Fotos: Metropolico.org | Caruso Pinguin
Es un lunes soleado de abril en Dresde y, en esta ciudad del este alemán, ya se siente la primavera. Los días comienzan a alargarse: aunque empieza a caer la tarde, el cielo todavía está azul. En la Plaza del Mercado Viejo, uno de los puntos neurálgicos del centro histórico, comienzan a llegar los manifestantes. Traen pancartas. Banderas alemanas. Banderas de Wirmer, la insignia de la resistencia a Hitler, reutilizada ahora como señal de descontento con la República Federal de Alemania y como un modo de diferenciarse históricamente del nazismo. Hay, incluso, alguna bandera de Israel. Quien la haya traído, tiene la evidente intención de subrayar que el enemigo, ahora, es el Islam. Que si bien de derecha y alemanes, acá no hay nazis sino “Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente”, cuya sigla en alemán es PEGIDA (“Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes”). Faltan unos minutos para comenzar la Montagsdemo (“la marcha de los lunes”): todavía no llegó Lutz Bachmann.
Desde el año pasado, PEGIDA alterna sus lugares de encuentro y abandonó su sede fija del Theaterplatz, la plaza seca que está frente a la Ópera Semper, donde alguna vez se estrenaron varias de las piezas más famosas de Richard Wagner y Richard Strausss. Hace unos meses, cuando los directivos de la Ópera vieron que la concentración se estaba haciendo una costumbre, izaron en la plaza cuatro banderas de colores vibrantes que contrastan con los tonos cobrizos y grises del centro de la ciudad. Los mensajes, de claro apoyo a los migrantes y los refugiados, se plantaban como respuesta a ese grupo que se hacía cada vez más fuerte: “La dignidad del ser humano es un valor sagrado”. “Puertas abiertas”. “Corazones abiertos”. “Ojos abiertos”. Para explicitar aún más el rechazo a la concentración, desde el teatro sentaron posición con otro pequeño gran gesto: minutos antes de cada reunión de Pegida, las luces de la fachada del teatro se apagaban.
Cuando vieron que no eran bienvenidos, los organizadores decidieron cambiar el lugar de encuentro de estas movilizaciones que, a dos meses de su inicio, llegaron a reunir a más de quince mil personas en el centro de la capital sajona.
En ellas, durante 2015, las agresiones a trabajadores de medios de comunicación fueron sostenidas. Los ataques tuvieron sus consecuencias en la imagen del país: en el ránking de libertad de prensa que la asociación Reporteros sin fronteras elabora en 180 países cada año, Alemania bajó cuatro puestos entre el año pasado y este. Según se explica en la versión alemana de su página de internet, los ataques a periodistas por parte de grupos de extrema derecha fueron la razón principal de ese descenso.
Pasadas las 18:30, la Plaza del Mercado Viejo se llena. Un paneo por las caras de cada uno de los manifestantes de este lunes permite descubrir un patrón común. Casi todos son varones. Varones blancos. Tienen entre cincuenta y sesenta años. Varones blancos, casi jubilados. Entre ellos , ahora sí, está Bachmann, que en unos minutos comenzará a hablar.
Danilo Starosta, uno de los trabajadores del Kulturbüro Sachsen, asociación creada con el fin de concientizar sobre los peligros del Rechtsextremismus (el extremismo de ultraderecha) suma un dato que es imposible de deducir por la apariencia de los manifestante, pero aporta el marco de interpretación al movimiento: casi todos fueron nacidos y criados en un país que ya no existe, la República Democrática Alemana (RDA). PEGIDA es también, dice Starosta, un lugar de reunión en el cual muchos buscan purgar frustraciones, nostalgias y un sentimiento de no-pertenencia a la nueva Alemania capitalista, rica, plurilingüe y multiétnica que surgió tras la caída del Muro.
