Foto de portada: Victoria Gesualdi
Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo.
Audre Lorde
Un sobreviviente sirve para otra guerra; una víctima no sirve para nada.
Anónimo
El comienzo fue un vendaval. Por motivos que tengo menos claros de lo que creía, me acerqué al feminismo. Fue a comienzos de los 80. Desalentada por la manera de vivir y juzgar la vida entre los militantes de las organizaciones de izquierda que resistían a la dictadura militar, junto a Horacio Tarcus comenzamos a explorar otras experiencias. Descubrimos en la militancia francesa nacida en Mayo del 68 y en la izquierda catalana de la revista El Viejo Topo todo un mundo de diálogos entre marxismo crítico y feminismo. Creímos que otra izquierda era posible y nos sumergimos en ese universo de lecturas. Puedo reconocer disposiciones más personales, experiencias adolescentes que me empujaron a la vida a través de la muerte, o tal vez que mi madre quiso que no fuera como ella. Decidí acercarme al feminismo y entré al primer grupo que conocí. Alternativa Feminista era un grupo relativamente nuevo, que por lo que pude entender en ese momento provenía de otro cuyas serias diferencias políticas llevaron a que se dividiera. Eran los últimos meses de 1984 y propuse editar una revista para el inminente 8 de marzo. Desde hacía años participaba en la ronda de los jueves de las Madres de Plaza de Mayo y al entrar en contacto con el feminismo, estas mujeres, que eran la vanguardia de la lucha contra el terrorismo de estado, se convirtieron de algún modo para mí en un interrogante. Pensé entonces escribir un artículo sobre ellas. Algunas en el grupo intentaron disuadirme: las Madres son “piolas” políticamente pero, desde el punto de vista feminista, son “reaccionarias” ya que defienden la maternidad y el rol de madres, decían.
Yo no estaba interesada en atacar ni defender ni a las Madres ni al feminismo ni a la maternidad, y principalmente porque las Madres me resultaban un acontecimiento —extraordinario en principio para ellas mismas— busqué el poco material que había disponible. En esos días en que estaba al acecho, un editorial del diario La Nación me iluminó. El escriba decía: “las Madres de Plaza de Mayo ejercen un terrorismo sentimental”. De repente, vi. Vi cómo en esa frase se encarnaba la consigna feminista “lo personal es político”, aunque fuera con una valoración negativa. No se trataba de elegir entre esto y aquello: por primera vez sentí que estaba pensando. A pesar del título que le puse —“Las Madres de Plaza de Mayo o cómo quitarle la careta a la hipocresía burguesa”— que hoy miro con benevolencia y hasta simpatía, fue el primer artículo feminista sobre las Madres que salió en el país, y no solo aquí. Hoy veo que si el título hablaba de hipocresía, el texto contaba una paradoja: sin ser las Madres de Plaza de Mayo feministas, en la práctica ponían en acción un poder femenino de transformación de la política.
No sé si es preciso aclarar que las Madres, un puñado de mujeres, se enfrentaron a la dictadura militar sin lo que entonces se llamaba formación política. Los militantes de izquierda decían que ellas “tuvieron bolas”, les resultaba incompatible que pudieran enfrentar a los milicos de turno sin ese atributo. El poder de otro poder les resultaba no sólo inconcebible, sino una ofensa a su virilidad. Era tan radical la experiencia de las Madres, tan paradójica, tan disruptiva respecto de las prácticas políticas tradicionales, que ni la militancia de izquierda ni la feminista alcanzaban a incorporarla. Era ineludible a la vez que indigerible.
Lo que sucedió con ese artículo fue vertiginoso e inesperado: pese a su sencillez y a la muy limitada circulación de los materiales feministas en ese momento, el grueso del grupo me interpeló por no escribir para Doña Rosa. Y porque no estaban de acuerdo conmigo, me acusaron de “antidemocrática”. Fue la primera vez que presencié esta operación, que acusa a las minorías de no ser mayoría. La cosa no terminó bien: el grupo fracturado, la conflictividad inherente al feminismo al rojo vivo.
