Nadie recuerda cómo fue la última vez. Hay relatos, quizá falsos, que mencionan el cauce del río tropezando valle abajo, el repiqueteo enfurecido de las gotas sobre el jadeo de la tierra seca y los dos o tres años de alivio que siguieron. pero nadie recuerda cómo fue la última vez porque esa última lluvia —no el último chubasco, no la última tímida llovizna: la lluvia grande, la tormenta animal— fue hace demasiado tiempo y es, para toda una generación, una leyenda: algo que nunca sucedió. Aquí, en el borde sur del desierto de Atacama, novecientos kilómetros al norte de Santiago de Chile, en un valle llamado Copiapó, no llueve desde 1997.
Cuando llegó a estas tierras en 1536, después de atravesar los Andes, dejando atrás decenas de caballos muertos y de hombres triturados por el frío, lo que sintió el conquistador español Diego de Almagro no fue algarabía sino desilusión: donde esperaba encontrar oro había montañas yermas, de modo que decidió regresar al Perú, de donde había partido.
No puede decirse que haya sido un visionario.
La ciudad de Copiapó, capital de la región, fue fundada en 1744 y, en 1832 y en los alrededores, un pastor de cabras llamado juan Godoy descubrió una mina de plata llamada Chañarcillo que fue, mientras duró, una de las más grandes del continente.
En 1842 ya había noventa y cuatro minas en la zona, dieciocho ricas en cobre. A fines de los años cuarenta del siglo XX el valle de Copiapó era piedra pura, población minera, horticultores pequeños que cultivaban trigo, sandías y hortalizas regando con el agua magra que llevaba el río. Entonces un agricultor español llamado jaime prohens vio una de esas cosas que no todos ven: que en ese valle de piedra y espanto la fruta parecía madurar semanas antes que en el resto de Chile. Compró treinta y siete hectáreas al pie de unos cerros, a cuarenta kilómetros de la ciudad, y las bautizó con el nombre de Fundo Los Hornitos. En 1947 mandó a llamar a uno de sus hijos, Alfonso, que por entonces vivía en la Argentina, en una región fértil de la provincia de Santa Fe, para que cultivara esos campos amargos. Alfonso obedeció como sólo podía obedecerse por entonces: porque así eran las cosas y por convicción. Semanas más tarde llegó con su mujer, berta, que, al ver ese valle de muerte bajo un cielo azul maligno, acorralado por las comisuras violentas del peor desierto del planeta, le preguntó aterrada: «Alfonso, ¿dónde nos has traído?». un año después, Alfonso Prohens plantaba las primeras parras.
Chile es el principal productor y exportador de cobre del mundo: 33.775 millones de dólares entre enero y octubre de 2012, según cifras del banco Central. En la zona que rodea al valle de Copiapó hay diez yacimientos mineros grandes —Caserones, Casale, kosan, Candelaria, Ojos del Salado, punta del Cobre, entre otros—, veinticinco medianos y mil trecientos pequeños. Las minas —grandes, pequeñas o medianas— requieren enormes cantidades de agua para procesar el metal, agua que debe ser elevada desde napas subterráneas a través de sistemas de bombeo que consumen mucha —mucha— energía.
Chile es un gran exportador de frutas y el valle de Copiapó, su principal productor de uvas de mesa. La exportación de esas uvas le deja al país 1.400 millones de dólares por año y en el valle de Copiapó hay siete mil hectáreas de parrones distribuidos en fundos grandes, pequeños o medianos. Los fundos —grandes, pequeños o medianos— requieren agua para riego, agua que debe ser elevada desde napas subterráneas a través de sistemas de bombeo que consumen mucha —mucha— energía.
