—¡Te voy a prender fuego, hija de puta! ¡Se van a morir todos!
Los gritos del Babe atravesaron las paredes de madera, como casi todas las noches desde hacía dos meses, cuando se mudó con la Rubia a esa vieja fábrica de calzados devenida en conventillo. Pero esta vez las amenazas se convirtieron en llamas. Lo primero que el Babe intentó prenderle fuego fueron los pies. Después el colchón, cuando ella trató de escapar. En pocos minutos, la pieza diminuta en la que vivían comenzó a arder.
Eran las cinco de la mañana y la pelea entre el Babe y la Rubia despertó a la familia de Daniel Vedia, que dormía en la casilla lindera. Él era el único que no estaba en casa: trabajaba como albañil durante las noches y todavía no había vuelto. Unas semanas atrás sintió el impulso de denunciar las escenas de violencia que venían escuchando, pero el miedo a sufrir una represalia lo detuvo. Ahora caminaba entre la bruma que se abría al borde del Riachuelo, observaba una vez más las baldosas azules y amarillas del barrio de La Boca, implantadas en las cuadras que lo separaban de su casa. Mientras recorría ese tramo que le faltaba para llegar, su esposa, su hija, su yerno y su nieto de un año y medio morían calcinados.
—¡Hay fuego en el conventillo!
María Bustos, que vivía en la casilla montada frente a la ventana de la familia Vedia, fue la primera en reaccionar, apenas vio el humo espeso que se colaba por la rendija de su puerta. Soltó el mate que le servía su marido antes de irse a trabajar limpiando oficinas y corrió hacia el pasillo a los gritos. La Rubia la chocó apenas salió.
—¡El Babe me quiso prender fuego! Me pedía novecientos pesos para comprar paco y yo no tengo más plata— le gritó y desapareció entre el humo.
Los vecinos salieron de sus casas y enfrentaron el fuego con los pocos baldes de agua que encontraron. Pero el humo avanzaba demasiado rápido. Un manto negro que los asfixiaba y los hacía retroceder. No les daba tiempo de salvar nada. Eran treinta y dos familias acorraladas a las que solo les quedaba salir de ese infierno.
Después de sacar a sus tres hijos, Natalia Esteban entró al conventillo para buscar la plata que había dejado en su mesa de luz. El delantal blanco que llevaba puesto, con el que trabajaba como limpieza en un hostel, estaba agujereado y repleto de manchas negras. Pero ella se daría cuenta de eso muchas horas después. Lo último que sintió fue que el humo le alcanzaba el estómago. Se desvaneció en el pasillo y desapareció adentro de esa nube oscura que seguía creciendo. Se despertó cuando alguien le pisó la mano. Mareada, se arrastró hasta la salida con las fuerzas que le quedaban y empezó a vomitar.
Afuera, siete dotaciones de bomberos se agolpaban sin ningún suministro de agua. En ese momento se enteraron que las bocas más cercanas, en la Avenida Pedro de Mendoza, estaban tapadas desde la última pavimentación. Tardaron más de media hora en conectar sus mangueras y sofocar el humo. Cuando lograron entrar, descubrieron que el fuego había derrumbado dos de las casillas del patio. Removieron los escombros y encontraron los cuatro cuerpos de la familia Vedia. En la calle, la policía se llevaba preso al Babe. Los vecinos temblaban por el shock y el frío. Era julio y todavía no había rastros de los primeros rayos del sol. Ninguno imaginaba que esa sería la última noche que dormirían bajo techo.
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La madrugada del 20 de julio de 2017, los casi cien vecinos de la ex Sancheti S.A., ubicada en Avenida Pedro de Mendoza 1447, perdieron su casa. Después del incendio, la arquitecta Virginia Brizuela del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires inspeccionó el edificio, notificó la clausura con un acta que decía “desalojo por derrumbe” y les prohibió volver a entrar. Sin otro lugar adonde ir, su única opción era acampar en la puerta, a la intemperie. Hasta ese día vivían en el interior de lo que fue una de las fábricas de calzados y ropa de trabajo más grandes de La Boca, ubicada a tres cuadras de Caminito y abandonada en la década del setenta, con el cierre del puerto. Ese edificio de dos plantas ubicado frente al Riachuelo se convirtió en uno de los 432 conventillos del barrio, que subsisten desde la inmigración europea de principios del siglo XX sin ningún tipo de refacción o mantenimiento: un inmenso galpón repleto de habitaciones inventadas que confluyen en un solo pasillo.
