Quien viaje a la ciudad de Ushuaia, en Tierra del Fuego, podrá decir que ha estado en el centro de la Argentina. Hace falta tener un mapa completo, que incluya el cono de la Antártida Argentina, para percatarse de la centralidad de ese hermoso lugar. Las Islas Malvinas también se ven mucho más cerca y en el centro de nuestro país. Con esta perspectiva se observa con mayor claridad la relativa cercanía a las regiones más dinámicas del mundo, los espacios vacíos en nuestro territorio y sus promesas, las reservas de energías de todo tipo, así como los ingentes recursos marítimos a proteger y aprovechar.
Claro que el mapa físico debe ser, necesariamente, complementado con otros: las divisiones políticas, la infraestructura que nos conecta, las industrias, los comercios, las escuelas, las universidades, los teatros y, por supuesto, las personas, las y los habitantes de nuestro querido país. Es fundamental prestar atención al lugar donde vivimos, cuántos somos, cómo se distribuye la población de acuerdo a su edad, a sus profesiones y oficios, a sus ancestros, qué idiomas hablamos, qué nos gusta comer, qué música suena en cada rincón del país.
Con el mismo ejercicio podríamos repensar nuestra región, ampliando nuestra mirada para incorporar a los países vecinos y, a partir de ellos, a toda la América Latina y el Caribe. La política exterior supone un ejercicio respecto de este mapa de conexión entre el territorio y los recursos naturales, por un lado, y las personas y sus capacidades por otra.
Pandemia y guerra: un punto de inflexión
El mundo atraviesa lo que ha dado en llamarse una “crisis en cascada”. En la última década se sucedieron la crisis financiera global con epicentro en el sector inmobiliario en los EE.UU., la pandemia de COVID–19 y, durante el año que transcurre, el impacto de la guerra en Ucrania.
La crisis en cascada supone una retroalimentación con impactos de envergadura en la producción y distribución de bienes y servicios, en los precios de la energía y los alimentos —léase inflación—, en la participación de los salarios en el ingreso, en la salud y en la seguridad de las cadenas de valor (y de las personas, lamentablemente). Algunos textos también refieren a la noción de crisis en cascada con una idea de conflictos en diversos ámbitos de la vida, en la economía, la salud, la educación y el ambiente. Las dos miradas describen la complejidad del tiempo que nos toca vivir.
Asistimos a una nueva etapa de la globalización, luego de la hiperglobalización y de la globalización vacilante, con una reconfiguración de la escena política y económica internacional. El conflicto bélico en Ucrania ha trastocado los equilibrios políticos alcanzados luego de la segunda guerra mundial. El mundo será otro.
Energía, minería estratégica, producción de alimentos, desarrollos basados en el conocimiento y en la atención de la salud: oportunidades locales para un mundo que ya es otro.
De acuerdo con las últimas proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), la actividad económica mundial experimentará una desaceleración generalizada y más acentuada de lo previsto, en un contexto inflacionario que no se observaba desde hace varias décadas. Los países de menor desarrollo relativo —y con menor espalda financiera— estarán más expuestos. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) indica que los países en desarrollo han gastado en lo que va de este año casi 380 mil millones de dólares de sus reservas para impedir devaluaciones bruscas de sus monedas, lo que representa casi el doble de la cantidad de nuevos Derechos Especiales de Giro (DEGs) que les asignó el FMI, en la emisión extraordinaria pensada para morigerar el impacto de la pandemia.
Esta crisis se monta sobre la dinámica económica posterior a la crisis financiera de 2008-09, que ya había desacelerado notablemente el comercio mundial de bienes y servicios, afectado los flujos de inversión directa y también profundizado la desigualdad en la distribución del ingreso.
Nuestra región no ha sido una excepción. En la última década América Latina experimentó una desaceleración del crecimiento y de las exportaciones, la caída de la tasa de inversión y el incremento en las brechas de productividad y del endeudamiento externo. La crisis sanitaria provocada por la pandemia, con sus notables efectos económicos y sociales, y la guerra, profundizaron aún más estas debilidades y exacerbaron las brechas.
