Ensayo

Economía y redistribución del ingreso


Con la plata de mis impuestos

En un contexto de crisis y ampliación de la desigualdad, las y los argentinos apoyan la creación de mayores impuestos a la riqueza. Pero si la mayoría de la población se autopercibe como clase media, ¿quién debe pagarlos? Pensados a veces como reparación, otras como un castigo, la ciudadanía oscila entre el rechazo a financiar el Estado y la demanda de servicios públicos de calidad… pero que paguen los otros.

Silvina Batakis necesita calmar a un mercado inquieto. En su primera conferencia de prensa, un lunes antes de que se inicie la actividad financiera, rodeada de ministros dijo:

Creo en el equilibrio fiscal. El Estado no está para ahorrar pero debe ser solvente. Eso le da prestigio como actor de la economía nacional. 

La nueva Ministra de Economía habló también de brecha cambiaria, de cumplir con las metas pautadas con el FMI, de garantizar la administración eficiente de los recursos del Estado, de un mundo en desequilibrio, de guerra y de inflación. Pero de impuestos no dijo una palabra. No se debe empezar una gestión con el pie izquierdo. 

Hay pocas cosas más difíciles que cobrarles impuestos a los ricos. Aún en un país en el que 4 de cada 10 personas son pobres. Solo una pandemia hizo posible, en mucho tiempo, un instrumento fiscal progresivo y novedoso que, aún con conflictos y tensiones, goza de una amplia legitimidad en la opinión pública: el Aporte Solidario y Extraordinario, establecido por la ley 27.605. Argentina, Bolivia y Chile fueron los únicos países de América del Sur que lograron implementar medidas de este tipo. Incluso miembros de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) , como Suiza o Italia, vieron frustradas estas iniciativas. Pero la normalidad post-pandemia diluyó el contexto “extraordinario” y, junto con él, el consenso que el impuesto había generado. 

¿Por qué no volver a discutir la necesidad de implementar transformaciones en el modo de financiar el Estado que adopten criterios de progresividad? La cuestión impositiva es un problema técnico, sí, pero también es un problema político. Y no hay solución política posible si no entendemos qué piensan las y los argentinos sobre los impuestos a la riqueza. Sobre eso tenemos dudas, pero también varias certezas. 

Qué sabe el hombre araña de impuestos

Entre los mitos argentinos no falta la calle más larga, el río más ancho, la carga impositiva más pesada del mundo. Pero una cosa es la presión fiscal y otra la progresividad/regresividad impositiva. Es decir: una pregunta es si cobramos muchos o pocos impuestos y otra muy distinta es cómo distribuimos esa carga. 

Sobre si la presión fiscal es alta o no en Argentina hay miradas contrapuestas, dependiendo de los parámetros comparativos que se tomen: es mayor que el promedio sudamericano y es menor que el promedio de la OCDE. 

Sobre lo que no se debate tanto es su regresividad. Detengámonos en esta segunda dimensión. El Estado puede apostar por:

A. Gravar  el consumo (es decir, que proporcionalmente paguen más los sectores de menores ingresos).

B. Gravar los ingresos económicos altos (que las alícuotas varíen en función del poder adquisitivo). 

A riesgo de ser esquemáticos: toda América Latina tiene un sesgo regresivo (modelo A) y todos los países nórdicos tienen un sesgo progresivo (modelo B). 

La diferencia entre nuestra región y los países de la OCDE es abismal. La distribución del ingreso cambia poco antes y después del cobro de impuestos: en América Latina la desigualdad de ingresos desciende 4 veces menos que en la OCDE post impuestos.

“Que todos paguen lo mismo” -algo que sucede en nuestro país, por ejemplo, con el Impuesto al Valor Agregado- puede parecer una postura abstractamente equitativa. Sin embargo, tiene consecuencias contrarias a la igualdad. ¿Por qué? Los sectores de menores ingresos gastan todos sus recursos en consumo, la porción que aportan al sostenimiento del sector público es muy alta. Los sectores de mayores ingresos, en cambio, solo gastan una parte de sus recursos en consumo, mientras que pueden dedicar otra porción al ahorro y a la inversión. 