—Para nosotros esto era un palacio increíble. Adentro parecía que estabas en un barco— recuerda Josefina, una de las primeras ocupantes, y mira desde afuera la fachada grisácea. En lo alto aún sobrevive, con algunas letras menos, el cartel oxidado con el nombre de la fábrica.
Josefina vive en la Isla Maciel, un barrio al otro lado del Riachuelo. Se enteró del incendio en Sancheti mirando el noticiero e hizo lo que se acostumbra cuando el fuego crece en este territorio minado de conventillos: llevó ropa de abrigo y botellas de agua. Ya en 2006, a causa de los incendios y derrumbes en el barrio, la Ley 2240 declaró la Emergencia Urbanística y Ambiental de La Boca “en lo referido a la vivienda, el equipamiento, espacios verdes y de actividades productivas”. Los cambios de clima, las lluvias prolongadas, las sobrecargas de calefacción, las goteras o un chispazo eléctrico son el germen de una tragedia anunciada entre las paredes de la precariedad. Y el primer indicio siempre es el mismo.
—El olor de madera quemándose te da la pauta. Se siente a muchas cuadras de distancia. A veces dudás porque capaz es cable quemado, pero es casi imposible que te equivoques —dice Natalia Quinto, referente de la agrupación La Boca Resiste y Propone, que trabaja para enfrentar la compleja situación habitacional del barrio.
Desde 2012 llevan registrados noventa y nueve desalojos en La Boca: uno cada quince días, el promedio más alto en el país. El último de ellos es el que se desató el mes pasado frente a la venta ilegal de los terrenos de Casa Amarilla, un inmenso predio que había sido destinado a convertirse en un espacio verde a partir de la Ley de Emergencia Urbanística y Ambiental de La Boca, pero que hoy el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires pretende vender al Club Atlético Boca Juniors. De allí fueron desalojados, la semana pasada, los trabajadores de la cooperativa de limpieza de autos Ciudadanos del Mundo.
Cuando Natalia Quinto llegó a Sancheti aquella mañana de julio, y observó que la gendarmería comenzaba a rodear la zona, supo que lo que seguía era el desalojo.
—Hoy los conventillos de La Boca son propiedad de especuladores. Casi todos se venden en la Liga de Rematadores —explica—. Los compran con la gente adentro y pagan impuestos como si se tratara de terrenos baldíos. Después el Estado hace su parte. Por un lado llenan el barrio con leyes que fomentan la cultura y el arte y por el otro van desalojando los conventillos para construir edificios. Si los vecinos se van de sus casas, no entran nunca más.
La primera noche después del incendio, los ocupantes de Sancheti durmieron en la vereda. Hicieron fogatas y se resguardaron del frío con las pocas frazadas que consiguieron. En los días posteriores llevaron lonas y armaron carpas. Apoyaron los colchones que les donaron en pisos que improvisaron con palets de una distribuidora de bananas. Si ganaban la calle tenían al menos una chance de recuperar su casa.
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Dos semanas después del desalojo, las familias que vivían dentro de la ex fábrica presentaron un amparo judicial en el que le exigían al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires “el ingreso al inmueble o una adecuada e inmediata satisfacción a los requerimientos económicos y materiales”. Recayó en el Juzgado N° 6, a cargo de Patricia López Vergara, y tuvo como respuesta la apelación del gobierno porteño y el ofrecimiento de dos salidas inviables para los vecinos. Por un lado, un posible subsidio para alquilar departamentos, algo inalcanzable porque ninguno cuenta con un trabajo en blanco, recibos de sueldo ni una garantía para poder ser aceptados como inquilinos. Como segunda opción, mudarse a alguno de los paradores de la Ciudad. Pero eso significaba el desmembramiento de las familias. Niños, mujeres y adultos no pueden compartir esos espacios. Su negativa iba a tener tres consecuencias directas: meses viviendo en la calle, el silencio gubernamental y un futuro demasiado incierto.
