En un capítulo de Seinfeld, la serie de televisión de los noventa, el personaje de George Costanza concibe la idea de introducir -secretamente- alimentos en la relación sexual: empieza por las frutillas, sigue con la salsa de chocolate y, ya envalentonado, pega el gran salto hacia al sánguche de pastrón, pero entonces es descubierto:
Jerry: Así que no apreció las cualidades afrodisíacas de las carnes curadas.
George: Toleró las frutillas y la salsa de chocolate... pero eso no es comida. Comer y tener sexo: son mis dos pasiones. Me parece natural querer combinarlas.
Jerry: ¿Natural? El sexo es amor entre dos personas, no entre una persona y un sándwich. En vez de satisfacer dos de tus necesidades, ¿qué te parece satisfacer una de alguien más?
Dentro del pensamiento occidental, esta asociación entre la alimentación y el sexo se remonta a Aristóteles, cuyas ideas serían más tarde retomadas y sistematizadas por el filósofo cristiano Tomás de Aquino, autor de la Suma teológica. Comer y coger, dice Santo Tomás en su obra, se asemejan en un aspecto clave: ambas son operaciones naturales destinadas a garantizar la conservación del individuo -comer- y la de la especie -coger-. En otras palabras, y como ya intuía George, ambas remiten a una inclinación natural -a una pasión, en sentido técnico- del ser humano.
Pero el parecido no se agota ahí: como observa Aristóteles, “en todo acto venéreo hay un exceso de deleite, que absorbe la razón en tanto y en cuanto es imposible reflexionar sobre nada en ese momento”. Lo mismo vale para la alimentación. Por tratarse de operaciones naturales, el placer sensual es especialmente irresistible. De ahí que ya existiera en la filosofía clásica una virtud, la templanza, encargada de moderar esta clase de deseos “animales”, que apartaban a los hombres y mujeres de su supuesta naturaleza divina.
Esta explicación está en la base de los dos pecados cristianos: la gula y la lujuria. Experimentar placer al comer o al tener sexo es bueno; sin embargo, cuando la búsqueda de placer deviene un fin en sí mismo, excediendo el propósito reproductivo o nutritivo, y obnubilando la razón, el acto se vuelve pecaminoso. No es extraño encontrar, ya en el Antiguo Testamento, que el pecado de la gula y de la lujuria suelen ir de la mano. Por ejemplo, en el libro del profeta Oseas (siglo XVIII a. de C.), un Dios enfurecido castiga a su pueblo de este modo: “Comerán, pero no se saciarán; fornicarán, mas no se multiplicarán, porque dejaron de servir a Jehová. La fornicación, el vino y la ebriedad nublan el juicio y afean el corazón”. Un castigo, por cierto, que hoy sería considerado por algunos como una bendición.
Mucho más acá y desde una óptica no religiosa, Freud retomó esta conexión y la hizo célebre en sus Tres ensayos sobre teoría sexual, de 1905. Allí esboza la hipótesis de que el despertar sexual de las personas tiene lugar muy tempranamente, en el período de la lactancia. Más tarde, la actividad sexual se independizará de la función biológica, pero los labios conservarán su carácter erógeno, dando lugar a una “perversión”, en el sentido freudiano de la palabra: “Transgresiones anatómicas de los dominios corporales destinados a la unión sexual”. A Freud le interesa esa “dualidad” de los labios, canal privilegiado a través del cual la comida y el sexo se conectan. “El contacto entre ambas mucosas labiales ha obtenido un alto valor sexual en muchos pueblos -constituyendo el beso-, a pesar de que las partes del cuerpo que en él entran en juego no pertenecen al aparato genital, sino que forman la entrada del digestivo”. La estricta precaución con la que los amantes administran el consumo de ajo nos hace pensar que esta dualidad es un accidente terrible. Pero Freud no creía en los accidentes.
Muchas culturas proyectan la afinidad sexo-comida en prácticas y representaciones. Según el antropólogo Claude Lévi-Strauss, comer y coger se parecen en cuanto a que ambas actividades suponen “la incorporación de entidades externas dentro del cuerpo privado”, y cierta relación de complementariedad entre el agente incorporador y el elemento incorporado. Lévi-Strauss encontró que en ciertas tribus de la Polinesia las prohibiciones alimenticias de la mujer deben ser compartidas por su esposo; de lo contrario, se introducirían los alimentos prohibidos a través del semen. También señala que en la lengua de los koko yao, tribu indígena de Australia, existe una misma palabra para designar el incesto y el canibalismo; las dos formas más extremas, según el antropólogo, de la lujuria y la gula. En la mitología griega es habitual que las infracciones sexuales se venguen con canibalismo. Procne, hija del rey de Atenas, se casa con Tereo y engendra a Itis; Tereo viola a la hermana de Procne; en venganza, Procne mata a Itis y se lo sirve a Tereo en una cena, disimuladamente; cuando Tereo pregunta por su hijo, Procne responde: “Dentro tienes a quien reclamas”. Las sociedades originarias de América también participan del imaginario gastrosexual a través del motivo de la vagina dentata, registrada en documentos precolombinos de México y del Gran Chaco. La idea básica de este mito se resume así: el héroe del relato encuentra a una mujer de una belleza tan irresistible como mortal (a la manera de las sirenas de Ulises). Para poseerla sin sucumbir en el intento, antes debe arrancarle -mediante una ingeniosa maniobra- los dientes asesinos.