Los argentinas y argentinos están a favor de que el Estado implemente políticas firmes para reducir la desigualdad entre ricos y pobres.

La idea de progresividad atiende a este criterio por equiparar en términos relativos -no absolutos- lo que cada una y uno aporta para el sostenimiento del sector público. Aspira a una estructura impositiva con la perspectiva ética del tío Ben: un gran poder (adquisitivo) conlleva una gran responsabilidad (pública). 

Si dejamos entre paréntesis una serie de factores técnicos que complejizan la cuestión (individuos vs. sociedades o empresas, elusión y evasión, salario vs. ganancia, equidad horizontal y vertical, entre otros), ¿quién puede oponerse  a que los impuestos deben contribuir a la igualdad? Nadie. 

Rico es el otro 

En nuestro país, el 55% de las y los argentinos apoyan la creación de mayores impuestos a la riqueza, según la Encuesta nacional sobre la Estructura social de Argentina y políticas públicas durante la pandemia por Covid19 (ESAyPP/PISAC-Covid19) de 2021.

El 60% se manifestaron de acuerdo con la creación del Aporte Solidario en la pandemia. El 57% de los encuestados por Latinobarómetro en 2020 sostienen que quienes más ganan dinero más deben pagar en impuestos. Dos años antes, Barómetro de las Américas arrojaba tendencias similares: el 48% se manifestaba a favor de que los ricos paguen mucho en impuestos pero reciban poco en servicios del Estado. En anticriollo a eso se le llama progresividad. 

De acuerdo con Latinobarómetro, sólo un 25% de los encuestados cree que la estructura impositiva debiera ser regresiva (que todos paguen por igual) o que no deberían existir los impuestos. El 37%, que deberían pagar impuestos las personas ubicadas entre el decil 7 y el 10 -los más altos de la escala-. 

La dificultad para consolidar reformas fiscales progresivas no se debe a que la población adhiera masivamente a idearios libertarios antiestatistas. Todo parece indicar lo contrario: según Barómetro de las Américas, más de 7 de cada 10 argentinas y argentinos están a favor de que el Estado implemente políticas firmes para reducir la desigualdad entre ricos y pobres.

Sin embargo, una buena parte de la población infra o sobrevalora su propia posición en la estructura social: más del 56% de las y los encuestados de Latinobarómetro se ubican a sí mismos entre los deciles 4 y 6. Sumados a los peldaños inferiores, llegan al 85%. Esto distorsiona indefectiblemente el modo en el que piensan que los impuestos afectarán el dinero en sus bolsillos. Con un 40% de pobres y un 80% que se autopercibe de clase media, difícil saber qué fracción es la que pagará los impuestos a la riqueza. 

Reparar o castigar

¿Quiénes están arriba y quiénes abajo en una sociedad en la que todos se sientan en las butacas del medio? ¿Cómo se dibuja una pirámide social con hipertrofia de centrismo identitario? En el estudio “Disputas por la Igualdad a partir de la Crisis Covid19 en Argentina”, que realizamos junto a Daiana Monti y Martina Moriconi, coordinado por Gabriel Kessler y financiado por CLACSO, encontramos dos grandes imágenes de sociedad en conflicto. 

La primera, empapada del relato del peronismo histórico, se dibuja como una pirámide dividida por una grieta horizontal: una separación estructural entre una elite concentrada con intereses desterritorializados y caracterizada por la fuga de dólares (en alguna época se le llamó oligarquía) y una gran base popular y heterogénea (el pueblo trabajador). 

