras del norte del departamento del Cauca, se declaró al río como víctima, dada su utilización como fosa común por parte de grupos paramilitares en su alianza con el ejército colombiano, durante los años más cruentos del conflicto.  

La primera de las violencias sufridas por el Cauca sería la del conflicto armado, la segunda caería sobre sus aguas entre 2018 y principios de 2019. En la provincia de Antioquia, entre los municipios de Ituango y el corregimiento de Puerto Valdivia, el río se convirtió en un cuerpo débil que reveló su esqueleto de piedras al perder el 80% de su caudal. El motivo, la construcción de la hidroeléctrica más grande en Colombia y que por fallas de ingeniería, obligó a cerrar sus compuertas y a detener la obra. Locales de la zona de Ituango dijeron siempre que la hidroeléctrica se  construyó sobre tierras despojadas, pero también sobre fosas anónimas que ocultan las víctimas de la acción conjunta entre paramilitares y mandos de las fuerzas armadas.  

El saqueo del caudal del río Cauca podría ser el escenario real de las ficciones escritas por autoras del continente que asumen la naturaleza no ya como una presencia pasiva, sino como una fuerza activa. La autora colombiana Laura Ortíz, por ejemplo, en su libro Sofoco (2021), escribió un cuento de un hombre que se hace uno con el río Cauca cuando este se enfurece y echa a perder la construcción de la hidroeléctrica. Ortíz toma el incidente que llevó a secar el río como tema de base de su relato Esperar el alud: “Corre, corre, inúndalos a todos. Llévate casas, pedazos de niños, carros. Inunda fosas. Haz que las vacas floten, rompe cultivos, hazte sentir ahora que no existes. Corre, Flower Jaír y llevate contigo cosas putrefactas, gritos, miserias. Zapaticos, lámparas, marranos, televisores, la sonrisa de la niña en el primer cumpleaños, biblias, calendarios, el primer brote de la cosecha, fosas comunes, seis cachorros de jaguar. Inunda seis siglos de mierda. Llévate a Jesús, a los violadores y los políticos. Yo río, yo nadie, hijo de mis hijos, padre de mis hermanos, no tengo memoria ni tengo edad. Yo fango cíclico de la guerra. Yo silencio. Todo yo. Río”. 

El saqueo del caudal del río Cauca podría ser el escenario real de las ficciones escritas por autoras del continente que asumen la naturaleza no ya como una presencia pasiva, sino como una fuerza activa.

Como Ortiz, varias autoras de ficción no realista o mimética del continente, más cercanas a la ciencia ficción y al tratamiento de acontecimientos sobrenaturales, comparten la preocupación por el ultraje acelerado del que es víctima la naturaleza en tiempo presente y la toman como materia narrable. Sus narraciones se erigen sobre climas cargados y asfixiantes, desastres naturales, atmósferas enrarecidas y donde la regla parece ser la supervivencia, aunque con un trato diferenciado de la última. Son ficciones de la tierra seca. Como siguiendo la línea que marcó la escritora Úrsula K. Le Guin, a quien la consideración de la vida como una batalla constante le parecía una postura darwinista y masculina, hay una tendencia en estas autoras latinoamericanas por abordar la literatura más allá del conflicto, que parece ser el norte de toda narración distópica, donde el desastre natural tiñe los cielos de una nueva e inesperada vida. A Laura Ortíz, se suman  las argentinas Claudia Aboaf con su novela corta El rey del agua (2016), Alejandra Bruno con La hija del Delta (2020) y la brasilera Ana Paula Maia con Así en la tierra, como debajo de la tierra (2017). Todas ellas publicadas en no menos de siete años. 

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Aunque suene contradictorio llamar ficción de la tierra seca a una narración cuyo título pareciera nombrar otra cosa, tanto en El rey del agua, donde los acontecimientos transcurren más hacia el sur del continente y en el lenguaje de una ciencia ficción algo cyberpunk, como en Así en la tierra como debajo de la tierra o en La hija del Delta, se especula sobre las posibilidades de la sequía y la aridez. En la segunda de estas ficciones, la de Maia, la tierra está tan seca que de ella se habla como de un cadáver; sobre su superficie hay una cárcel donde transcurren los acontecimientos, preñada de presos que son cazados como animales. En la tercera volvemos al delta del Tigre y Alejandra Bruno, en un giro más distópico, propone un escenario donde algo llamado “el halo” parece haber secado la tierra. Ello deviene en plantas que no crecen y en personas que cazan a otras personas para alimentarse con su carne. 

