Fotos: Prensa Festival Rotterdam
Siempre me gustaron los puertos. Son lugares de intercambio y de mezcla, puertas y puentes entre culturas donde las novedades llegan primero. Pero a la vez son lugares de borde, de fronteras en tránsito, de bajo fondo y arrabal. Por eso me gusta trabajar en el barrio de la Boca, donde está ubicado el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, que dirijo desde 2008, y por eso fui feliz en Rotterdam, el puerto más grande de Europa.
Fui parte del jurado de la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) en la edición número 46 del Festival Internacional de Cine de Rotterdam (IFFR) y aunque con frecuencia participo de algunos de los muchos festivales que marcan el calendario anual del cinéfilo -y fui varias veces jurado-, esta fue mi primera vez en Rotterdam, tanto en el festival como en la ciudad. Sin embargo, el IFFR ha sido para mí un viejo conocido: su fondo Hubert Bals cumple un papel importantísimo en el fomento y difusión del cine argentino en particular -y el de países en desarrollo en general-. Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Martin Rejtman, Mariano Llinás, entre otros directores, han recibido ese apoyo, desde su creación en 1989.
¿Pero qué lugar ocupan los festivales de cine en el arte y la cultura, o en el espectáculo? Es interesante repensar su función y el revés de una trama sostenida por un imaginario de alfombras rojas, flashes y premios.
¿Qué es un festival de cine?
“No se puede ser selecto cuando se persigue la cantidad”,(Erasmo de Rotterdam).
Hay más de mil festivales de cine en todo el mundo. Chicos y grandes, especializados y generales, clase A y modestos, competitivos o sin premios.
Desde la década del noventa, se han convertido en una forma fundamental de asegurar la supervivencia de una manera de hacer y entender el cine. Además de un encuentro entre el cine y el público, es un espacio donde convergen profesionales cinematográficos y funcionarios políticos con agendas de negocios y propósitos políticos.
Un festival es algo diferente para directores, productores, público y periodistas y juega un rol en varios niveles. Tiene que acomodar intereses culturales y comerciales, proporcionar un espacio para la experimentación y el entretenimiento y atender a un contexto determinado por la geopolítica y la globalización. Para entender cualquier festival de cine, entonces, es necesario tener en cuenta estos factores que condicionan el lugar que ocupa en el panorama general de los festivales del mundo.
En la década del noventa se termina de conformar un sistema de festivales, profesionalizado y altamente institucionalizado. Se constituye como actor principal en el circuito de producción, distribución y consumo de muchísimas películas que dependen de esta red de contactos y prácticas para existir y llegar al público. Los festivales son, en gran parte, un espacio político capaz de agregar valor y de marcar agenda. Los principales -como Cannes, Berlín, Toronto, Venecia y Sundance- son nodos de intensa actividad donde el poder y el prestigio se concentran para brindar a un director o a su película un “rito de pasaje” que le asegura legitimidad cultural, como dice el historiador Thomas Elsaesser.
Hoy, muchos festivales van más allá de la programación y evaluación de películas como productos terminados: se involucran también antes de que se hagan a través de subsidios o laboratorios de proyecto, influyendo -de hecho- en qué películas se filmarán y qué tipo de cine estará a disposición de los programadores de festivales.
Rotterdam es -desde el siglo XVII- el puerto más importante de Europa. Tan importante que Adolf Hitler decidió destruirlo y envió a la Luftwaffe a arrasar con la ciudad apenas comenzada la guerra. El plan de exterminio judío fue de una despiadada eficiencia en los Países Bajos, donde -con la colaboración voluntaria de administradores y policías- menos de una cuarta parte de la población judeo-holandesa logró sobrevivir. Los bombardeos en Rotterdam dejaron ochenta mil personas sin vivienda, y muy poco del encanto pintoresco característico de las ciudades holandesas que reproducen las postales turísticas. Rotterdam es una ciudad que tuvo que reconstruirse y reinventarse.
Decidió hacerlo apropiándose de un espacio cultural que no entra en disputa con Amsterdam: la arquitectura, el cine y la poesía se convirtieron en la apuesta simbólica de una ciudad donde la experimentación se alentó desde el poder.La osadía arquitectónica dio su sello característico: el Markthal, edificio del mercado inaugurado en 2014, es el último agregado a una lista que incluye las casas cubo de PietBlom, la Euromast, el puente Erasmo de Ben Van Erkel, el De KunstahlMuseum de Rem Koolhaas y varios rascacielos corporativos.
El Festival de Cine nació también con esa impronta experimental. EL IFFR no es el festival apropiado para un espectador no dispuesto a correr riesgos. Fue fundado en 1972 a partir del entusiasmo y gestión de Hubert “Huub” Bals, cinéfilo apasionado y arbitrario, que impuso su personalidad para diferenciarlo de Venecia, Berlín y Cannes, sus colegas más antiguos, con una apuesta al talento emergente de países en desarrollo, el cine independiente y de autor y el cruce del cine con otras artes visuales y la experimentación tecnológica.
Con los años, el Festival incorporó el apoyo activo a la producción y distribución de películas de nuevos directores a través del CineMart, un mercado para coproducciones, el Fondo HubertBals y el Rotterdam Lab, una clínica de proyectos. Con entre 300 y 400 películas de corto y largometraje y una sección para instalaciones y performances, el IFFR es también uno de los festivales que más público convoca en el mundo con cifras que no bajan de los trescientos mil espectadores:ejemplo elocuente de que el compromiso con estéticas y temáticas arriesgadas no alejan al público si se trabaja con seriedad en los modos de comunicación, exhibición y se proponen claves de acceso al espectador para abrirse a experiencias nuevas.
