En un contexto de producción cinematográfica cada vez más vertiginosa y seriada, los viejos maestros del cine parecen querer disputar una temporalidad que insiste en dejarlos afuera. Desde la extensión de sus películas, la forma de producir o el dinero que necesitan para hacerlo, nos dicen que el cine está para reinventar la historia y que, con el paso del tiempo, ellos continúan eligiendo una cierta forma de hacer las cosas.
Tres gestos componen una cartografía de la irreverencia en un momento donde esta parece significar la nada misma. Tres nombres, Nanni Moretti, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola, se muestran listos para dar una disputa al interior mismo de la temporalidad contemporánea con sus últimas películas. No es una casualidad. La trayectoria y la amplia experiencia en el oficio les ha dado una autoridad que los pone, cuanto menos, en un camino paralelo para disputar con los grandes majors hollywoodenses y hacer películas como quieren hacerlas, más allá de las fórmulas pre-establecidas de lo que vende hoy en las plataformas estandarizadas. Desentonando con un clima de época de influencers ganadores, estos tres viejos deciden hacer su cine pese a todo, incluso a riesgo de perder espectadores o dinero.
En tiempos donde lo políticamente incorrecto, el descreimiento en los expertos, los chistes “basados” y la velocidad voraz se asocian a modelos de juventud que gritan desaforadamente fórmulas para tener éxito frente a una cámara de selfies, ¿qué sucede con los viejos creadores de imágenes que se rehúsan a pasar a un segundo plano, que insisten en seguir existiendo y haciendo las cosas a su modo? En un momento histórico en el que la juventud se vende como promesa de éxito y nadie parece estar dispuesto a perder nada, ¿es posible pensar hoy en algún gesto irreverente? ¿qué forma tendría?
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Lo mejor está por venir (2023) es el último filme del italiano Nanni Moretti. En él, Giovanni, un director de cine cascarrabias y egocéntrico, filma una película ambientada a mediados de los años cincuenta y se enfrenta a las condiciones de producción actuales. De entrada se nos presenta una disputa, dos formas de hacer cine: una de autor y una de blockbuster. Cuando su compañera, esposa y productora de toda la vida, empieza a producir películas de acción, el protagonista de Moretti, que trabaja con la historia del partido comunista italiano, sabe que está en serios problemas. Giovanni llega a secuestrar la película de acción que produce su mujer. “¿Por qué filmarías esto así?” “¿Cuál es la ética de la imagen?”, increpa al joven director a cargo.
El alto al fuego que propone el personaje de Moretti nos invita a preguntarnos ¿acaso hay lugar hoy para esas preguntas? La temporalidad acelerada de producción –sí, acelerada incluso para el cine que siempre vivió a las corridas– y de consumo ponen en jaque la capacidad de tomarse un tiempo para esbozar posibles respuestas. Daniela Losiggio dice que la imagen permite una pausa para la reflexión, para abrir el pensamiento y con su naturaleza formal –y sensual– se abre camino a la fuerza en un río de palabras. Es decir, la imagen permite fracturar la temporalidad, de allí la imperiosa necesidad de preguntarnos por su ética y por aquello que queda resonando en ese espacio que deja abierto en el tiempo.
En 2023, Martin Scorsese estrenó Los asesinos de la luna de las flores, basada en un libro homónimo de David Grann. La película nos cuenta una historia sobre los crímenes cometidos contra la rica y próspera nación Osage durante la década de 1920 y la investigación llevada a cabo por el FBI. La secuencia de inicio que abre el relato nos introduce a la comunidad Osage y la presenta como “el pueblo elegido por la suerte”. Una de las escenas más bellas y poéticas muestra por qué esta nación fue tan rica: el aceite brota de la tierra y un grupo de Osages se acerca a presenciar la explosión, se trata de petróleo. El también conocido como “oro negro” salpica los cuerpos semidesnudos de quienes se acercan a recibir esa abundancia y bailan a su alrededor en señal de festejo. Nadie dice una palabra. Scorsese se toma el tiempo de elaborar visualmente lo que será el punto clave del conflicto por el petróleo en la película y delega en una imagen la tarea de presentar una relación extensa y compleja entre los Osage y los hombres blancos de la zona.
Con casi tres horas y media de duración, Scorsese se acerca sutilmente a una historia de silencios, racismo y complicidades y permite que las formas y el contenido se produzcan mutuamente. Hacer una película extensa y compleja en tiempos de inmediatez es un gran desafío. Pide mucho del público, es verdad: exige un compromiso físico y mental de estar ahí presente, de prestar atención cuando casi todo lo demás alienta a dispersar. Allí este director toma un nuevo riesgo: seguir haciendo las cosas como las hizo siempre, no someter su poética a lo que el mercado actual le demanda, un poco como el personaje de Moretti y el propio Moretti. En medio del río de palabras asfixiantes y diálogos explicativos que inundan las películas contemporáneas, Scorsese elige otra forma de comunicación para su cine. En la película se habla parcialmente la lengua de los Osage mezclada con el inglés. Esta elección lingüística no es casual y vuelve mestiza la propia materialidad de la película, lo que a su vez significa a las secuencias que se entrelazan con el blanco y negro y el color. Scorsese elige el código compartido con quienes ven la película, apuesta a construir un puente que lo conecte con aquellos que van a responder a su llamado en una sala de cine.