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1948. Benito Quinquela Martín colorea un lienzo de tonos azules, amarillos y rojos en el que los bomberos se enfrentan a un fuego que cubre el cielo y está a punto de derrumbar un caserón en las orillas del Riachuelo. Ese óleo, titulado “Incendio en La Boca” y considerado uno de sus cuadros más emblemáticos, hoy se exhibe en el Museo de Bellas Artes de La Boca, a cuatro cuadras del acampe. La zona está repleta de espacios culturales impulsados desde que en 2012 la Ley 4353 declaró a La Boca un Distrito de las Artes y ofreció exenciones impositivas para los ateliers y aquellos espacios que se consideren de “promoción cultural”. A unas diez cuadras, siguiendo por la Avenida Pedro de Mendoza, se erige la Usina del Arte, una sofisticada sala de espectáculos inaugurada en 2001 en un edificio remodelado de principios de siglo XX. Funciona como puerta de entrada al barrio de Puerto Madero, uno de los más lujosos de la ciudad. En el centro de esos dos puntos espejados por el río, donde día a día circulan micros con turistas europeos sedientos de postales, una calle cortada con barricadas de basura y electrodomésticos destartalados interrumpe el recorrido. Un centenar de vecinos viviendo en carpas imposibles que parecen haberse ido mimetizando con el paisaje.
—En esta Avenida quieren hacer la continuación de Puerto Madero, es un negocio inmobiliario, y a nosotros ya nos tienen afuera. Apenas nos vayamos de acá empiezan a construir —dice Natalia Esteban, una de las ocupantes.
Está empezando a llover. Detrás de Natalia, una mujer con la camiseta de Boca y un hombre de pómulos angulosos y ojos achinados arrastran una cocina y una garrafa para protegerlas bajo la fachada de Sancheti. Ya es septiembre y los vecinos llevan más de dos meses acampando. Esa cocina fue casi lo único que pudieron recuperar, hace unos días, cuando la Justicia les permitió entrar de nuevo al conventillo para buscar sus cosas.
—Encontramos todo podrido, todo verde, lleno de moho, de humedad. No servía nada, ni las heladeras, ni los colchones, ni los televisores, ni la ropa. Nada. Lavamos y lavamos lo que pudimos sacar, pero el olor a podrido no se va.
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Viviendo a la intemperie, varios de sus hijos enfermaron de neumonía. Algunos adultos se quedaron sin voz, se desmayaron y entraron en cuadros depresivos. En los días de tormenta y viento se colgaron de los techos de sus carpas para que no se volaran. Consiguieron tres baños químicos y se mantuvieron con la ración diaria que les da el gobierno: un plato de comida que siempre llega frío, una fruta y medio litro de agua. Recibieron cientos de donaciones e incluso un colectivo para poder ir todos juntos hasta la Defensoría del Pueblo los días que debían declarar. Un cura tercermundista se acercó para dar una misa y pidió “que Dios afloje los corazones de los que tienen la posibilidad de dar una respuesta”. Pero las carpas no desaparecieron: desde el Riachuelo llegaron a Venecia.
El 28 de septiembre, representantes de La Boca Resiste y Propone viajaron a la ciudad italiana de las calles de agua para participar en la sexta sesión del Tribunal Internacional de Desalojos. Su exposición “Desalojos por motivos de gentrificación en el histórico y turístico barrio de La Boca” fue elegida entre los 171 casos que se presentaron por América Latina y el Caribe. Solo uno por continente llegó al Tribunal —completado con los casos de Kenia, India, Venecia y Sri Lanka—, que los escuchó y se expidió de manera no vinculante con recomendaciones al Estado argentino por la violación de doce pactos internacionales que establecen “el derecho a una vivienda adecuada para sus habitantes”. Si en los próximos seis meses esto no se cumple, la presentación se elevará a organismos internacionales como la Organización de Naciones Unidas y la Convención Internacional de los Derechos Humanos.
—El barrio de La Boca —dice Natalia Quinto— fue seleccionado por un jurado internacional como uno de los casos más representativos del mundo para dar cuenta de los procesos de gentrificación por turismo y especulación inmobiliaria.