El desierto de Atacama es el desierto más árido de la tierra y atraviesa, desde 1997, una sequía descomunal. En medio de ese desierto, el valle de Copiapó es excepcionalmente rico en minerales y excepcionalmente favorable para el cultivo de uvas: las aguas con sales que lo recorren con modestia, el cielo despejado y la diferencia térmica de más de veinte grados entre el día y la noche producen uvas firmes, grandes y dulces que tienen, además, la ventaja de madurar un mes antes que en el resto de Chile. y allí donde la tierra es capaz de parir con furor igual la piedra que la fruta, el agua (que la piedra y la fruta necesitan) es un bien escaso que sólo puede arrancarse tironeando con bombas que exprimen día y noche, conectadas al flujo musculoso de la red eléctrica nacional.
Chile es un país sumido en una crisis energética que recibió un generoso impulso —la crisis— cuando, en 2004, la Argentina dictó una resolución que privilegia el abastecimiento de gas natural para consumo interno y, en 2005, envió un sesenta por ciento menos al otro lado de los Andes. Desde entonces, esa merma no ha dejado de aumentar. No hace falta hacer cuentas para entender qué sucedió. El costo de la energía se multiplicó por dos, por tres, por cinco, y sin energía no hay agua y sin agua no hay uvas. Ni minas. Ni valle. Ni gente. Ni nada.
Son las seis de la tarde de un lunes de principios de octubre de 2012. El clima, en Santiago de Chile, ha estado gris, ausente de toda primavera. En dos días más habrá un temblor de 5,7 en la zona central, que se sentirá en Santiago bajo la forma de un remezón fuerte, gritos y frenazos, pero ahora, en el barrio El Golf, un barrio de bancos, oficinas y casas elegantes, ni siquiera se nota el tránsito, que a estas horas siempre es mucho. José Miguel Fernández es ingeniero agrónomo y gerente general de Subsole, la principal exportadora de frutas de Chile, asociada desde 1993 con la familia Prohens —cinco hermanos que descienden del Alfonso original— y dueña de varias hectáreas en el valle de Copiapó. En un bar de la avenida El bosque, José Miguel Fernández parece reírse un poco de lo que dice, aun cuando habla en serio.
—¿Cuánto sabías de electricidad cuando empezaron a desarrollar la planta solar?
—Chuta, para mí la luz es magia negra. Que tú aprietes un botón y se encienda, es un milagro.
Todo empezó con un mapamundi que llegó hace tres años a Subsole y en el que aparecían, coloreadas, las zonas con mayor radiación solar de la tierra. El norte de Chile estaba cubierto por un rojo intenso, casi negro, coagulado.
—Eso indicaba que era la zona con mayor radiación solar del planeta. La energía en nuestros campos de Copiapó ya era un problema, porque se estaba volviendo muy cara. Cuando vimos ese mapamundi empezamos a averiguar: ¿cuántas plantas solares había en la zona? Cero. Al menos como la queríamos montar nosotros, inyectando energía a la red nacional, lo que permitiría un ahorro doble ya que, por un lado, nos autoabasteceríamos, pero como productores de energía la tarifa que pagaríamos cuando usáramos la red nacional sería menor. Entonces dijimos: «Si somos los primeros en colocar una planta fotovoltaica y producimos uvas del valle de Copiapó regadas por agua de los Andes que se infiltran en las napas y son bom- beadas con energías limpias para regar las uvas… chuta, esa cuestión hay que hacerla». y de ahí nace la idea.
Así, en 2011, Subsole instaló mil trecientos paneles fotovoltaicos en el valle de Copiapó, en una hectárea que pertenece al fundo Los Hornitos, ahora de Alfonso prohens hijo, para producir trescientos kilowatts que alcanzarán para alimentar cinco bombas de agua con las que se regarán doscientas hectáreas de uvas: un plan piloto para ver qué pasa. pero, aunque la planta está lista, todavía no funciona: los trámites para conectarla a la red nacional son infinitos.
—La desventaja de ser los primeros es que nadie tiene idea de nada y tienes que lidiar con organismos gubernamentales, con empresas privadas, con la cosa técnica.
