A estas alturas, ¿quiénes se acuerdan que la pandemia aún no terminó? Desde hace al menos 20 días nos invade un aluvión de información y de imágenes que tiene como epicentro mediático una intensa lucha argumentativa por la legitimidad del accionar de cada uno de los protagonistas involucrados en la guerra. Lo que viene conformando la trama discursiva del conflicto armado es un viejo ejercicio de asunción y adjudicación de responsabilidades, en el cual lo central es lograr convencer a las respectivas sociedades nacionales respecto a quien arrojó la primera piedra, quien sigue siendo el principal agresor en un flujo de creciente violencia interestatal, y por lo tanto a quien le cabe el derecho a la legítima defensa. ¿A la Ucrania occidental de Zelenski? ¿A la OTAN? ¿A Rusia? ¿A Estados Unidos?
En el marco de este tiroteo comunicacional llevado adelante con pocos escrúpulos y altos niveles de censura irracional, propio de las contiendas políticas y militares del siglo XXI, lo que parece emerger como certeza común es la existencia de actores de primer y de segundo orden bien delimitados: en el centro del teatro de operaciones, Rusia y Estados Unidos, como actores subsidiarios Ucrania y Europa, y en el fondo del telón, con un poder de gravitación potencial determinante, la República Popular China. En líneas generales, podríamos suponer que el registro de este campo de posiciones es compartido por todas las partes directamente involucradas, así como por la masa mayoritaria de consumidores de noticias del planeta entero.
El ritmo frenético que aviva el espectáculo actual de las acusaciones cruzadas y de la destrucción de las ciudades ucranianas, filmadas en tiempo real, ha logrado minimizar la discusión sobre los grandes propósitos que avivan la guerra y que limitan la posibilidad de una resolución pacífica del conflicto. Tal como viene sucediendo al menos desde la Guerra del Golfo, en 1990, la espectacularización de la aventura bélica, a partir de una lógica de seguimiento minuto a minuto, consigue minimizar el interés por su apreciación analítica. Y es sólo a partir de intentar descifrar las causas estructurales que subyacen a la contienda mundial que se podría esclarecer el fenómeno del belicismo ruso contemporáneo, ahora mismo en relación a Ucrania, pero seguramente más allá de ella, así como la novedosa agresividad económica de la OTAN, su participación militar indirecta y su nítida intransigencia –al menos momentánea- respecto al reclamo ruso.
Una vez identificado que los actores centrales de este drama son los viejos contrincantes del siglo XX, Rusia y Estados Unidos, el hecho clave de la aventura bélica pasa por reconocer que por primera vez desde la descomposiciòn de la URSS en 1991 se están enfrentando abiertamente, en una contienda pública mundial, dos economías de guerra. Una consolidada, la norteamericana, y otra en proceso de recuperación y creciente control estatal desde el arribo de Putin al Kremlin en 1999. Max Weber clasificaba a los países en dos tipos: los que cuentan con una economía de guerra y aquellos que se desarrollan a partir de una economía de paz. Para el sociólogo alemán, las economías de guerra son aquellas que dependen para su crecimiento nacional de la industria militar, mientras que las economías de paz, por el contrario, son aquellas que no cuentan con dicha industria, o bien que su gravitación como fuente de generación de ingresos nacionales y de empleo resulta insignificante. De este modo, en esta nueva coyuntura bélica, antes que el enfrentamiento vivo entre un capitalismo norteamericano en proceso de retracción imperial, y un capitalismo ruso oligarquizado, con pasado estatita o socialista -y con un vivo antepasado nacionalista- lo que observamos en toda su crudeza es un nuevo capítulo de la creciente competencia entre las dos principales economías de guerra de la sociedad mundial.
Estados Unidos es el principal productor y exportador de armas, y Rusia su inmediato perseguidor. El presente conflicto noratlántico pone en juego un área de negocio que supera con creces los USD 100.000 millones anuales. A ello hay que agregar entre un 10% y un 15% de ingresos que aporta el tráfico ilícito de armas. Entre 2016 y 2020 Estados Unidos elevó su participación en el mercado mundial de armamentos al 37%, un 5% más que en el período 2011-15, suministrando armas a 96 países. Rusia, por su parte, tiene actualmente una cuota de mercado que ronda el 20%, viene de perder un 2% de participación respecto al periodo 2011-15, pero cuenta con una cartera de clientes que supera los 100 Estados.