De las montañas colombianas al Delta del Tigre argentino; se cruzan los Andes, pero también las fronteras entre la no ficción y su contraria. En ocasiones la demarcación está de más porque la experiencia de la tierra seca encuentra sus vasos comunicantes entre el acontecimiento real y el de la ficción; entre lo que ocurrió al Cauca y estos relatos. Los lectores de ficción a veces esperamos que las represas que secan los ríos sean destruidas por tipos como el protagonista del cuento citado de Laura Ortíz; otras, la inclusión de la no ficción en la ficción permite una segunda denuncia de las atrocidades del neoliberalismo. 

En la narración de Claudia Aboaf los restos de un hombre flotan en las aguas y eso desata los hechos. Blanco, así lo llaman, es activista, es opositor y, posteriormente, un desaparecido; es un cuerpo que ha sido arrojado desde un avión a las cataratas en Iguazú. A Blanco el agua lo trae, como negándose a olvidar, tímidamente escupe y declara un delito. En el Tigre, lugar donde aparece el cuerpo, también se organiza y establece el comercio del agua que calma la sed europea y de los países en donde es escasa. Grandes barcos la transportan desde el Delta, cruzando el Atlántico, vigilados por drones dispuestos para evitar robos. El río, de nuevo, es el receptor de un crimen. Sus recursos y el Tigre en general, coto de caza, un saqueo legal y ordenado. 

“En el delta de Tigre podés sentirte entre los brazos de los ríos. Es muy extenso y aún tiene zonas sin casas en donde el resto de los vivientes, animales y plantas, la selva blanca, una selva suave del delta, sigue propagándose tanto como las islas que crecen por la acumulación de sedimentos. El rey del agua se publicó en 2016, ya viviendo en Tigre. Comencé a nadar en el río marrón, a remar y navegar y fue en esas inmersiones en que el viviente se integra como un sedimento flotante más,  en un cuerpo otro de agua marrón, cuando supe cabalmente que en el corazón de toda disputa socioambiental, estuvo, está y estará el agua dulce”, dice Aboaf sobre la relación del Delta con El rey del agua. “Somos una civilización hidráulica y otras civilizaciones ya han caído por su abuso. El gobernante, el rey del agua, exporta a Europa el nuevo oro líquido, para eso le cierra las canillas a los isleños. El que domina el agua tiene el poder sobre la población”. 

En las ficciones de la tierra seca la tierra es fosa receptora del crimen político y económico. No se habla aquí del petrolero, sino de quien controla la cantidad de agua a la que acceden los locales; quién le pone precio, quién especula. Tempe es el intendente de Tigre, municipio más rico de la Argentina en el El rey del agua; algo bananero en sus modos y, por lo mismo, eliminador de disidencias. Los cuerpos son arrojados a los ríos en vuelos de la muerte, tal y como ocurrió en la Argentina en tiempos y escenarios no ficticios. El río se contamina, pero también escribe o ahoga la memoria, depende desde dónde se mire. Las partículas de lo que fue el cuerpo de Blanco flotan, incomodando el negocio de Tempe y movilizan a su vez la restitución de su pasado e identidad. 

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En Así en la tierra como debajo de la tierra (2017), nos movemos a una región seca. Quizá el sertao en Brasil o un escenario que se le parece mucho, por lo menos. Allí hay una prisión, llamada La Colonia y en su interior, unos pocos reos vigilados por un solo guardia; todos suscritos a las órdenes de Melquiades, director de la prisión. Taborda, el guardia, es quien mejor expresa la naturaleza que le ha sido dada a la tierra en la narración de Maia: “Lo peor es que, cada vez que abrimos un agujero en la tierra, generalmente encontramos los restos de alguien que ya estaba ahí , ocupando el lugar. Siempre son huesos nomás, y las sogas en las muñecas y los tobillos, todos enterrados así. Hay más hombres abajo que arriba, créame”.