En agosto de 2012 decidieron contratar a un ingeniero eléctrico, un hombre de veintinueve años llamado juan Luis Olguín: para que desenredara lo que se enredó.
Los padres de juan Luis Olguín —él militante del PC, ella partidaria de Pinochet— se separaron cuando él era muy chico, de modo que, criado entre otros cinco hermanos, supo que, si quería estudiar, tendría que apurarse para dejar espacio a los que venían atrás y terminó la facultad a los veinticuatro.
—Estudié ingeniería eléctrica porque me acuerdo de lo que dijo don Nicanor parra, el antipoeta. Que uno siempre tiene que estudiar lo más difícil. y para mí eso era lo más difícil.
Es otro día de principios de octubre de 2012, en el mismo bar del barrio El Golf, ahora lleno de hombres de traje y de mujeres caras.
—Mira, aquí en Chile, los dueños son cinco familias. Los demás arrendamos.
Juan Luis Olguín tiene los modos y la pedagogía de un profesor antiguo y dibuja, en un cuaderno, los paneles fotovoltaicos, el sol, la energía que entra solar y sale eléctrica.
—Yo encuentro algo de maravilloso en la transformación de la energía, en el hecho de que una central hidráulica genere una materia invisible y que esa materia se traslade miles de kilómetros y llegue a una casa bajo la forma de luz o de calor. yo tengo un dicho: que ojalá las personas fueran como las máquinas eléctricas. porque las encuentro muy nobles. Si tomas un motor de inducción, su naturaleza es responder aunque esté roto. tú lo cargas, y tiende a responder. Ojalá todos fuéramos así.
Olguín trota una hora cada vez que puede, y no le gusta andar en vehículo por las calles de Santiago porque su idea favorita es la idea de avanzar, y eso sólo se lo permiten el metro o sus propias piernas. tiene una hija de un año con quien fue su novia durante una década, pero ya no están juntos y él vive con su madre porque cree que endeudarse con bancos —para comprar, por ejemplo, una vivienda— es una forma —refinadísima— de la esclavitud.
—A mí me gusta la idea de la independencia. yo esto de la planta solar lo veo como una democratización de la energía. ya no son solamente las empresas dedicadas a eso las que producen energía, sino que viene una empresa agrícola y pone una planta solar, y crea su propia energía.
Independencia es, para él, una idea importante.
Tres mil horas de sol al año, el sitio con mayor radiación del planeta, y este día de fines de octubre de 2012, en la ciudad de Copiapó, es un día nublado. A las cinco de la tarde, en el bar del hotel Chagall (ochenta y ocho habitaciones ocupadas por trabajadores de la minería y ya vendidas para el Dakar 2013, una de cuyas etapas pasa por aquí), Óscar prohens echa el contenido de un sobre de Nescafé, el único café que se consigue por aquí, en una taza de agua caliente. Es uno de los nueve hijos de Alfonso prohens y dueño de algunas de las setecientas hectáreas que él y sus hermanos varones —Rafael, Jaime, Alfonso y Fernando— cultivan en el valle y los hacen los productores de uva de mesa más importantes de la región.
—¿Vio qué locura esta ciudad?
Al otro lado de la calle, la tienda departamental Falabella está repleta, y también están repletos los bares de la plaza, y la plaza, y las cinco farmacias que la rodean, y los supermercados, y las panaderías, y las tiendas de ropa, y en las veredas la gente se apiña cargando bolsas con comida, camisetas, cedés, medias, juguetes, y en las calles los autos se apiñan en filas de media hora para hacer cuatro cuadras.
