Por: Ezequiez Vázquez Grosso
Hacía dos años que no pasaba tiempo con mi viejo pero era navidad y ya no había pretextos. Faltaban sólo tres días para los festejos, yo no tenía nada para hacer, y sabía que él iba a pasarla probablemente solo. Ahí fue que de un solo impulso agarré el teléfono y lo llamé a mi hermano. Che, vos me dijiste que alquilabas una casa en Carlos Paz. ¿Te parece que lo invitemos al viejo? Mi hermano tampoco soporta esas discrepancias de mi padre, que cada dos palabras te manda a la mierda y es un experto en generar ambientes incómodos en cualquier mesa. El asunto era arriesgado. Yo lo sabía. Y es por eso que le dije: vos no te hagas problema, yo me hago cargo.
Las distancias a veces son necesarias. A diferencia del supuesto monstruo del cual había decidido alejarme hacía unos años, me encontré en la terminal de ómnibus con un hombre un tanto sobrepasado de peso, de aspecto fatigado, al que lo había comprometido a comprarme un sándwich que me entregó casi que con timidez, casi que con cierto respeto. Enseguida pude darme cuenta de algo: mi padre ya estaba envejeciendo. La imagen que guardaban mis recuerdos de un hombre quejoso y bestial que lo único que hacía era sacar un palo apenas uno hacía andar una rueda era ciertamente real pero ahora se sumaba otro aspecto: ese modo lo había aniquilado por dentro. En ese tiempo mi padre había envejecido, ya estaba ingresando en esa época de la vida en que cada mes que pasa empieza a dejar una marca, y si esos meses son duros, las marcas son profundas.
Ese fin de semana, mi viejo actuó como era de esperarse. Trató de una manera espantosa a mi hermano, se peleó en cada comida con todos los presentes hasta que se cansaba y se iba a acostar solo. Sin embargo, por fuera de todo eso, algo nuevo ocurrió. Yo siempre había creído escuchar lo que decía mi viejo. Es decir, escuchar sus quejas, su manera de despotricar contra los políticos y empresarios, contra toda una Argentina que lo había dejado desocupado, que lo había condenado a una pensión oscura y desordenada. Sin embargo, de repente, algo por fuera de todo eso ocurrió. Por primera vez en mi vida, por debajo de todas esas quejas, por debajo de toda esa impúdica manera de relacionarse con el otro, pude oír una voz pequeña, una voz que, de algún modo, al fin, estaba intentando decir algo de lo que quería. Fue la única vez que pude escucharlo. Y quizás sea la única. En un momento de silenciosa dispersión, la última noche de nuestra estadía, mi viejo miró con cierta nostalgia la pileta y dijo para sí: que lindo estaría para meterse. Y entonces fue que yo supe que al fin había ocurrido. Al fin, había llegado mi momento.
-Ey viejo -le dije casi en un susurro. Ey viejo, vamos. Dale, yo te acompaño.
El viejo no largó sonrisas. El viejo no larga sonrisas. Le cuestan. Le cuestan tanto que casi se las ha olvidado. Igual, por primera vez, no dijo nada. Ningún insulto se le atravesó por la cabeza. Simplemente dio media vuelta y se fue a la pieza. Esta vez, en busca de su malla.