En su libro Pegida. Desarrollo, composición e implicancias de un movimiento de indignados, los expertos en Ciencia Política Hans Vorländer, Mark Herold y Steven Schäller explican: “En la ex República Democrática Alemana, la democracia es un valor fuertemente anclado e incluso defendido en el discurso, pero en la práctica todavía puede ser percibido como algo ajeno para muchos”. Y siguen: “Las privaciones sociales y económicas que atravesaron los alemanes orientales, sumadas a una sensación constante de inferioridad estructural respecto de Alemania occidental, sin duda contribuyeron a la resonancia de PEGIDA”.
No es sorprendente que, desde la página de Facebook del movimiento (que ronda los 200 mil fans), hayan festejado la victoria del #Brexit y pidan un referéndum similar para Alemania. Todo lo que favorezca la vuelta de una idea tradicional de nación y vaya en contra de ese proyecto europeo que encabeza Frau Merkel, es leído como una buena noticia para el grupo.
“Pegida, verpiss Dich, keiner vermisst Dich!” (“Meate, Pegida, nadie te necesita”). Detrás del cordón policial, y cada vez más fuerte, un coro de voces frescas canta con entusiasmo. Hay música, algún bombo y silbatos. Un grupo de gente, en su mayoría joven, llega cantando. Son muchos menos en comparación con los manifestantes de extrema derecha: trescientos, o tal vez quinientos, pero se hacen escuchar mucho más. La contramarcha de cada lunes viene llegando. Y está llena de milennials, lo que en Alemania equivale a decir: jóvenes nacidos con la reunificación y, por esa circunstancia temporal, muy distintos a sus padres y sus abuelos en su mirada del mundo, y también en sus anhelos.
La policía se para en fila entre Demo y Gegendemo, marcha y contramarcha. Separan a los jóvenes y sus banderas de los “Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente”. Dividen su atención entre un grupo y otro, con la intención de que no puedan intercambiar más que algo insulto a la distancia.
El 10 de octubre de 2014. Lutz Bachmann —alemán, 43 años, expresidiario acusado de una decena de robos y venta de cocaína— posteó en su cuenta de Facebook un video en apoyo a un grupo de manifestantes kurdos en lucha contra el grupo terrorista ISIS. Su intervención juntó bastantes comentarios de ira entre sus conocidos. Muchos me gusta, muchos compartidos, varios gestos de sorpresa. Al día siguiente, volvió a entrar a Facebook y creó un grupo cerrado en el que buscó unir a las personas que, como él, rechazaban el terrorrismo islámico a partir de argumentos racistas (“Islam = violencia”) y sostenían que los musulmanes no deben seguir siendo bienvenidos en Europa. Lo bautizó “Europeos pacíficos contra la islamización de Occidente”.
Cinco días más tarde Sigfried Däbritz, un exmilitante del partido de ultraderecha NFD, se unió al grupo. A Däbritz no le alcanzaba con la virtualidad y propuso salir a las calles. Le importaba dar a conocer sus opiniones ante los políticos y la sociedad civil. Opiniones que, según los miembros de PEGIDA, jamás aparecen en los diarios, porque “la corrección política le ganó la batalla a la verdad”. Salvo excepciones, los medios alemanes son, para PEGIDA, distintas manifestaciones de lo mismo: Lügenpresse (prensa mentirosa). No fueron pocos los que se alarmaron cuando aquel concepto empezó a escucharse en boca de los manifestantes, que comenzaban a organizarse. Con el objetivo de deslegitimar a los medios, los integrantes de PEGIDA habían desempolvado de la historia una de las palabras favoritas de los nazis para desprestigiar a los medios de comunicación y los periodistas supuestamente pro-comunistas o pro-judíos. Toda una señal de alerta.