La de Maia es una narración dentro de otra narración más grande que es su obra,  compuesta por varias historias en las que algunos personajes aparecen de nuevo entre libros. Sus ficciones comparten la misma atmósfera de sequedad ocupada por hombres crudos, cuyos oficios suelen estar relacionados con la muerte: duermen a las vacas en los mataderos o entierran a los reos que el director mata en una cárcel. En Así en la tierra, la tierra bajo la colonia recibe los muertos de Melquiades, pero tal recepción de cuerpos es algo que viene de mucho atrás. Allí se enterraron otros seres humanos en el pasado, esclavos en su mayoría. El crimen se oculta, como en el Delta y como en el Cauca. A los muertos se los quiere bajo el nivel de las pisadas humanas, despojando a la naturaleza de su esencia vital, para asumirla como fosa o como tumba: como olvido, que siempre es intención política. A los muertos se los arroja a los ríos para que el agua lave las huellas del victimario, como en el Cauca con las víctimas del conflicto, como en El rey del agua con Blanco. Se invierte la esencia de la tierra (y el agua como elemento de ella), que se transforma en sepultura, aunque un cuerpo termine flotando en el río. 

Varones que cazan a otros y se imponen por la fuerza, esa parece ser la regla de un sinfín de ficciones literarias, televisivas y cinematográficas que han formado nuestros imaginarios distópicos.

Quizá la segunda de las manifestaciones de la tierra seca sea la cacería. En las ficciones de Bruno y de Maia la supervivencia es el estado natural de las cosas y la vida se rige desde un constante evitar la muerte. El halo que seca la tierra en La hija del Delta provoca una constante migración de los cuerpos que, cada vez, escarban las superficies con mayor desespero por recursos. Decir supervivencia es decir conflicto, en la supervivencia no se piensa en aquello que viene después o lo que hay más allá de la aridez. Varones que cazan a otros y se imponen por la fuerza, esa parece ser la regla de un sinfín de ficciones literarias, televisivas y cinematográficas que han formado nuestros imaginarios distópicos. En la ficción de Bruno una familia liderada por un padre Alfa y un hermano Beta conciben la caza y la ingesta de carne humana como un apuro diario. En la de Maia, el director de la cárcel caza a los reos como si fuera un deporte, pues la justicia ha terminado por sacarlo a él mismo del sistema; Melquiades es solo quien ostenta el poder y tiene las llaves de acceso a una tierra desierta. Bajo su retorcido sentido de ajusticiamiento, termina por volverse él mismo un cuerpo árido. En la caza deportiva la necesidad alimenticia de quién depreda se anula, solo queda el juego de la muerte por la muerte misma. A la tierra seca también llegamos por un agotamiento lúdico de los recursos naturales. 

Así en la tierra como debajo de la tierra comienza con la muerte de un perro, posteriormente enterrado. Esta acción, la de enterrar, es algo que se repetirá varias veces en la narración. El escenario es árido. La colonia siempre cargó con la maldición de ser un lugar de torturas y esclavitudes. Parece estar maldita. Es como si la tierra recibiera asesinatos como ofrendas. 

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Las ficciones distópicas y apocalípticas tienen una larga tradición de disputas, usualmente narradas desde el recurso narrativo del enfrentamiento entre bandos. Concepción muy masculina para abordar la literatura, a los ojos de Le Guin, quien no concebía el conflicto como único o principal motor de lo narrable. Cuando este no moviliza la narración, las ficciones devienen en otras especulaciones sobre los seres humanos en medio de la tierra seca. El personaje de Julia, la niña protagonista de La hija del Delta, no se asume en la crisis de aquel fin del mundo tal y como su padre y hermano. Julia recolecta semillas y las estudia, comienza a sembrarlas. Su naturaleza es otra. Ellos, como signados por Caín, conciben al otro en términos hobbesianos: el otro es un lobo para ellos y ellos lobos para el otro. Rasgo común en muchas ficciones, que suelen relatar la lucha del más fuerte. Las narraciones distópicas son también narraciones de la testosterona. No hay posibilidad de un mundo nuevo, sino que suelen estar atravesadas, a su vez, por el sacrificio del héroe. Por ende, tampoco habrá una nueva forma de habitarlo. En la supervivencia del más fuerte el juego es el mismo: el de cacerías y escondites; un siempre estar preparado para la confrontación física. Julia parece estar signada por Abel. Aprende sobre siembra y cosecha, carga semillas y estudia la propiedades de las plantas; Julia no sobrevive aplicando la caza como método. Julia cree en la recuperación de la tierra. 