—Esto ahora es un caos. El tránsito es peor que en Santiago. Caos podría ser una palabra exagerada para una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes en medio del desierto, pero el aumento del precio del cobre, que ahora, por ejemplo, cuadruplica lo que costaba una década atrás, hace que aquí la actividad minera atraviese su momento mejor, y se espera que la puesta en marcha de la mina Caserones, de la empresa Lumina Copper, una inversión de 3.000 millones de dólares, produzca el desembarco de miles de personas más. Así, en los últimos cinco o seis años, los autos y la gente se multiplicaron y, desde entonces, la ciudad parece conectada a un cable de alto voltaje sin respeto a
siestas ni a fiestas ni a días de guardar.
—Esto era bien diferente. Cuando mi papá llegó acá, vino a vivir al medio del valle, a una casa sin luz eléctrica, de adobe.
Óscar Prohens y sus hermanos nacieron en aquel fundo llamado Los Hornitos que, de las cuarenta originales, había crecido hasta llegar a tener una buena, pero indeterminada, cantidad de hectáreas, y se criaron en una casa sencilla de la que el padre se marchaba al alba para regresar al fin del día.
—El papá fue un pionero. Cuando él llegó, el valle era pura piedra y después de a poco se fue llenando de fundos.
Pero en los setenta el gobierno de Salvador Allende dispuso una reforma agraria que afectó a los grandes hacendados y a Alfonso Prohens le quedaron, después de la expropiación, catorce hectáreas.
—El papá estaba a favor de la reforma agraria, porque no podía ser, si los dueños del valle eran quince, dieciséis personas. pero se hizo muy mal, y el papá se quedó con nada.
Después del golpe de Estado de 1973, en el que Augusto Pinochet tomó el poder, los antiguos dueños de las tierras pu- dieron recuperar algunas y comprar otras, de modo que Alfonso Prohens repuso lo que había perdido.
—Yo volví al valle después de la universidad, me casé con Lenka. Lenka era hija del que fue durante catorce años el intendente de Copiapó, un empresario minero. yo le digo a Lenka que ella tiene el espíritu minero del padre, porque siempre me dice «¿y es negocio todavía este tema de la uva?».
Óscar y Lenka vivieron en el campo durante siete años, has- ta que hubo que mudarse a Copiapó para dar estudio a los hijos. pero les costó dejar aquellas tierras. El verde fulgurante, la soledad, el rumor del río cuando había.
Al otro lado de la avenida Copayapu, en Copiapó, está el puente La paz, cien metros de cemento sobre un lecho de tierra por el que debería pasar, pero no pasa, el río. En uno de los muros de contención una pintada le tiene fe a que aquí nunca habrá agua porque, si hubiera, jamás podría leerse, como se lee:
«Bienvenidos a Copiapó - WeLcome to copiapó dakar». Atrás se ven los carteles de los hipermercados Easy y Sodimac. La ciudad tiene, también, un Construmart, un hipermercado Jumbo, cinco Unimarc, dos Santa Isabel, un Líder, y el Mall plaza, setenta y siete mil metros cuadrados, todavía en construcción, que incluirán dos tiendas departamentales —Falabella y Ripley— y otro hipermercado, tottus. Si hasta hace poco la altu- ra máxima de un edificio en Copiapó era de dos pisos, ahora se construyen de catorce y a precios que triplican lo que la propiedad solía valer. un departamento de un solo cuarto cuesta sesenta mil dólares o se alquila por seiscientos, y no menos, al mes.
A los ochenta y cinco años, Alfonso, el padre de todos los Prohens, se puso al frente de un proyecto nuevo: una fábrica de quesos de cabra. pero poco después tuvo un accidente cerebro- vascular y, desde entonces, vive en Santiago con su mujer.
—El papá tiene noventa y seis años, pero si no hubiera sido por el accidente todavía estaría subiendo al campo —dice Óscar prohens en el hotel Chagall—. Era un adelantado, un visionario. En el ochenta empezó a poner el riego por goteo. y ahí fue cuando vino el boom de la uva en el valle, porque permitía cultivar las laderas de los cerros, y empezó el desarrollo de perforar la tierra y sacar agua.