A pesar de aquel préstamo semántico y de una escandalosa foto de Bachmann posando como Hitler que comenzó a circular a principios de 2015, PEGIDA buscó desmarcarse casi enseguida del nazismo o de los movimientos neonazis, al menos en lo discursivo: sin ir más lejos, su logo es el pictograma de un hombre tirando a la basura los símbolos de varios partidos políticos, entre ellos, la cruz esvástica. PEGIDA condimenta su discurso anti-Islam y anti-inmigración con un discurso anti-sistema con críticas a todas las formas de gobierno, con el de Merkel a la cabeza. En ese sentido, ni siquiera está muy claro si todos sus miembros podrían ponerse de acuerdo en algo más que en su odio hacia el Islam y, por añadidura, a lo extranjero. Por eso, muy pocos sajones creían hasta el lunes 18 de julio de 2016 que los integrantes de PEGIDA podían ser capaces de organizarse para lograr algo más que un movimiento de indignados, pero ese día su líder anunció que dejarían de ser una asociación civil para transformarse en un partido político. El dato confirmó lo que la historia les enseñó a los alemanes: nunca se debe subestimar a los focos de odio y, menos aún, los discursos que construyen un enemigo tan acérrimo. Por esta razón, desde 2014 los políticos de todos los partidos tradicionales de Alemania manifestaron una y otra vez su condena al movimiento.
Sigmar Gabriel, presidente del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), publicó por aquellos meses agitados que “entre los protestantes de PEGIDA hay neonazis y extremistas: “De ellos tenemos que diferenciarnos claramente”, dijo. Pero “también hay muchas personas que se suman a las marchas porque siente miedo ante la ‘extranjerización’ de Alemania y no se sienten contenidas por los políticos tradicionales. A ellos tenemos que llegar, con ellos tenemos que hablar, explicarles, sin perder la claridad de nuestros argumentos”. Hasta la propia Merkel dedicó parte de su tradicional discurso de fin de año, a fines de 2014, al movimiento: “Hay quienes vuelven a gritar Wir sind das Volk (Nosotros somos el pueblo). Lo que en realidad quieren decir es: ‘los demás no pertenecen por su religión o su color de piel’. No los sigan, por favor: hay demasiado frío y demasiado odio en esos corazones”.
Desde hace dos años, Dresde es un ejemplo paradigmático de la lucha europea contra los discursos nacionalistas que amenazan con agrietar el “proyecto europeo” ante cada crisis económica o social. Su Alcaldía y todas sus instituciones públicas desarrollan —de manera casi frenética— estrategias de comunicación y sensibilización sobre la no discriminación. Todas persiguen los mismos objetivos: por un lado, sentar su posición respecto de la llamada crisis de los refugiados que atraviesan Alemania y Europa. Por otro, claro, contrarrestar los efectos de PEGIDA.
“Nuestra comunidad. Nuestra excelencia”, reza el título de un flyer que cuelga en cada uno de los pasillos de la Universidad Técnica de Dresde. Entre las decenas de fotos de alumnos que ilustran el afiche (podría ser un diseño de Benetton; colores contrastantes, diversidad racial), el texto sigue: “La UT es una de las once universidades de excelencia alemanas. Este logro también se debe a más de cinco mil estudiantes y científicos extranjeros que llegaron hasta acá para dar lo mejor de sí mismos”.
Ser —pero también, mostrarse como— una universidad abierta a los extranjeros es una de las principales preocupaciones del equipo de conducción de la Universidad Técnica de Dresde. Conocida en Alemania por sus carreras de ciencia y tecnología, la universidad recibe cada año a cientos de alumnos que llegan desde más de cien países diferentes. Pero sus directivos temen que estos números que tanto los enorgullecen, empiecen a caer por la creciente fama de xenófoba que está ganando la ciudad a partir de las marchas de los lunes.
Los doce miembros fundadores de PEGIDA se juntaron en las calles de Dresde por primera vez a fines de octubre de 2014. Poco tiempo después, las marchas comenzaron a crecer en cantidad de asistentes (llegaron a juntar a casi 20 mil personas) y a repetirse con frecuencia semanal.