Con tres o cuatro que estaban tan azoradas como yo empezamos a reunirnos para leer y pensar cómo funcionaban las relaciones de poder dentro de los grupos feministas. Discutíamos también los vínculos entre feminismo y capitalismo, y si para ser parte del primero debíamos combatir lo segundo. Creíamos que sí. Hoy, que esa ilusión me ha abandonado, pienso que esta discusión es insoslayable para cualquier acción y teorización feministas. Escribimos un folleto titulado Feminismo y política (Contribución al debate en el feminismo argentino) que fue el puntapié para la formación de un nuevo grupo feminista. Gracias al artículo sobre las Madres me había encontrado con María Moreno, con quien armamos, junto a otras, el grupo Mujeres en Movimiento, reeditamos ese folleto y sacamos una revista (un único número que con los años se me revela más complejo que entonces). En mi artículo yo intentaba atrapar qué hacía el alfonsinismo cuando proponía el slogan —¿femenino?— de la democracia como “una entrada a la vida” frente al símbolo del poder encarnado en las botas y los militares, clásicos emblemas de lo viril. María escribía sobre el aborto haciendo explícita la reflexión acerca de cómo los argumentos que usamos encubren la índole eminentemente política de la cuestión, en una nota donde su mejor argumento era el humor; y volvíamos al tema del aborto en la contratapa con consignas que simulaban grafittis callejeros. También publicamos una nota sobre Hilda Nava de Cuestas, la última presa política en años de democracia, y otra de la feminista italiana Lea Melandri contra el ascetismo rojo, la pacatería de la izquierda y una concepción miserabilista del deseo. Después de generar varias experiencias, este grupo se disolvió sin romperse. Ahora supongo que ninguna de nosotras tenía vocación de liderar y no estábamos preparadas aún para la autogestión.
En ese momento no había en la Argentina ley de divorcio ni de patria potestad compartida; hubo que esperar hasta junio de 1987 para que si un hombre y una mujer separados decidían vivir con otra persona bajo el mismo techo, dejaran de ser considerados por la ley como adúlteros (técnicamente lo eran, ya que no podían divorciarse), delito punible con la cárcel. La inexistente ley de divorcio afectaba a varones y mujeres por igual —ninguno de los dos podía volver a casarse—, pero la situación de ambos era escandalosamente diferente. Para que una mujer fuese adúltera, bastaba con que engañara una vez al marido; éste recién lo era si tenía una manceba, dentro o fuera del domicilio conyugal. Una de las lecciones más interesantes de este dato histórico es que hasta hace menos de treinta años la desigualdad sexual, jurídica, civil y penal entre mujeres y varones era el abismo, para decirlo en dos palabras, entre un polvo y un bulín. Y pese a que en 1995 fue derogado el artículo del Código Penal que criminalizaba el adulterio, y con ello la desigualdad histórica de este delito, en las costumbres cotidianas sigue en pie —los femicidios de cada día dan testimonio de esta permanencia.
En 1989 escribí el segundo artículo que se publica en este libro: “¿Nos quieren muertas? No hay violación sin consentimiento”. Inés Hercovich me había invitado, muy generosamente, a trabajar en una investigación sobre violación sexual. Lo generoso era que me invitaba a pensar. Nos sumergimos en la literatura feminista de la época sobre violación sexual. Amargo y vivificante choque con las teorizaciones feministas académicas, que en el país todavía no existían. El tono general de los discursos estaba más cerca de condenar a los varones que de escuchar a las mujeres; más cerca de contradecir a los acusadores que de soportar cómo la experiencia de una mujer violada no cabía —y sigue sin caber— en el relato que le piden que cuente para creerle.
En esa estrategia especular se sacrifica lo que las mujeres violadas tienen para decir: que fueron protagonistas y no sólo víctimas de la violación, que fueron vencidas y que lo que sucedió es un acontecimiento de carácter sexual aunque de ninguna manera deseado. Cuando las mujeres cuentan lo que les sucedió —un hecho sexual y violento— quedan excluidas de los discursos que, entonces y ahora, afirman que la violación es un hecho de poder y de violencia que excluye por definición la dimensión de la sexualidad.
Esas transacciones era posible vislumbrarlas hace ya tres décadas. Quienes defendían a las mujeres desde el feminismo buscaban protegerlas legitimándolas como puras víctimas ante la ley. Un cuerpo limpio, ajeno al poder, despojado de voluntad y de acción, inocentes pasivas, a merced. Ser inerte como carta de presentación de una víctima adecuada al mercado del reconocimiento.