En 1981 el gobierno de Pinochet decretó el Código de Aguas, que separó la propiedad del agua de la propiedad de la tierra, concediendo el derecho de agua a privados en forma gratuita y a perpetuidad. Eso, traducido, quiere decir que el agua, en Chi- le, se puede comprar y vender como si fuese una casa. Durante los primeros años de la aplicación del decreto, si un agricultor declaraba necesitar cincuenta litros de agua por segundo para regar una parcela de cincuenta hectáreas (se calcula que con un litro de agua por segundo se riega una hectárea), se le concedían sin hacer las cuentas: las cuentas de cuánta agua quedaba por ceder. En poco tiempo, en el valle de Copiapó se cedieron derechos por el doble de lo que el valle podía reponer a fuerza de nevadas y lluvias que, además, siempre eran escasas.
—Hace unos años, las minas empezaron a comprar derechos de agua a los agricultores. No es ilegal hacerlo, no va contra la ley. pero como el agua es un bien muy escaso, las mineras han llegado a comprar los derechos a costos altísimos, sesenta mil dólares el litro y más. Se puede vender el derecho sin el pozo, y entonces la mina hace un pozo nuevo para sacar los litros que compró, o se puede comprar el pozo y la mina transporta el agua a través de una tubería. pero si los agricultores usamos los pozos al máximo sólo algunos meses, porque la parra no necesita tanta agua en invierno, las minas usan agua las veinticuatro horas. O sea que la venta implica un aumento del consumo. pero más que el agua, el problema para los agricultores es la energía. porque antes el agua salía a cincuenta metros, pero ahora está cada vez más abajo. yo hice un pozo el año pasado, a ciento setenta metros, que me costó doscientos mil dólares, porque la tecnología para hacer el pozo, poner las bombas y sacar el agua de tan abajo es muy cara. y una vez que el pozo está en funcionamiento, para sacar el agua de ahí hay que usar mucha energía. por eso, el tema, más que el agua, termina siendo la ese. Nosotros hace unos años teníamos un costo de energía de ochocientos dólares por hectárea. Ahora estamos en dos mil. Entonces yo entiendo a los que venden: el dueño de un pozo se puede llevar un montón de dinero de un día para el otro, sin gastar nada. Si hasta hermanos míos vendieron.
En 2012, Rafael Prohens fue designado intendente de la ciudad de Copiapó —en Chile los intendentes son designados por el gobierno de turno—, y uno de los principales problemas que debe enfrentar es el del agua: la falta de.
Según un reportaje publicado en julio de 2009 por el Centro de Investigación e Información periodística de Chile (CIPER), firmado por Francisca Skoknic, Jaime Prohens le vendió a Lumina Copper Chile, propietaria de Caserones, derechos de agua por ochenta litros por segundo a cincuenta y cinco mil dólares por litro: una operación de cuatro millones cuatrocientos mil dólares. Su hermano, Rafael prohens, le vendió, el 5 de noviembre de 2008, a la misma minera, derechos por cien litros de agua por segundo a cuarenta mil dólares por litro: cuatro millones de dólares. Ninguna de las dos operaciones es contraria a la ley.
Banco Estado, banco Santander, banco BBVA, banco Falabella, banco Credichile, banco Chile, banco BCI Nova, Banco París, banco Falabella, banco Ripley, banco Condell, banco Scotiabank. Hace algunos años, en Copiapó, había dos o tres bancos —banco Estado, banco Chile—, pero ahora es un ver- gel y todos están repletos, fértiles.
Son las ocho de la mañana. A un lado y otro de la ruta C-35 que sale de la ciudad de Copiapó y sube hacia el valle y los poblados de tierra Amarilla, de Los Hornitos, de Los Loros, el cielo celeste tironea de los bordes de las montañas y el viento levanta remolinos de polvo hirviente al pie de cerros que parecen lomos de animales jurásicos.
Si la luz fuera líquida.
O algo de lo que pudiera decirse: «He aquí la luz». Si tuviera la luz estado puro.