En aquellos meses, la decisión de la canciller Merkel de abrir las puertas de Alemania a más de un millón de refugiados (muchísimos de ellos provenientes de países árabes, con Siria a la cabeza) sacudía la agenda mediática germana y se convirtió en un viento que hizo crecer el fuego de PEGIDA para esparcirlo también hacia otras regiones. “¿Cómo podemos asegurarnos de que entre esta horda de gente que ingresa a nuestro país no estén llegando terroristas?”, era la pregunta repetida entre quienes rechazaban la sorpresiva política inmigratoria alemana y adherían al movimiento cada vez más convencidos.
Sin embargo, después de unas cuantas semanas de protestas sostenidas, el entusiasmo inicial y la indignación comenzaron a diluirse. En casi todas las ciudades alemanas en las que se habían armado focos de acción, las marchas de PEGIDA desaparecieron o se hicieron cada vez más esporádicas. En muchas ciudades, por ejemplo Colonia y Berlín, los asistentes a las contramarchas (Gegendemos) que tenían el lema “Bienvenida a los refugiados” (“Refugees Welcome”) eran mucho más.
Aunque con menor intensidad, en Dresde la llama siguió encendida. Cada lunes, religiosamente, un grupo de entre tres y cinco mil personas se junta en el centro histórico de la capital sajona para agitar banderas alemanas, corear cantos que siempre incluyen las palabras Lügenpresse y Volksverräter (traidores del pueblo) y escuchar los discursos de Lutz Bachmann.
Caminar por el centro de Dresde es una experiencia extraña. Como un viaje en una máquina del tiempo que remixa épocas y destinos. La “Florencia del Elba”, tal como se empeñan en llamarla los agentes de turismo, tiene iglesias, monumentos y palacios que transportan al reino de Sajonia en pleno siglo XVIII. Con sus jardines cuidados al estilo francés y sus pequeñas esculturas barrocas, el palacio Zwinger, construido durante el reinado de Augusto el Fuerte, recuerda a otros clásicos paseos de Europa. Hectáreas de belleza señorial. Pero en algún momento del paseo turístico alguien menciona el dato que resignifica el paisaje por completo: en febrero de 1945, a poco de la capitulación nazi, Dresde fue objeto de una serie de bombardeos franceses y estadounidenses que destruyeron de punta a punta su centro histórico. Todo fue escombros y llamas. Entonces uno vuelve a mirar a su alrededor, pero esta vez mira distinto: nada de lo que hoy se ve es original, sino obra de la reconstrucción soviética. Toda esta arquitectura para los reyes tiene, con suerte, poco más de seis décadas.
“Si fuera por los Dresdner, viviríamos en una ciudad sin una sola mancha de contemporaneidad. Adoran sus tradiciones”, se ríe Starosta, que se crió y vive en Dresde, y está convencido de que ese amor por el pasado y el espíritu conservador de sus conciudadanos pueden explicar en parte por qué Pegida prendió acá mucho más que en cualquier otra localidad alemana.
Hay un dato que llama la atención: Sajonia es uno de los estados de Alemania con menor cantidad de inmigrantes. Sólo entre un 2 y un 3 por ciento de la población es extranjera, una cifra mucho menor que la del promedio del país, que ronda el 10 por ciento. La gran paradoja es que, quienes menos conviven con extranjeros, más a menudo apelan al argumento de que “no hay más lugar” para oponerse a políticas migratorias abiertas.
Dresde empieza a anochecer. Starosta, acostumbrado a acompañar en las marchas a periodistas, estudiantes y otras personas que buscan entender el fenómeno PEGIDA, aconseja que nos quedemos más bien al fondo: es evidente que no pertenecemos a la organización. Desde el borde de la plaza nos explica que tratar de no llamar demasiado la atención y no presentarse como periodista es una premisa fundamental para poder participar sin amenazas.
—Sorprendentemente no suele haber ataques entre los grupos—dice uno de los oficiales de policía que está entre la marcha y la contramarcha, ojos verdes y pelo rubio cortado al ras— Pero igual hay que estar presente cada lunes: prevenir es mejor que curar.
Dentro de un rato comenzará la desconcentración. En los bares del centro, muchos manifestantes de PEGIDA tomarán cerveza, charlarán y se reirán distendidos, mezclados con la multitud.