Con el ánimo atravesado por la proximidad desafortunada entre los discursos feministas y los discursos que victimizaban a las víctimas, unido al desagrado que me produjo el desplazamiento del término “feminismo” (que hasta la irrupción del Ni Una Menos era eludido por la mayor parte del movimiento de mujeres, y por la mayor parte de las mujeres con poder en los espacios públicos) hacia el más aséptico “estudios de género”, más admisible para el establishment, tomé cierta distancia.
Hasta que en 1994, intentando transmitir en un seminario de filosofía, al que asistían varias feministas, qué quería decir Nietzsche con la frase “La Iglesia les repugna [a los librepensadores] pero su veneno, no”, atrapé al vuelo la forma que había adquirido el debate del aborto en la última década. La controversia se había convertido en un campo de disputa por los derechos humanos. Los valores liberales invadieron el debate hasta colmar todos los casilleros. Si hasta los ’70 se enfrentaban defensa de la familia versus revolución sexual, maternidad obligatoria frente a liberación de la mujer, desde los ´80 se impuso, tanto para condenar el aborto como para legalizarlo, el discurso de los derechos humanos. Casi una visión, una visión hereje: los dos términos más prestigiosos de los derechos humanos —Vida y Libertad— se enfrentaban a muerte. ¿Cómo comprender que los derechos humanos, que en nuestra historia reciente parecían estar tan unívocamente en contra de los opresores y a favor de los oprimidos, fueran un argumento válido para condenar a las mujeres abortantes? ¿Cómo concebir que el mismo fundamento sirviera para avalar su prohibición y su legalización? Afectiva y conceptualmente, era un escándalo.
En ese momento, sin que lo buscara, me llegó la propuesta de escribir un libro sobre el aborto. Me llevó años encontrar el tono de voz: el desafío político-teórico era, también, un desafío poético. Las conversaciones con Daniel Martucci, su presencia y su perfecta inadecuación con el funcionamiento del mundo, fueron vitales. Y se le extraña.
Esa búsqueda de la forma me hizo tropezar con que yo hacía afirmaciones que no podía encarnar. Cuando una escribe, piensa. O sea, una escribe porque hay cosas que sólo escribiendo pueden llegar a ser pensadas. Decidí escribir un libro para lectores atentos pero no cómplices. Entonces, tuve que pensar. Pensar lo que cotidianamente daba por sentado. Pensar cómo hablaba, qué decía, a quién me dirigía y qué quería. Descubrí que hablaba en clave y me encontré con fórmulas que nunca había pensado, que eran ajenas a mi experiencia y que hasta se volvían en mi contra. Hacía casi mil años que estaba a favor de legalizar el aborto, y ahora no podía sostener sin ser cínica que al abortar había sido libre, que la mía había sido una “elección libre”. Fue una conmoción. Me vi imposibilitada de pronunciar, letra por letra, las consignas a las que, supuestamente, adhería. Estaba en una encrucijada ética: ¿cómo podía defender lo que quería con argumentos en los que no creía?
Me di la cabeza contra el discurso de los derechos humanos, con la ilusión de la autonomía, el mito del individuo y su propiedad de sí. Además de Nietzsche, Marx y Arendt me acompañaron (¿me conminaron?) en ese camino.
Así, el fenómeno del aborto terminó convirtiéndose para mí en un prisma, una lente caleidoscópica enloquecida que mostraba lo que no había que mostrar o ver. Hacía unos años había visto cómo la experiencia de las mujeres violadas era sacrificada a una defensa que no saca los pies del plato: una defensa mareada por los argumentos patriarcales, capturada en desmentirlos. Ahora comprobaba cómo este sacrificio se repetía en los discursos por la legalización del aborto. El problema consistía —consiste— en quién diseña el campo donde discurre el debate. Una muestra de cómo triunfa el opresor: mantener ocupados a los oprimidos con las preocupaciones del amo (Audre Lorde). Compartiendo estas espinosas intuiciones con María Moreno, me conminó a escribirlas para la revista La Ghandi. Así salió en 1998 “El aborto como derecho humano: una defensa imposible”, el embrión de mi libro Fornicar y matar.