Además, como veremos, los rasgos de las industrias militares de ambos países son llamativamente similares. En pocas palabras, este marco de coincidencias significa dos cosas: que las guerras son crecientemente necesarias para la salud de las economías nacionales de ambas potencias, sin las cuales se debilitan sus niveles internos de bienestar social y su fortaleza nacional, y luego que el principal problema que hoy impide la edificación de un orden social mundial relativamente pacificado es la creciente militarización de las economías nacionales de los países centrales, con epicentro en las grandes potencias productoras de armamentos. Por supuesto, no hay que perder de vista que Estados Unidos y Rusia ocupan también el primer y el segundo lugar en la producción y exportación de petróleo y de gas en el mundo. Por lo tanto, antes que nada, la contienda en Ucrania es una nueva guerra por la maximización de ganancias futuras en los tres mercados mencionados. La naturaleza de esta evolución económica expansiva, conflictiva y mundializada desdibuja la rivalidad civilizacional entre Occidente y Oriente.
1. Las economías de guerra de Rusia y de Estados Unidos
El hecho de que actualmente los negocios del petróleo y del gas reporten mayores ingresos para Estados Unidos y Rusia que la venta de armas no significa que el mercado militar no moldee de forma decisiva la matriz de sus respectivas economías.
Como vimos, ambas son economías de guerra. A diferencia del mercado de los hidrocarburos, la industria militar es inagotable, es intensiva en conocimiento, y se basa en tecnologías de última generación, lo cual garantiza barreras de ingreso elevadas y un negocio altamente rentable a largo plazo. A su vez se trata de una industria determinante para la expansión de los Estados. Desde 1992 a 2020, el gobierno ruso viene destinando entre el 3.07% y el 4.87% de su PBI a gastos militares, con la excepción de 1998 (2.78%) y de 2016 (5.43%). En términos absolutos, los montos invertidos no variaron significativamente desde 2011. En 2020 Rusia colocó alrededor de USD 67 millones en su sector militar, en 2011 fueron 54 y en 2013 alcanzó su pico máximo, al asignar unos USD 72 millones en el mismo concepto. Ahora bien, los ingresos provenientes de la industria de la guerra dejan tales números empequeñecidos. Siempre atendiendo a la contabilidad pública, en 2019 Rusia exportó armas por USD 54.000 millones, lo cual representa el 15% del total de sus exportaciones. A su vez, se calcula que la industria militar rusa genera entre 2,5 y 3 millones de puestos de trabajo en el país, lo cual equivale aproximadamente al 4% del total de sus empleos formales.
Respecto a los Estados Unidos, vemos que a partir de 1991, año de disolución de la URSS, el porcentaje del PBI destinado al gasto militar se reduce levemente, comenzando a oscilar de allí en adelante hasta hoy entre el 3.09% y el 4.97%. De este modo, comprobamos que ambas economías tienen una inversión porcentual muy similar. Ahora bien, a diferencia de Rusia, el volumen de dinero invertido por el Estado nortamericano no ha hecho más que aumentar. Prácticamente se multiplicó por tres en los últimos 30 años, pasando de USD 226 millones a USD 760 millones en 2021. El demócrata Biden no tuvo reparos en incrementar un 5% el último presupuesto militar anual aprobado en la presidencia de Trump, que fue de USD 684 millones.
Vemos así que Rusia destina tan sólo el 8% de los fondos inyectados por el Estado norteamericano. Se trata de una diferencia abismal sin correlatos nítidos en el mercado mundial. En términos de generación de empleos, la realidad de ambos países es llamativamente similar. El Departamento de Defensa norteamericano informa que en 2021 empleaba a 720.000 empleados civiles y a 2,2 millones de militares, a lo que habría que añadir unos 3,5 millones de empleos indirectos e inducidos asociados a la industria aeroespacial y de defensa. Ello suma unas 6,5 millones de personas, que representan alrededor del 4% del empleo nacional total. Esto es, el mismo porcentaje de empleos en el sector que la economía rusa. El resto de los países del mundo están muy alejados de estos números.
Las economías europeas, con la excepción de la francesa y en menor medida de la inglesa, se edifican como economías de paz. Lo mismo sucede con los sistemas económicos latinoamericanos, que son simples consumidores de armamento, sobre todo de armamento pesado. El estado pacificado de las economías de ambas regiones, que representa una desventaja en los juegos actuales de poder mundial, se constituye en una ventaja estructural evidente a la hora de intentar sostener una dinámica de pacificación general.