La segunda imagen, mucho más reciente en el tiempo, se dibuja casi como un círculo atravesado por una grieta vertical, que separa menos posiciones desiguales que universos morales. Esta última imagen representa una sociedad dividida en mitades, una de las cuales trabaja, mientras que la otra vive de esa que trabaja. Una versión terrenal de la geografía cambiemita de las elecciones: la Argentina pampeana productiva con preferencias liberales versus la Argentina conurbana, norteña y patagónica que vive de los subsidios y los planes y es fuente de votos para el peronismo. 

Ambos dibujos construyen la legitimidad a favor o en contra de los impuestos a la riqueza basados en definiciones morales de los sectores que los pagan y los sectores que recibirían sus beneficios. 

Quienes conciben la sociedad como una pirámide con una cima escindida de su amplia base consideran que los impuestos a la riqueza son una reparación mínima contra una acumulación excesiva e injusta. Las elites en este esquema son, por definición, fugadoras, están enfrentadas a los intereses nacionales. 

Quienes conciben a la sociedad como una grieta, que divide en mitades a quienes trabajan y quienes viven del trabajo de otros, ven a estos impuestos como un castigo contra los que quieren progresar. Como un desincentivo a la inversión privada (aunque está demostrado en la historia reciente que ningún período de descuentos impositivos haya hecho crecer, per se, la inversión privada). 

Pero no hay que confundir las resistencias o rechazos políticos a los impuestos a la riqueza con tendencias elitistas, ni con pensamiento libertario, ni con una cultura política antiestatista. Nos pensamos como una Australia atrapada en el cuerpo de una América Latina: no es que esté mal cobrar impuestos altos, lo que está mal es cobrarlos en Argentina. Bien puede la ciudadanía esperar servicios públicos noruegos pagando impuestos argentinos.

La caja negra del Estado

Todos los meses, el contribuyente paga la luz, el gas, internet, la suscripción a una plataforma de streaming, la cuota del club, el impuesto inmobiliario y ganancias. Se trata del flujo de dinero constante que sale de su bolsillo. La distinción estricta de estos gastos en servicios privados, servicios públicos e impuestos es abstracta. Y al mismo tiempo, es una preocupación de todos los días. 

El problema de legitimación de los impuestos (progresivos o regresivos) no está -necesariamente- en la pregnancia del (neo)liberalismo en nuestra población, sino en las concepciones que tenemos sobre el Estado. En ese pensamiento popular kafkiano que percibe al sector público como un motor viejo que consume demasiado combustible para lo poco que mueve la carrocería. El Estado se concibe como una maquinaria tan pesada y compleja que termina por ser incomprensible: ¿qué se hace con el dinero de los contribuyentes? 

Los impuestos se suman, entonces, a la lista que conforma la retórica del exceso, eje de la crítica contra las políticas de la primera década del siglo XXI: grasa sobrante del Estado, costo laboral, presión fiscal. La generación de recursos para el sector público es codificada como multa, penalidad o castigo. En el extremo, un robo. 

No es que esté mal cobrar impuestos altos, lo que está mal es cobrarlos en Argentina.

La facilidad con la que los llamados “poderes fácticos” dinamitan el consenso público sobre casi cualquier política redistributiva que incluya al Estado, reside menos en la propia legitimidad de esos poderes que en la ilegitimidad de la burocracia pública. La resistencia ciudadana a los impuestos a la riqueza no debe leerse tanto como una simpatía social para con los ricos, sino como una antipatía popular para con los políticos -y en parte, por carácter transitivo, para con los empleados públicos-. La retórica de la casta no inventa nada del todo nuevo y no hubiese tenido el éxito que detenta si no se asentara en la activación de una fibra de sensibilidad popular que la antecede y que tiene raíces históricas profundas. 

No todos los ricos son iguales

Hay algo de estructural en las reformas fiscales progresivas. Esa solución “de raíz” es lo que genera oposición tan encarnizada en sectores concentrados. Pero entre estos y la militancia progresista, convencida de los efectos positivos de este tipo de medidas, hay un mundo de ciudadanos que no se oponen a la ética del tío Ben. Lo que rechazan es que el sujeto del gravamen sea un actor económico que genera empleo, o divisas, o producción real. 