Un vértigo de conexiones con otros problemas invadió el “objeto” aborto: nuevas tecnologías reproductivas, fertilización asistida, subrogación de vientres, eutanasia, infanticidio, anticonceptivos, prostitución, democracia como monopolio de la violencia, derechos humanos, trasplante de órganos. Si el cuerpo no cabe en el derecho, y está siempre en exceso o en defecto para la política, cómo hacer de ese imposible una potencia activa. El tema del aborto dejó de ser un “tema” para ser una especie de gran articulador, prisma y filtro, tamiz y caja de resonancia. De aquí salió “El sexo, la madre, la ciencia, la muerte y la puta”, quinto ensayo de este libro.
La trama entre aborto y nuevas tecnologías reproductivas me resultó apasionante. Se desarrollaba allí un sordo combate entre la Vida y los desvíos de la Naturaleza. El aborto apareció como la “parte maldita” del embarazo, y la maternidad —idealizada— como una expresión de la naturaleza. Pero hete aquí que no sólo el aborto se desviaba de la naturaleza, sino que en el interior mismo de ésta había un desvío, una imperfección ocasional que debía ser asistida tecnológicamente para que pudiera cumplir su misión: la Vida, nunca la Muerte. Quedaba de manifiesto que la intervención humana en la interrupción de un embarazo era contranatura mientras que la intervención humana para hacer fértil a una estéril era natural.
En este escenario saltaron a la luz los límites de los reclamos de derechos: la legalización del aborto, que lo libera de la clandestinidad, con su carga de peligro, culpa y criminalidad, no evita a las mujeres embarazadas tener que decidir sobre las vidas que vinieron a gestarse contra su intención. Un trance —subjetivo, político, social, metafísico— de decidir sobre si nacerá o no esta vez un nuevo ser a la comunidad, una experiencia intransferible que ningún argumento, ninguna explicación, atraparán jamás. Cuando una mujer que quiere no puede y una que puede no quiere, la consigna “Hijos si quiero y cuando quiero” se revela como una consigna patética. No poder tener un hijo no es lo mismo que no querer tenerlo; rescatemos la intensidad de la experiencia de la mediocridad de los argumentos que pretenden legitimarla.
Otra relación opaca pero evidente se da entre aborto e infanticidio; para entrar ahí hay que salir del debate circular del aborto. ¿Quién tiene el poder sobre la vida, sobre la vida de los hijos?: ese fue el interrogante que me planteé. Me encontré con que el patriarcado no se trataba —sólo— de la opresión de las mujeres. De San Pablo a Danton, de la Iglesia al Estado, se había ido recortando el poder del paterfamiliae y aquí estábamos nosotras, creyendo que todo siempre había sido igual y nosotras veníamos a romperlo ahora. En cuanto a la Iglesia católica, comencé a sospechar de su insistencia en que desde siempre prohibió abortar. Aunque desconfiar de esto fuera más difícil que creerlo, decidí buscar en sus fuentes, desde la Biblia hasta los Santos Padres y después. Y entendí con un inesperado placer que la mejor estrategia consiste en oponer a la iglesia contra la iglesia.
Hoy el aborto es tal vez la conducta más discutida y polémica, en la calle, en la casa, en las universidades, entre los políticos, los médicos, los juristas. Lo fue históricamente también entre las feministas. Desde hace casi tres décadas se ha convertido en una pieza clave del ajedrez político de muchas naciones, punto esencial en las plataformas electorales, abismo en el mapa de los alineamientos políticos convencionales. De algún modo, una nueva versión de las terribles guerras de religión del pasado. Las posiciones a favor o en contra de legalizarlo exceden el marco de coincidencias ideológicas que caracterizan las alianzas entre los grupos de derecha o los de izquierda, se quiebran solidaridades dentro de los partidos y dentro de las familias. El adentro y el afuera, lo personal y lo político, lo privado y lo público, irrumpen como límites problemáticos, molestos, fluidos y poco solubles. Las conversaciones con María Mascheroni fueron vitales para pensar estas oposiciones, para develar su carácter tan preciso como inapresable, y lo siguen siendo para deshacerlas.