Una frase conocida dice que “quien pide tiempo, pide espacio”. Las películas al ser imágenes en movimiento tienen una posibilidad de jugar con la temporalidad que les es propia. Entonces, hacer una película extensa y compleja como Scorsese o construir personajes que tengan la capacidad de pausar las imágenes como Moretti, le permite al cine refrescar una discusión con aquello que le es más propio. Aquí hay también otro juego posible, estos directores se ponen irreverentes a cierta edad y disputan los sentidos desde ese lugar. Son viejos maestros del cine que pueden decir las cosas que dicen y hacer las cosas que hacen en parte porque el tiempo les ha habilitado la irreverencia.
Cuando hablamos de cine, el tiempo es dinero. Ante ese principio básico, todo lo que se escape del control absoluto de las formas de producción establecidas será un juego “a pérdida”. Un último gesto aparece en esta clave para impugnar el tiempo: se trata del estreno de la última película de Francis Ford Coppola, Megalópolis (2024). Muchos años después de su último film, el legendario director regresa con una nueva apuesta costosísima y delirante. Respondiendo a esa lógica en la que todo proyecto “riesgoso” es una pérdida segura, las preguntas de la prensa en torno al estreno apuntaban a ¿por qué hacer una locura semejante? ¿Con qué dinero?
Dinero, dinero, dinero. Coppola en varias ocasiones declaró haber financiado él mismo el film por no haber conseguido quién lo produzca. Suena hasta irónico que el director de El Padrino no pueda conseguir productor para hacer una película, pero tal como el personaje de Moretti, las narrativas costosas de Coppola parecen no tener lugar en las fórmulas recetadas del mercado de plataformas. Hoy, quizás más que nunca, hacer películas porque sí se volvió un acto de rebeldía que se encuentra más en la insistencia de ciertas formas de hacer cine, como también es el caso de Moretti y Scorsese, que en el imperativo de innovarlas para satisfacer a las reglas de turno.
En un conmovedor recorte de una entrevista en el último Festival de Cannes, Coppola revisita cosas que vivió como director, e incluso como padre acompañando a su hija, la también directora Sofía Coppola. Sin embargo, la disputa del gesto de volver a filmar una película con costos de producción desorbitantes aparece precisamente cuando Coppola se sale del “recuerdo” y se rehúsa a ser un museo viviente de anécdotas porque está dispuesto a fracasar de nuevo. Coppola no es nuevo en el arte del fracaso, algunos recordamos con cariño la temeraria aventura que significó para el director hacer Golpe al corazón (1981), el musical que lo dejó en bancarrota. Los grandes escenarios de cartón armados a modo de los estudios de cine clásico de Hollywood le costaron una fortuna incalculable que no fue recuperada con el estreno en salas, ya que la película tuvo números muy bajos de taquilla. Aquel fue un riesgo inmenso para alguien que venía de hacer varias películas consagradas por el público y la crítica durante la década del setenta. Hasta ese momento, todo lo que el director tocaba parecía un éxito asegurado y fue desde la cima de esa consagración que Coppola eligió saltar. Megalópolis recuerda un poco a ese gigantesco sueño musical. Es en esa fuente donde Coppola vuelve a encontrar una potencia que ha tenido su carrera desde el principio: seguir haciendo pese a todo, porque no se puede hacer otra cosa.
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Ya sea reinventando la historia del comunismo, haciendo que el público se siente en una sala de cine por más de tres horas, o gastando plata y tiempo en una aventura descomunal, estos viejos maestros apuestan a disputar una temporalidad contemporánea cuyos modos de producción, dictados por el mercado de plataformas, insisten en dejarlos afuera y optan, en cambio, por financiar películas “seguras” que respondan a las recetas seriadas. Si el cine tiene una potencia tan grande como la de reinventar el mundo con un “qué pasaría si…”, las películas que hoy significan un riesgo son formas de resistir al imperativo de utilidad desmedida que exige adaptarse a la lógica de pedir empanadas por teléfono. “Nuestro contenido se ve en 190 países”, le dicen los productores de plataformas al alterego de Moretti en su película. En una góndola de productos homogeneizados en el consenso, cosificados en un checklist que parece más la organización de la sección del supermercado, quizás el rol que pueda jugar el cine hoy sea –por ejemplo– disputar el dejar de decirle “contenido” a las películas. Allí puede encontrarse la resistencia fundamental: nombrar de otra forma, pausar la imagen, discutir con ella.
Esto no implica una postura nostálgica. Volver a la potencia de la matriz de las cosas permite que esta se abra más, que siga mostrando su flexibilidad en el tiempo, su cualidad de terreno movedizo, frágil, en disputa, un lugar en donde siga siendo posible hacerse preguntas. Después de todo, el cine permite reescribir todo, fracasar más y mejor para construir desde las ruinas de la imagen, cuantas veces haga falta.