O si doliera.
Si todo eso fuera, sería aquí, en este valle rodeado por mon- tañas secas como toses donde, bajo un cielo tan tenso que pa- rece a punto de romperse, crecen las uvas. Siete mil hectáreas de sed inagotable en el desierto más árido de la tierra. Los primeros parrones aparecen después del espinazo gris del poblado minero de tierra Amarilla, hojas de un verde brioso que trepan al cerro como una marea virulenta.
Los paneles solares están un poco más adelante, un poco más allá.
—Dicen que es bueno porque están ahorrando energía con este asunto solar. pero parece que todavía no está funcionando.
A las diez de la mañana, Gumersindo páez Heredia ya lleva cinco horas despierto. todos los días, durante los últimos tres años, despierta aquí, en pleno valle, a cuarenta kilómetros de Copiapó, y ve el mismo paisaje que rodea: el cerro enfrente, el cerro atrás, el cerro al costado, el frigorífico de Subsole y los parrones del fundo La Cantera, de Óscar prohens. Gumersindo es cuidador, y lo que más le gusta del trabajo es lo que le pasa casi todo el tiempo: estar solo. La felicidad completa llega des- pués de la cosecha, en febrero, cuando la cuadrilla de doscientos temporeros se retira y él se queda en ese mar de piedra con la presencia discreta de paulina valenzuela, la secretaria de la em- presa, que tiene sus oficinas en un primer piso vidriado con vista a un cerro, a una casa breve y a los cinco perros que la resguardan.
—Esa es mi casa. tengo televisión, frigidere. Me gusta a mí estar solo. Cuando llega la gente acá lo molestan a uno.
Gumersindo tiene una edad incierta, en torno a los cincuen- ta años. Es moreno, alto, y usa la camiseta blanca inmaculada dentro del jean, anteojos de sol y una gorra con visera que no se quita ni para estar aquí, en la sala de juntas refrigerada, junto a la oficina de Paulina Valenzuela.
—Cuando la señora paulina me pide agüita no tengo pro- blema en traerle agüita en la botella, pero se la dejo y me voy. Me mantengo al margen. Aislado.
Tiene tres hijos —dos son mujeres—, pero no los ve porque no le gusta: no le gusta la gente, no le gusta que lo distraigan de su trabajo, que diseña con precisión: pintar los palos, asegurar un escalón de tierra, quitar las piedras sueltas.
—Yo era funcionario de gendarmería y tengo recuerdos. Que no son buenos recuerdos. Estaba en el tiempo de Pinochet. Yo no congeniaba mucho con los militares. por el trato que le daban a los detenidos. usted sabe cómo son ellos. Los caballeros traían a la gente y los recibía yo. Yo les preguntaba: «Cómo vienen». «bien», me decían. pero venían bien mal. y yo hinchaba para que los llevaran al hospital, y eso no les gustó. pero no quiero hablar porque uno no puede divulgar las cosas que uno ve.
De los cinco perros que cuidan la casa hay un rottweiler, una fiera salvaje que sólo le obedece a él. Cuando los temporeros se ponen a beber en el camino que pasa por el frente de su casa, Gumersindo no puede dormir y entonces sale, se pasea un poco con el rottweiler y, al rato, los temporeros se van.
—¿Nunca se aburre?
—¿En qué sentido?
A las once de la mañana una mujer joven atraviesa el portón de entrada al predio y Gumersindo se levanta, apurado.
—Mónica. Mónica —llama, con un grito seco, como quien llama a un cuzco—. Es mi hija, viene de la ciudad. La llamo para que me haga la limpieza. venga, que le muestro.
La casa de Gumersindo es de madera y está sobre una colina apenas elevada. Adentro parece haber estallado una bomba de ropa, de latas, de vajilla, de papeles.
—Por eso llamo a la hija. para que arregle.