Las tensiones geopolíticas en el centro también eran preexistentes a la pandemia y a la guerra. Pero estas circunstancias atípicas y dolorosas han profundizado las rivalidades. La reconfiguración de las cadenas de valor se acelera, los países han tomado conciencia de sus debilidades y de la falta de cumplimiento de la regla básica de funcionamiento del mundo globalizado: no hacía falta producir todo, siempre se podría comprar a buen precio en otros países aquellos bienes que fueran necesarios. La promesa no se verificó y, mientras algunos países disponían de cuatro veces la cantidad de vacunas necesarias para su población, otros aún no han podido siquiera completar el esquema mínimo de vacunación. Un solo dato da cuenta de la gravedad de las disparidades. De acuerdo con estudios realizados por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), el 27% de los fallecimientos provocados por el COVID-19 se produjeron en América Latina y el Caribe donde solo vive el 8% de la población mundial.
La pandemia primero y la guerra después han revelado la fragilidad de las redes comerciales, fuentes de suministro y en cadenas logísticas, basadas en acuerdos exclusivamente económicos, manifestada con especial crudeza en la (no) disponibilidad de vacunas y otros insumos médicos imprescindibles. La guerra en Ucrania profundiza esas flaquezas con las interrupciones en abastecimientos críticos de energía, alimentos y fertilizantes.
De allí la aceleración en los “encadenamientos entre amigos” y la “autonomía estratégica” que promueven las potencias. Algo parecido sucede con las nuevas reglas para incorporar la dimensión ambiental en la producción de bienes, en particular, alimentos. Ellas dan respuesta a la genuina —y apremiante— preocupación sobre el cambio climático y sus efectos, pero también son blandidas como armas en la batalla para liderar nuevas tecnologías y estándares que protejan y amplíen mercados para los productos y servicios de quienes logren establecer estas nuevas reglas y estándares.
Sacrificadas por muchos años en el altar de la globalización, las propuestas de regionalización vuelven a adquirir sentido. Volvemos sobre el mapa, prestamos atención a las capacidades, a las distancias y a las personas. Se trata de una “re-globalización de cercanías”. Esta reconfiguración demandará tiempo, pero abre una nueva etapa para nuestra región. Una vez más, la agenda del desarrollo, de la transformación estructural, de la inversión productiva y la incorporación de valor agregado con ciencia y tecnología, cobra sentido. Lo que está en discusión es dónde y cómo se produce, de dónde provienen los insumos, cuánto cuesta transportarlos y, por cierto, dónde se genera el trabajo (ergo el ingreso y la demanda) y la innovación imprescindible para el desarrollo.
Hoja de ruta para el nuevo mapa/mundo
Reconociendo esos desafíos y esas oportunidades es que nos empeñamos en identificar los vectores productivos que permitan insertar a nuestros países en las nuevas cadenas de valor, no ya como proveedores de materias primas sino como eslabones productivos. Me refiero a agencias del gobierno, actores privados y organizaciones que, con distintos grados de coordinación, se implican en este esfuerzo. También a la vinculación con países y gobiernos de la región. La posición que hemos llevado en recientes reuniones entre la CELAC y la Unión Europea y la presidencia pro témpore de la CEPAL a cargo de la Argentina, son instancias del compromiso con esa estrategia.
En la relación con países y organismos de fuera de la región buscamos que los acuerdos existentes y aquellos que estamos negociando se ajusten también a esa visión, una nueva integración regional apropiada para esta re-globalización. Lejos de esquemas cerrados e inmovilistas, sostenemos la propuesta de una transformación paulatina que, a la vez que permita adecuaciones en patrones de producción y comercio vigentes, estimule el despliegue de la producción argentina y latinoamericana en productos y servicios ubicados en los eslabones más rentables y dinámicos de las cadenas de valor.
¿Por qué vemos como una oportunidad esta re-globalización si sabemos desplegar nuestras fichas en este tablero/mapa? Hemos identificado concretamente algunos vectores industrializadores y dinamizadores de las capacidades y los entramados productivos que podrían transformar la realidad económica y social de nuestro país. Nuestras acciones de política exterior apuntan en este sentido.
La energía: los combustibles de transición (con Vaca Muerta como la segunda reserva de gas no convencional), las energías renovables (hidrógeno verde) y la energía atómica (con sus externalidades positivas en materia de salud) son ejemplos de las posibilidades concretas que tenemos para desarrollar encadenamientos, es decir, máquinas, partes, piezas y servicios asociados a estos emprendimientos. El reciente acuerdo entre YPF y Petronas en torno al Gas Natural Licuado se inscribe en esta lógica, la agenda comercial y de cooperación de INVAP y la potencia productiva e innovadora de IMPSA —recapitalizada conjuntamente por el Estado Nacional y el Gobierno de Mendoza— son algunos ejemplos concretos de estas oportunidades.