En 2012, cuando los médicos reaccionaron corporativamente al fallo FAL de la Corte Suprema que les mandaba realizar los abortos no punibles (que el Código Penal exceptuaba de condena ya desde 1921), el doctor Jorge Luis Manrique me invitó a escribir en la revista del Hospital Evita. Él había escrito un artículo en contra de esa liberalización del aborto no punible —en especial el aborto por violación— y conociendo mi postura a favor de descriminalizar el aborto en todos los casos sin excepción, me invitaba a responderle. En ese momento yo me sentía malamente interpelada por varios frentes. Por un lado, la agresiva respuesta de los profesionales de la salud contra las directivas de la Corte Suprema; por otro, la automática equivalencia que hacía el espectro progresista entre objeción de conciencia y antifeminismo.
La invitación me empujó a pensar qué se les jugaba a los médicos cuando, obligados por la instancia suprema de la ley, tenían que aceptar la indicación de mujeres que les exigían un aborto legal. Antes o en vez de arremeter contra la intolerancia médica, me pareció interesante pensar cuál era el contexto en que se daba esta indignación del cuerpo médico. Si bien el poder médico sigue en aumento, la proletarización de los médicos también. Entonces había que inscribir esa reacción tomando en cuenta, por ejemplo, la creciente ola de juicios por mala praxis, con su consecuente pérdida de impunidad pero también de responsabilidad. De aquí se desprende un cuadro menos ordenado y menos evidente. Porque si bien es posible ser feminista sin ser anticapitalista, no es posible ver las formas con que se actualiza el patriarcado sin tener en cuenta las estrategias del capitalismo sobre la vida. (Un fenómeno distinto al del poder médico pero pertinente a este respecto es la reciente estafa conocida como “El telar de la abundancia”. Con el uso descarado e inescrupuloso del discurso feminista, en especial apelando a la “sororidad” y al “empoderamiento” entre mujeres como ética antipatriarcal, la vieja estafa piramidal disfrazada de economía colaborativa que viene desde hace décadas captando incautos, tan ingenuos como codiciosos, a través de los discursos en boga, esta vez con imágenes de flor, telar, dólares y mandala, atrapó en sus redes las ilusiones y deseos típicos de la sociedad de consumo de muchas mujeres, incluso activistas feministas.)
En el 2015 el Ni Una Menos sorprendió no sólo a quienes veníamos haciendo cosas desde hacía años, sino incluso hasta a quienes lo gestaron. La propia concurrencia estaba alucinada. Algo nuevo estaba surgiendo —con las mujeres, entre las mujeres, en una dimensión vivenciable masivamente y adquiriendo un sentido político. El feminismo no sólo había dejado de ser un término elitista, o vergonzante, rechazado, para convertirse en una palabra capaz de subvertir los juicios sobre la vida cotidiana. En el 2018, luego de tres años de caldo de cultivo rizomático, anónimo, popular y contagioso, este fermento se mostró insólitamente fecundo: tras siete negativas, el Congreso de la Nación finalmente iba a tratar el proyecto de legalización del aborto. Un flujo no negociable asaltó las calles, una rabia creativa, una presencia insólita, una combatividad rebelde a las formas tradicionales. Las semanas en que se debatió el aborto, era el tema excluyente principal arrebatando las mesas de los colegios, de la cancha de fútbol, de la cena y de la cama. El pañuelo verde urticó, movilizó a la opinión pública de una manera que atravesó todos los filtros, todos tenían algo que decir. Fueron tan fecundos que esta vez casi podríamos decir que el movimiento de especularidad se invirtió y los pañuelos celestes surgieron como reacción.
Nuevas estrategias del neoliberalismo, naturalización del capitalismo como horizonte (más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, dijo F. Jameson), los derechos humanos como techo de la imaginación utópica, la democracia como fetiche, la centralidad de la víctima, la cooptación de las tradiciones combativas en un lenguaje uniforme que unifica activismo, academia, ongs, norte y sur, inclusiones y exclusiones. Sociedad de control de la cual no quedan afuera los feminismos, y pueden ser tal vez hoy incluso su emergente más visible.