El proceso de cosecha de la uva —en variedades diversas: thompson, ralli, regló, flame— empieza con la poda, sigue con el raleo -se recortan las bayas sobrantes de los racimos hasta dejar sólo la cantidad necesaria (entre ochenta y ciento veinte) para que los granos no crezcan apretados y alcancen buen calibre— y termina con la cosecha y el packing, donde se seleccionan por color y tamaño, se empacan y se almacenan en un frigorífico. Eso, claro, si durante el proceso no arrasaron plagas, heladas, nevazones, si hubo sol y agua, si se consiguió mano de obra suficiente, si no hubo huelgas, si la uva alcanzó su punto justo de dulzor y fue arrancada de la planta en el momento exacto. Si todo eso sucede las uvas partirán hacia el puerto y de allí a Corea, Estados unidos o Europa, donde se venderán a dos dólares con cincuenta por kilo. De todo lo que la tierra produce no queda, en esta tierra, nada.
«Subsole Agricultura del futuro. Energía para 265 hectáreas de fruta» dice el cartel que se ve desde la ruta. Detrás, mil tre- cientos paneles plateados, mirando al sol, junto a un riacho angosto —el Copiapó—, lleno de algas y rodeado de arbustos rubios. Los paneles parecen la escenografía de una serie sobre la vida extraterrestre, o un zumbido: algo que está, pero que no se escucha, que no se ve.
—¿Quieres agüita?
Paulina Valenzuela sube todos los días hasta su oficina en medio de la nada con modos de secretaria de ciudad: tacones altísimos, jeans ajustados, maquillaje exacto. Ofrece agua — agüita— y bloqueador solar porque el panel que mide la radiación, en números que van desde su grado más bajo —1— has- ta su grado máximo —11— está en 7 y eso quiere decir que hay que mantenerse lejos de los rayos. pero a los temporeros no les queda opción y, bajo la bóveda tumultuosa de la sombra de las parras, en el fundo La Cantera, hay hombres y mujeres con gorras y trapos que les cubren la nuca y el rostro, extendiendo brazos y tijeras hacia racimos que mutilan con velocidad pasmosa. Las parras son altas, y su pelaje juvenil se alza a un metro ochenta del piso. Enerio Flores es supervisor y trabaja desde hace veinticuatro años en este fundo. Ahora controla el raleo de una variedad llamada regló que necesita que le dejen, apenas, ochenta bayas por racimo.
—No, si el raleo no es difícil. Mire, uno deja cuatro hombritos, bota tres, deja tres, bota tres, deja tres.
La emprende a tijeretazos caníbales contra uvas milimétricas y jura que no es una cuestión de fe: que después de lo que acaba de hacer quedaron setenta bayas.
—Yo soy agricultor. La minería no me gusta. Estas plantas las planté, las vi crecer. y es comida, es un aporte. Si nosotros no comemos piedras. y la vida no son cien años. La vida no son doscientos años. Son muchos años. Las generaciones que vienen la van a pasar mal.
Enerio terminó la educación secundaria a los cuarenta, se peló el lomo para enviar a sus hijos a la universidad, y, a pesar de que demoró veinte años en comprar su casa, no trabajaría en otra cosa. Debe ser, dice, culpa de aquella bolsa de papas.
—Casi treinta años atrás el dueño de una finca donde traba- jaba me preguntó si me quería llevar un saco de semillas de papas que estaban secas. Las llevé a un terrenito que tenía arren- dado. y fui preparando el terrenito con guano, y fui tirando un poquito de agüita por el surquito y las planté y las tapé. tapé eso y dejé el agüita corriendo todo el día por la melguita. y después me fui, y dije bueno, a ver si esto se salva. y un día cuando salí del trabajo me fui a verlas. y estaban así de altas. Las mecía el viento. Ese fue un año muy malo en la región. Llovió y después heló y vino un temblor muy fuerte, y yo tenía esas papitas. Mi trabajo y esas papas fueron como la bendición de Dios. yo les tuve fe a esas semillitas y esas semillitas nos salvaron. pero ahora no les veo mucho tiempo a los parrones de este valle, porque los mineros compran todo. y yo estoy bien, pero hay gente en la agricultura que no gana bien, y uno también tiene que ver eso. Acá, al final van a quedar los agricultores más grandes, los que pueden pagar la energía. Eso de los paneles solares me gustó. pero me parece que son muchos para generar tan poco. Creo que para alimentar todo el campo necesitan cuatro hectáreas de paneles. Entonces, o pone parrones, o pone paneles para sacar agüita.