Aunque de un modo menos sanguinario, los ecos de esta vieja asociación persisten en el diálogo de Seinfeld y en nuestra habla cotidiana. Decimos de aquello que nos inspira ternura que es “comible”. (Los psicólogos denominan “agresión tierna” a este instinto devorador impulsado por el afecto). La cultura popular abunda en ejemplos. La Mosca: “Te quiero comer la boca”. Nicky Jam: “Cuando tomo pienso en usted / Y te quiero comer, te quiero comer”. Ni hablar del Dibu Martínez y su “Mirá que te como, hermano” (seguido de un gesto pélvico).
Nada nuevo bajo el sol: el lunfardista Oscar Conde cuenta que “en la primera mitad del siglo XX era frecuente la comparación de una mujer sexualmente atractiva con comestibles o comidas. Así se crearon ‘atún’, ‘budín’, ‘churrasco’, ‘churro’, ‘formayo’ y ‘piayentín’”. El glosario Mataburro Lunfa agrega que “churro” era una palabra utilizada solamente por mujeres para referirse a hombres, a diferencia de “bombón”, que era y es -por así decir- unisex (“Se te cayó un papel…”).
Pero pareciera que no todos los alimentos son igual de “sexualizables”. El lingüista Daniel Jurafsky descubrió que en las reseñas gastronómicas de Internet, los términos sexuales aparecen estrechamente relacionados con el postre. Esto tiene que ver, primero que nada, con el núcleo semántico de la “dulzura”. Lo interesante es que no siempre la dulzura y el amor estuvieron vinculados. Jurafsky observa que “sweet” es uno de los adjetivos más utilizados por Shakespeare para referirse a los amantes (pero sobre todo a las amantes en femenino), y sugiere una correlación con el abaratamiento y la popularización del azúcar que se dio en Europa a fines del siglo XVI.
La ecuación dulzura-feminidad fue explotada al máximo por la industria de las golosinas, en especial del chocolate. Tenemos un ejemplo autóctono: en los ‘80 aparecieron los primeros alfajores de mousse, el Suchard y el Ringo. La empresa Terrabusi, autora de este último, eligió para el lanzamiento una estrategia de comunicación muy distinta a la que había empleado para su alfajor de dulce de leche: en este caso no fue Mister T. el protagonista del comercial, sino una joven Flavia Palmiero en paños menores, que susurraba en un tono -muy- sugestivo: “Me gusta Ringo. Me gusta mucho Ringo. Te lo voy a morder. Te lo voy a comer todo”. Se esperaba que el alfajor de mousse sedujera al consumidor adulto. Los publicistas fueron bastante literales.
Más allá de la metáfora de la dulzura, la intersección entre los campos semánticos de la comida y el sexo nos remite, ante todo, al subconjunto de las palabras hápticas. Jurafsky provee una lista de los términos sensoriales más utilizados en las reseñas de consumidores estadounidenses: “rich” (rico), “moist” (húmedo), “warm” (tibio), “sweet” (dulce), “dense” (denso), “hot”, “creamy” (cremoso), “flaky” (hojaldrado), “light” (ligero), “fluffy” (esponjoso), “sticky” (pegajoso), “dry” (seco), “gooey” (viscoso), “smooth” (suave), “crisp” (crocante), “oozing” (rezumante), “satin” (sedoso), “soft” (suave), “velvety” (aterciopelado), “thick” (espeso), “melty” (que se derrite), “silky” (sedoso), “oozing” (rezumante), “crunchy” (crocante), “spongy” (esponjoso). Como se ve, sacando “rich” o “hot” o “sweet”, casi todas estas palabras -en las que el inglés abunda- describen algún tipo de textura.
Los resultados de la investigación de Jurafsky parecen avalar la antigua opinión de Aristóteles, según la cual los deleites de la comida y del sexo pertenecen principalmente al sentido del tacto. El sabor en los alimentos, agrega Santo Tomás, sería equivalente a la belleza en las personas; por lo tanto, el gusto y la vista aportarían un placer secundario al placer principal, que es el táctil. El pornfood se asienta sobre esta premisa.
Precisemos: el pornfood es un tipo de fotografía gastronómica nacida al calor de las redes sociales -y su lógica de consumo-, que reproduce, como lo indica su muy elocuente nombre, las técnicas de la pornografía. En palabras de Roberto Echavarren: tal como el porno más mainstream “se reduce a planos de cuerpos fragmentados”, en donde “lo obsceno es el procedimiento, la actitud, el recorte, el presentar los genitales aislados de todo el resto”, también el pornfood recurre impúdicamente al zoom para destacar el costado más material, carnal, de la comida; eso que la lengua detecta primero, en el primer contacto. No se trata de una experiencia estética -como en otros estilos de fotografía gastronómica- sino de algo mucho más primitivo. De ahí el énfasis en todo lo que chorrea, rebalsa y rezuma: grasa, chédar y dulce de leche. Una economía del exceso, que se construye no sólo mediante la multiplicación de entidades -cuerpos y hamburguesas- sino sobre todo mediante la selección de formas voluptuosas, en este sentido amplio pero no menos preciso: aquellas que mejor excitan al tacto a través de la vista, mecánico intermediario.
Voluptuosidad, exceso y deleite: palabras todas tan antiguas y tan familiares. Es cierto: la religión y sus dogmas no tienen hoy el peso que tenían en el siglo XV, y el exceso se ha cubierto de connotaciones muy variadas: asociado a una forma de culpa secular, a la patologización o incluso, en el otro extremo, a la reivindicación política: el exceso como signo de la liberación del deseo y de la conquista del propio cuerpo. Pero el circuito de sentido se mantiene intacto, transparente, legitimando la confusión de Homero: ¿Estamos hablando de comida, verdad?