El concepto de gentrificación es definido dentro de la sociología como “la recuperación de las áreas residenciales centrales de la ciudad y el resurgimiento comercial, que tiene como objeto la expulsión de las familias pobres, antiguos residentes de dichas áreas”. Fue acuñado en Londres en 1964 y en los últimos diez años se convirtió en el término más utilizado dentro del discurso científico para describir los procesos actuales de transformación urbana.
En la Ciudad de Buenos Aires, el primer barrio que sufrió esta metamorfosis fue Palermo: de tierra de malevos a principios del siglo XX y zona de fábricas y asentamientos en la década de los setenta, mutó a polo vintage de indumentaria cool y gastronomía refinada. El mismo camino siguió San Telmo y hoy acecha a la zona sur: La Boca, Parque Patricios y Barracas. Barrios conectados con el centro de la ciudad cuyos terrenos todavía son baratos y dan lugar a la especulación inmobiliaria. El mismo proceso se replica en las capitales del mundo: México D.F., Bogotá, Nueva York, Madrid. Una compleja problemática a nivel global que para los ocupantes de Sancheti se traduce en una realidad desoladora: haberse quedado sin casa.
Frente a las denuncias de los vecinos de La Boca, la única declaración oficial del gobierno porteño durante el año pasado, fue hecha durante una conferencia de prensa. Al ser consultado por la situación que vivían los acampantes, el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, aseguró que “dimos respuesta a cada familia y estamos trabajando en un plan de reconstrucción de la casa para que las familias puedan volver”.
—Los medios vinieron el primer día y nunca más. Del gobierno no sabemos nada. Somos los olvidados de Sancheti —dice Natalia Esteban mientras ajusta las lonas de su carpa antes de irse a dormir—. Acá hay un montón de plata que está dando vueltas y nosotros estamos en la calle.
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Es pleno verano y hace calor. Algunos chicos se refrescan en una pelopincho montada en plena calle. Ya pasaron seis meses desde el incendio en Sancheti. Pasaron el invierno y la primavera sin su techo. Pasaron Navidad y Año nuevo brindando en sus carpas. Y la situación se convirtió en un callejón sin salida: el acampe más largo en la historia de La Boca luego de un desalojo. En el medio se prendió fuego otro conventillo, a dos cuadras. Las causas fueron desconocidas. Lo único certero fue la columna de fuego, que se divisaba a kilómetros de distancia, y el olor penetrante de la madera quemándose. Los vecinos de la ex fábrica fueron a ayudar. “Vuelvan a entrar o se van a quedar sin casa”, aconsejaron. Al otro día el conventillo incendiado amaneció con cuatro toldos en el patio y las familias atrincheradas adentro.
El Babe, el novio violento que desató el incendio, terminó preso por violencia de género. A la Rubia la vieron dando vueltas por una plaza, no muy lejos de Sancheti. Ni se acerca al acampe, muchos de sus ex vecinos la consideran también responsable de lo que pasó.
En la entrada de la carpa de Natalia Esteban, que hoy está disfrazada de enfermera, cuelgan guirnaldas y globos naranjas y negros. Arriba de un mueble dado vuelta, los bafles enormes de un equipo de música Panasonic hacen temblar la madera. Está enchufado a un poste de luz a través de un cable que cruza toda la calle. Un reguetón retumba en todo el acampe. Sobre una mesa sostenida por dos caballetes, vestida con mantel de plástico y motivos de zombies, hay papas fritas, chizitos y vasos con gaseosa. Hoy es el cumpleaños de Lautaro, su hijo más chico.
Cumple siete y está disfrazado de carnicero con un delantal que simula lampones de sangre roja y una cuchilla de plástico en la mano.
Alrededor están sus amigos —uno con traje de hombre araña, otro de futbolista— y más allá María Bustos, la primera vecina en prevenir el incendio dentro de Sancheti. Tiene los labios pintados, un sombrero de bruja y una capa negra atada al cuello que tres perros desgarbados intentan mordisquearle.
—¡Fuera!—les grita sentada en un banquito, la goma espuma sobresaliendo del respaldo.
Va cayendo la tarde, María baja la perilla del volumen y Natalia trae la torta, la apoya en el centro de la mesa y todos alrededor cantan el feliz cumpleaños.
—Los tres deseos— le dice Natalia a su hijo. En sus pupilas se reflejan las llamas de las velas.