El agua, aquí, es agüita. Como si fuera algo pequeño: algo que hay que querer.
La luz de la tarde es enorme y serena. El cielo azul como un empeño, como un puño.
Sobre la ruta caliente, la tierra parece paralizada, inmóvil.
Los domingos son una cosa seria en Copiapó, pero este do- mingo todo el pueblo está en la calle. Se eligen alcaldes, y los comercios y los kioscos y los puestos de fruta están abiertos bajo un cielo que es una cúpula de vidrio. En la esquina de Los Carrera y Maipú, bélgica atiende desde hace diez años su propia tienda de abarrotes donde se pueden comprar verduras, fiambres, pan, frutas secas, fósforos, aceite.
—En esta zona que era agrícola ya no se siembra lechuga ni cebolla ni nada. puras uvas hay, y todo para exportación. Lo más malito queda acá.
Bélgica se queja mucho. Se queja de que su hijo tiene diabetes y de que en el pueblo no hay nutricionista, de que ella tuvo cáncer de tiroides y de que se lo diagnosticaron mal, de que la ciudad está colapsada y de que casi no hay agua, de que todo es culpa de las minas pero también de los agricultores, y de que atrás de los mineros llegaron las mujeres y que ahora hay clubes nocturnos por todos lados.
—Las mujeres esas vienen infectadas. yo no soy racista, pero soy egoísta. Ellas vienen de Colombia, y se casan con cualquier gallo que encuentran en la calle, y le pagan para tener la nacionalidad chilena. y vienen también unos morenos que andan en negocios complicados, son usureros, prestamistas.
En la iglesia principal, frente a la plaza, la misa de doce está repleta de hombres solos. por todas partes hay sitios con nombres como Copacabana, Katherine o Entre Kaliffa, donde lo que mejor se vende es la carne. Viva. (...)
La exportadora de frutas Subsole, de Chile, recibió en 2002 un préstamo de siete millones de dólares de la CII para financiar los cultivos de uvas, kiwis, naranjas y aguacates de sus cien pro- ductores del desierto de Atacama, en el norte de Chile. A medida que crecía hasta sumar otros doscientos agricultores más, Subsole inició un proceso de reordenamiento interno para mejorar la calidad de su producción, que comprendió regular el uso de pesticidas en los campos, dar seguridad social a sus trabajadores y controlar el impacto de la siembra y cosecha sobre el medio ambiente, entre otras acciones. Cuando en 2008 completó ese proceso, la CII proveyó de otro crédito, ahora por un millón de dólares, a una de sus subsidiarias.
La empresa, que pasó de vender veinte millones de dólares a exportar siete veces más en apenas una década, dice haber aprendido con la CII que cada crédito implica ajustarse a requisitos estrictos de control de sus procesos. Con ese aprendizaje en mente, en 2012 respondió a las demandas de sus consumidores internacionales por una producción más limpia y responsable y comenzó a ensamblar una planta de energía solar en el desierto de Atacama. La electricidad que viene del sol ahora enciende las bombas de agua de la plantación de una familia de socios de Subsole, los prohens. La experiencia piloto permitió probar si era posible incorporar la planta a la matriz energética de Chile, que en 2014 puso en marcha, también en Copiapó, el mayor parque fotovoltaico de América Latina.
Este libro fue financiado por la CII/BID.