Un país que compra armas y que eventualmente las emplea, pero que tiene una economía de paz, puede optar por desmilitarizarse en cualquier momento, a partir de un giro coyuntural auspicioso, mientras que un país con una industria armamentística determinante de su PBI está imposibilitado para transitar en el mediano plazo hacia una economía de paz. A lo largo de la historia, ninguna economía periférica logró convertirse en una economía de guerra. Y ello por lo general ha ocurrido no por la primacía de una cultura de la paz o de una cultura democrática profundamente extendida, sino por el simple hecho de que las grandes potencias mundiales en cada período de la historia han presionado para reducir a los restantes países a un rol de consumidores y no de productores de armas sofisticadas. Pero dejemos aquí de lado el problema secular de la división céntrica del trabajo mundial.
2. Las economías de paz y la transición convivencial
El único modo de frenar la progresión belicista de la sociedad mundial es iniciar una dificultosa reconversión de las actuales economías de guerra en economías de paz a partir de una transición convivencial pactada por los Estados centrales del mundo.
Se trata de activar un nuevo proceso de desarme de sus respectivas economías. Lo que llamo transición convivencial es un vector determinante de un tipo de cambio climático poco atendido en las agendas públicas mundiales. Me refiero al cambio del clima belicista actual a un clima pacifista. Correspondería indicar que la crisis climática en curso, que amenaza de modo creciente con la desaparición de la especie humana, involucra dos componentes elementales: una economía basada en la explotación de los recursos naturales y en la utilización de energías sucias, así como una economía dependiente de la guerra. La contienda militar en Ucrania vuelve a recordarnos que para evitar la aniquilación de la humanidad es igual de urgente –sino más- atender a la transición convivencial que a la publicitada transición energética.
La apuesta por la paz mundial, el NO a la guerra, para que no sea tan sólo un grito de impotencia de los pueblos o un llamado al humanismo en un mundo violento, debe generar un movimiento a favor de la pacificación de las economías. La demanda actual de los pueblos debe convertirse en un NO a las economías de guerra y en un SÍ rotundo a las economías de paz. Pero la pacificación de cada economía nacional no es una decisión que pueda tomar un Estado sin un acuerdo con los demás. El incremento del presupuesto militar de un Estado provoca el incremento del presupuesto de sus rivales. Y ello ocurre por motivos de seguridad nacional y, para el caso de las economías de guerra, por cuestiones de competencia comercial. Una ley de la guerra es que los enfrentamientos armados entre países tienden a generar un mayor rearme de los países vecinos. Ello se intensifica en los casos en que se enfrentan directa o indirectamente economías de guerra. En la actualidad dicho vecindario está crecientemente mundializado. Y no hay que perder de vista que el rearme de los países, tanto en sus funciones de productores como de consumidores, ensancha el mercado de la compra y venta de armas, y por lo tanto lo hace más atractivo para el sistema interestatal en su conjunto.
A lo largo de la historia nunca han existido invasiones militares benefactoras, que puedan ser justificadas como un medio para algún fin superior. Ahora bien, para las economías de guerra como la estadounidense y la rusa los perfiles psicológicos y las voluntades individuales de sus líderes políticos máximos inciden menos en el desenvolvimiento de la lucha armada de lo que solemos creer.
La inclinación personal más militarista hubiera fracasado en la Suecia socialdemócrata de los años 80 del siglo XX, del mismo modo que el liderazgo individual con mayor pretensión democrática en el plano internacional está condenado al ostracismo en los Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. De una economía de guerra no se puede esperar una política expansiva de la paz, menos aún duradera. Es por ello mismo que Europa, en su condición de bloque económico relativamente pacificado, debe tomar plena conciencia que el mejor negocio que puede hacer en este momento dramático es apostar por todos los medios a la promoción de la paz mundial, declinando la tentación completamente irracional por subirse al tren de una nueva carrera armamentística de la cual será un actor de reparto.
Pese a su gravitación secundaria en la guerra actual, Europa es la única sociedad regional protagónica que está en condiciones objetivas de orientar las negociaciones políticas hacia una transición convivencial que abra el camino hacia una economía que ofrezca mayores garantías estructurales de paz para el mundo. Y el modo en que América Latina puede apostar por alimentar la paz mundial es manteniendo viva su imparcialidad en un mundo crecientemente multipolar, resistiendo toda presión para ingresar activamente en un conflicto armado del cual solo obtendrá pérdidas.