En este contexto, y en el marco de la ofensiva global contra la “ideología de género”, la marea feminista invita a que asumamos viejos desafíos que, al volverse masivos, toman otro cariz. La ola de denuncias de figuras públicas por abusos sexuales, eco del Me Too surgido en Hollywood en la entrega de los premios Oscar en octubre de 2017, provocó debates con el feminismo y entre los feminismos, tensiones entre el deseo de generar algo nuevo y el atrapamiento. Echemos una mirada sobre el entusiasmo y la adhesión con que fue recibida masivamente la consigna “Yo te creo, hermana”. Frente a una sospecha a priori —expresada en qué habrás hecho, qué tenías puesto, para qué fuiste y por qué subiste— se oponía una confianza a priori. Nuevamente la respuesta especular, nuevamente la reacción en espejo frente a la acusación. Al servicio de rescatar a las mujeres de la infame condena, el “Yo te creo”, sin embargo, comprometió su posibilidad de escucharlas. Esos insoportables puntos ciegos que no entran ni en la moral ni en el derecho. Porque las mujeres no decimos La Verdad (¿quién sí?); decimos lo que podemos, lo que no incomode demasiado, lo que nuestras amigas, nuestras madres, nuestras parejas, querrían o necesitan escuchar para seguir queriéndonos.
Me interesó acompañar los avances del movimiento, pero más todavía pensar las aporías a las que conduce poner a nuestro servicio el discurso del amo. El movimiento especular parece difícil de evitar. ¿Se acuerdan del veneno de la iglesia?
Todo movimiento de lucha necesita de consignas. Pero ninguna consigna puede atrapar la experiencia. Y la distancia entre discursos y experiencia es cada vez más honda. El gran atajo fue el lenguaje de los derechos. Todo movimiento de lucha por derechos necesita de estrategias jurídicas. Pero con la creciente apelación al discurso jurídico, la experiencia fue quedando cada vez más lejos de los discursos que pretenden representarla. La telaraña jurídica envuelve casi todas las luchas contra la opresión en la ilusión de que se trata de legislar, denunciar y castigar.
Solemos asimilar derecho y moral. Solemos juzgar que las leyes son buenas, o correctas, o justas, cuando reflejan la propia moral. No es lugar aquí para desarrollar que el derecho moderno se funda justamente en la separación entre derecho y moral. Esto es precisamente lo que significa libertad de culto y libertad de pensamiento: morales diversas y un mismo derecho para todos. Entonces, que los movimientos contestatarios busquen moralizar las leyes, o convertir en derecho la propia moral, no los hace más fuertes aunque sí más dependientes del control del Estado, lo condenen o no.
Así como hubo una alianza imaginaria entre la ciencia y la liberación de la mujer (la tecnología anticonceptiva como medio para sustraerse al mandato de la maternidad obligatoria) hoy se presenta una alianza mucho más férrea entre derechos individuales y feminismo. La primacía de las víctimas sobre la figura de los vencidos va acompañada de la creencia en que el derecho puede resolver las injusticias de la historia y las tragedias de la vida. Simone Weil echa por tierra esa ilusión: “Es imposible, cuando se hace un uso casi exclusivo de la noción de derecho, mantener la mirada fija sobre el verdadero problema (…) Una joven a quien se está metiendo a la fuerza en un prostíbulo no hablará de su derecho. En semejante situación, esta palabra parecería ridícula a fuerza de insuficiencia”. Insuficiente en primer lugar porque cualquier acción legal posible en nada se parecerá a la justicia, y porque su cumplimiento, fallido o exitoso, favorecerá más a la coherencia interna del estado que a la persona cuyo derecho ha sido damnificado. La confianza en que el estado acepte, encarne y represente los reclamos feministas implica abdicar nuestro poder y nuestro querer. Y entraña una delegación de ambos que amenaza perfilarse como un sustituto degradado de la emancipación.
¿Cómo quebrar ese sojuzgamiento a estos ideales, la vanidosa pertenencia a lo que no inventamos? ¿Qué hacer con aquellas sensaciones, deliciosas o inconvenientes, que chocan con nuestra elevada conciencia, que nos vuelven ajenos, alertas, inadvertidamente humanos, esclavos fugazmente liberados de una ética despojada de cuerpo? ¿Cómo romper la fascinación de la condena moral, el anzuelo de la crítica como contrapoder, el regodeo de estar del lado del bien?
Más acá del bien y del mal. Este título no llama a abandonar las categorías del bien y del mal sino a algo más humilde: retroceder un paso antes de aplicarlas, hacer silencio para escuchar lo inarticulado de una vivencia que no encuentra representante ni concepto; descubrir, con estupor o con sorna, que nuestras experiencias no entran de inmediato en la grilla del bien y del mal. Están más acá, aunque no sepamos dónde queda esa zona.