El IFFR sorprende por la atmósfera relajada, alejada del glamour y las jerarquías que caracterizan a los grandes festivales como Cannes, Venecia o Berlín. En Rotterdam, invitados, cineastas y público tienen oportunidad de conocerse, conversar e intercambiar opiniones sin vallas ni alfombras rojas, ni espacios exclusivos. El espíritu de su fundador todavía mantiene la centralidad de las películas y el cine como razón de ser de un festival. La ambición del idiosincrático HubertBals fue la de apoyar y estimular a cineastas jóvenes innovadores y generar un espacio de “participación comprometida con la cultura cinematográfica”. Con esta visión creó un festival que hace foco, consistentemente, en tres pilares: arte, vanguardia y autores.
Mi festival
“Ni el mismo Júpiter puede a todos juntos complacer, tanto si envía la lluvia como si la impide caer”,(Erasmo de Rotterdam).
Una de las funciones de los festivales de cine es “agregar valor” y una de las maneras más evidentes de hacerlo es a través de la entrega de premios. Las muestras competitivas que dan premios son maneras de crear prestigio y llamar la atención sobre una película o un realizador. Y si bien no hay reglas ni criterios objetivos para la evaluación de películas y, en general, dependen de los gustos y preferencias personales, todas las discusiones y decisiones deben entenderse como parte de un contexto histórico y discursivo.
Recorrí dos caminos, uno diseñado para mí por la tarea que fui a cumplir como jurado de FIPRESCI, y otro más personal y excéntrico. Fundada en 1930, la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica o FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) es la asociación internacional de críticos de cine y periodistas cinematográficos. Sus objetivos son promover y desarrollar la cultura ligada al cine así como defender los intereses de la profesión, lo que significa, entre otras, luchar por la libertad y los estándares éticos del periodismo cinematográfico.
Al jurado, nos correspondía entregar un premio entre 19 películas que formaban parte de la sección Bright Future, que comprende primeras y segundas películas seleccionadas por los programadores del festival, entre aquellas que hubiesen tenido su premier mundial en este festival. En un panorama de festivales que compiten entre sí por las nuevas producciones cada año, muchas veces se convierte en condición de inclusión de un filme en competencia este requisito: tener una premier mundial en el festival.
El cronograma que nos trazó nuestra coordinadora indicaba ver tres o cuatro películas por día, en lo posible en la sala de cine, aunque muchos festivales ofrecen la posibilidad de una biblioteca virtual, que puede verse tanto en las instalaciones del festival como últimamente y -gracias al wifi- en la comodidad de la habitación del hotel. Pero un código implícito de la ética del trabajo indica la necesidad de verlas en una sala y con público. Mis compañeros y yo decidimos hacer honor a ese código y caminamos juntos las diez cuadras que separan el hotel de las sala Cinerama todas las mañanas y tardes para ver el programa que nos había tocado en suerte.
Eramos Eduardo Gillot, de Valencia, Victoria Smirnova, de San Petersburgo y Maxime Lebrecque de Montreal (la colega holandesa –ya que todo jurado FIPRESCI debe incluir un periodista local- debió regresar a casa apenas dos días después) a quienes apenas conocía de otros festivales y de ese mundo de pseudoamigos que constituye a las redes sociales.
Como jurado, atravesamos en corto tiempo las etapas que entran en juego en una relación social. Hay que conocerse, medirse, aprender a leer señales y tratar de sentirse cómodo para compartir y debatir opiniones sólo dos o tres días. Las discusiones pueden volverse personales muy rápidamente y si bien lo que está en juego es (sólo) un premio y en nuestro caso no implicaba dinero, la experiencia es agradable o traumática, casi sin términos medios. Si hay drama, otra cláusula implícita del código es que debe mantenerse tras puertas cerradas (algún día sería hermoso poder contar las historias de los jurados de festivales que todos conocemos) . En nuestro caso, no hubo peleas que reportar. El grupo se conectó inmediatamente y esa química se trasladó a la discusión sobre las películas en la deliberación, que contó además con la participación de un jurado de jóvenes críticos. El festival de Rotterdam, consistente con su apoyo a los realizadores jóvenes, da también lugar a críticos y espectadores de más corta edad que conforman jurados específicos.
Muy rápidamente acordamos en cuál era la lista corta de películas que íbamos a discutir. Y la ganadora, Pela Janela-de Carolina Leone, una coproducción entre Brasil y Argentina- se afirmó en el primer puesto apenas media hora después de comenzar la discusión. El premio FIPRESCI no es un premio en dinero sino en prestigio. El aval de la prensa especializada y la trayectoria de FIPRESCI aportan un plus de “calidad garantizada” al film galardonado y con suerte ayudan a su distribución internacional y participación en otros festivales. Ojalá sea el caso de Pela Janela que merece no sólo encontrarse con el público sino permitir que su realizadora haga más películas.
Amo el cine y me gusta ir a festivales porque son una excusa perfecta para alejarse del mundo por unos días y atiborrarse de películas (¡hay funciones desde las ocho de la mañana!). De vez en cuando, me gusta participar de un festival de un modo más activo porque me recuerda que gozo del privilegio de formar parte de una actividad, como la cinematográfica, que tiene la capacidad de hacer el mundo mejor. El cine, como los puertos, cruza experiencias y permite intercambios. En un mundo que cierra puertas y destruye puentes, los festivales de cine, como los puertos, ayudan a mantener los ojos y el corazón abiertos.