¿Qué significa re-globalizar las cercanías? Tazar un nuevo mapa de América Latina y el Caribe.
Los minerales estratégicos constituyen un segundo vector. Se trata de desarrollar la minería con nuevas tecnologías con menor impacto en el ambiente, explotar las reservas de litio y cobre (asociadas a la transformación hacia la electromovilidad) para producir aquí, en la Argentina y en la región, las baterías y las partes y piezas de esta nueva movilidad. En esta línea se inscriben los acuerdos comerciales y de cooperación para industrializar la cadena del litio, a la par de los esfuerzos nacionales (en cabeza de Y-TEC) para el desarrollo de celdas y baterías.
Los alimentos, los servicios basados en conocimiento, el equipamiento para la atención de la salud, la producción de medicamentos y las maquinarias y equipos especializados son sectores donde la Argentina tiene capacidades que pueden ampliarse notablemente. Como hitos destacables de lo que se viene haciendo, está en etapa de prueba una vacuna contra el COVID 100% desarrollada en nuestro país. Frente a una nueva pandemia, estaríamos en condiciones de utilizar esta plataforma para producir vacunas específicas y tener alternativas regionales que no estén sujetas a la geopolítica internacional.
En el caso de los alimentos y servicios vinculados a la agroindustria, hemos expresado en todas las instancias necesarias que el Green Deal europeo no debe ser utilizado como barrera de acceso al mercado sino como la enorme oportunidad de desarrollar producciones “verdes” para las cuales tenemos ventajas de inicio, tanto naturales como de capacidades humanas y tecnológicas de vanguardia. Se trata de un desafío que buena parte de nuestro sector agroindustrial ya está enfrentando.
Junto a los principales Organismos Multilaterales de Crédito de la región (BID, CAF, BCIE, FONPLATA), estamos impulsando una corriente de financiamiento para proyectos productivos bajo nuevas premisas. No se trata de seguir haciendo lo mismo que hicimos hasta aquí. Para garantizar la transición energética y desarrollar las nuevas formas de energía renovable se requiere una masa de recursos mucho más importante. Al mismo tiempo, deben tener prioridad los proyectos entre varios países de la región para establecer y fortalecer sus encadenamientos productivos y desarrollar tecnologías amigables con el medio ambiente. Un Brasil que a partir de 2023 comparta esos objetivos, dará sin duda un impulso decisivo en ese sentido.
Para apuntalar ese proceso de inversión y financiamiento de gran escala, es fundamental el sostenimiento del mercado interno, ampliado al MERCOSUR. Las inversiones no llueven, se aceleran cuando hay demanda. En la Argentina, durante el segundo trimestre se alcanzó una tasa de inversión de 22,3%, la más alta de los últimos 29 años. La Argentina va a crecer dos años seguidos por primera vez desde 2011. Proyectamos repetirlo en 2023, comparable con 2006-2008 donde tuvimos tres años consecutivos de expansión de la economía.
Integración para la vida en paz y democracia
La voluntad política de la región en su conjunto es el paso fundamental para desarrollar esa agenda de integración productiva.
Disponemos de recursos que el mundo necesita, somos un territorio de paz, nuestra población es joven y estamos comprobando día a día nuestras capacidades productivas y científico-tecnológicas. Como dijo el Presidente Alberto Fernández, la riqueza de las sociedades está en desarrollar la educación, el conocimiento, la ciencia y la tecnología.
Nuestro contacto cotidiano con las y los empresarios nos da una ventaja. Podemos ver a través de una resina para tocar instrumentos de cuerdas, de brazos realizados en carbono para una pulverizadora, de los servicios de geología especializada para los yacimientos no convencionales de petróleo y gas, en las infusiones con cualidades nutritivas basadas en la yerba mate ejemplos de miles de productos y servicios desarrollados íntegramente en la Argentina. Se trata de volver sobre nuestro mapa, ejercer nuestra soberanía y profundizar las políticas en favor de la producción, la ciencia y la tecnología y el empleo.
Esta transformación productiva es clave para ir resolviendo los estrangulamientos externos que nos generan inestabilidad macroeconómica. Transformar la matriz productiva argentina y generar trabajo con derechos también es la clave para reducir la desigualdad, fortalecer la democracia y desandar el camino del desaliento, el odio y la violencia.