Para el ciudadano promedio la ganancia empresaria puede estar asociada a la generación de empleo. No así la bicicleta financiera. Esas también son grietas, y por ellas se puede colar la igualdad.. 

Sin brújulas que nos orienten en el mundo social, las barreras entre ricos y PyMEs parecen muy difusas. Según los datos de la revista Forbes 50 personas en Argentina acumulaban en 2020 más de 46 mil millones de dólares, un monto superior a las reservas del Banco Central. El “no son todos lo mismo” aplica también a las elites. Si no reconocemos su heterogeneidad, perdemos. 

Pedagogía para la igualdad

La crisis continúa. ¿Cuánto de la excepcionalidad que legitimó el Aporte Solidario nos puede servir para construir consenso en torno al Impuesto a la Renta Inesperada? ¿Cómo salir de la trampa de la presión fiscal para discutir la distribución de responsabilidades y pesos? 

La sociedad entera no se volvió libertaria. La doble vara para aceptar los impuestos europeos y rechazar los argentinos se comprende por la preocupación que genera la corrupción en el Estado. Si a esto le sumamos la sensación de que todo dinero que entra al sector público es abducido por una especie de agujero negro sin destino evidente, quizás empecemos a encontrar una clave de acción. 

Explicar y dar cuenta del gasto público no es una demanda desestabilizadora, sino una necesidad política del campo popular. Los pocos experimentos sobre cultura impositiva que se hicieron en América Latina demuestran que la disposición a pagar y apoyar políticamente impuestos dedicados a financiar partidas presupuestarias específicas es alta. 

El Estado se concibe como una maquinaria pesada y compleja: ¿qué se hace con el dinero de los contribuyentes? . 

El Ministerio de Economía calcula que 350 empresas deberían pagar el nuevo impuesto: aquellas que -sin mediación de esfuerzo alguno y a costa de catástrofes mundiales- vieron aumentar en 7 meses un 35% el precio de los productos que comercializan. Lo que convierte en “extraordinaria” la renta que pretende gravar el nuevo impuesto no se relaciona en nada con un mérito emprendedor. Pandemia y guerra llevaron el precio de la soja a su nivel más alto en lo que va del siglo. No hay allí más esfuerzo, ni creatividad, ni innovación. 

Meritocracia y solidaridad pueden argumentar a favor de nuevas formas de gravar, siempre que la ciudadanía perciba que lo que podemos hacer colectivamente apropiándonos de esa mayor porción de recursos puede significar la resolución de problemas reales, que le importan a la población. No hay forma mágica de disputar con palabras como “confiscatorio”, “distorsivo” o “desincentivo”. 

Todas las encuestas de opinión citadas señalan que las personas de mayor nivel económico son las que más rechazan los impuestos a la riqueza. Los ricos, de hecho, se oponen más a los impuestos progresivos que a las políticas sociales. Pero los ricos nunca son mayoría poblacional, sino solo mayoría de recursos. Es necesario apostar al conocimiento de la ciudadanía como vía fundamental de legitimación a más largo plazo. 

El debate del impuesto a la riqueza puede contar ya con un logro relevante. La forma en la que se da esta discusión obliga a pensar conjuntamente dos cuestiones que el discurso hegemónico se ha esforzado por mantener separadas. La “guerra contra la pobreza” es una política del eufemismo. Pretende resolver sin distorsionar. Pero equilibrio, lo que se dice equilibrio, es otra cosa. Es revisar con qué criterio de justicia distribuimos las cargas. De lo contrario, los reclamos de equidad abstracta son funcionales a la fragmentación de la sociedad. La disminución de la desigualdad implica hacernos cargo de que la pobreza se produce en el mismo mecanismo con el que imaginamos crecer, acumular divisas y desarrollarnos. Intervenir sobre los ricos y la riqueza es introducir un engranaje que cambie el mecanismo, que cambie la relación, que distribuya el poder. Equilibrar, así, puede significar igualar.