En El rey del agua, es el agua misma la que recibe los cadáveres que arrojan los conflictos de intereses que involucran los señores de la tierra seca. En Así en la tierra, como debajo de la tierra, es la tierra misma. Al río se le violenta tomándolo como fosa común o secándolo; con la tierra más o menos pasa lo mismo. “Especulé la sequía del río Paraná”, comenta Aboaf sobre la escritura de El rey del agua. “Y dos años después ocurrió. Durante la escritura de la ficción como en la realidad, cuando vi las fotos de ese cauce inmenso, el lecho del Paraná seco con toda la basura nuestra a la vista, experimenté un inmenso trastorno, como si el mundo se hubiese dado vuelta, algo anormal sucedía”. Son, ambas, las mismas violencias que están escritas sobre el cauce del Cauca: la del conflicto armado colombiano que lo hizo tumba y la de la hidroeléctrica que lo secó. 

En los libros de Ana Paula Maia siempre hay un río cerca al que se arroja, por ejemplo, la sangre animal de los mataderos; a su alrededor hombres de pensamientos simples y acciones prácticas, como esos trabajos que suelen tener y que se relacionan con la muerte: Melquiades y su cárcel pero también el Edgar Wilson que duerme vacas en un matadero en De ganados y de hombres. En Maia la naturaleza carece de exuberancia y parece torpe y quieta, esterilizada por el cotidiano quehacer de sus laburantes, que se imponen con violencia, pero también con un extractivismo diario y lento, mecánico. “En todos mis libros hablo sobre la muerte, en general; sobre aspectos distintos, pero siempre está…los libros están dentro de un espacio común…algo ocurre y no sabemos exactamente por qué, algo del orden sobrenatural. Muy sútil, pero eso está”, explicó Maia

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En un indígena que se convierte en río, en la tierra (entiéndase al agua como parte de ella) que cobra venganza porque le entregan muertos por violencia o en el Delta del Tigre que le escupe víctimas al intendente, se cifra la relación de estas ficciones con una preocupación por la tierra seca. Se declara, quizá, la necesidad de un tratamiento literario que asuma la naturaleza como una fuerza más voluntariosa y no tan contemplativa, feminizada o angelical, tal como fue asumida por una tradición de autores románticos, varones. Las ficciones de la tierra seca se escriben desde géneros como la ciencia ficción hasta narraciones que bien podrían ser llamadas “realistas”. Por lo uno o por lo otro, la aridez misma parece ser parte de un nuevo realismo de las condiciones de vida y de la experiencia humana; uno muy acorde con nuestras sequías y nuestras tardes cada vez más calurosas o tormentas más dañinas. Al mismo tiempo, la superación del conflicto encadenado a la supervivencia mueve las ficciones escritas por las autoras mencionadas. “La preocupación por el agua es el único tema del futurismo”, dice la misma Aboaf. Nuestro continente, además, se proyecta como territorio de un nuevo concurso por recursos entre las potencias, uno que puede llevar el extractivismo a un nivel de mayor desespero e intrigas políticas que nos obligan a ubicarnos frente a ellas, cuando son los propios gobernantes quienes cuelgan el aviso de se vende en ríos, páramos y selvas. 

Las narraciones distópicas son también narraciones de la testosterona. No hay posibilidad de un mundo nuevo, sino que suelen estar atravesadas, a su vez, por el sacrificio del héroe. Por ende, tampoco habrá una nueva forma de habitarlo.

Quizá el río debería cobrar fuerza y, como ha comenzado a ocurrir, defenderse a sí mismo. Dice el cuento de Laura Ortíz: “Ya alcanzas la hidroeléctrica. Todo dolor dentro tuyo alcanza. Toda lluvia. Pesas veinte mil toneladas. ¿Qué gritaban los peces en la guerra? Grita el río que eres tú. Tifón rastrero. Miles de obreros corren como hormiguitas de humano en overol. Por los radios dan la orden de abrir el cuarto de máquinas. La paranoia se hace gente que corre. Chocas Hidroituango con la fuerza de mil diablos, entras a las máquinas, fundes, incendias. Destruyes cinco mil millones de dólares en tres minutos. El capital llora. Está de luto”.