Voy a intentar explicar algo difícil para aquellos que no están contaminados con la forma privada en que los abogados usamos el lenguaje. Trataré de mostrar algunas causas que explican las respuestas judiciales al conflicto entre la presidencia de la nación y la jefatura de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por “las clases presenciales”, y cómo la estructura institucional, desprovista de ciertos recaudos, incentiva estas querellas. Para ganar claridad haré a un lado las cuestiones jurídicas finas. Primero voy a repasar los hechos. Después, a señalar el marco legal y las capacidades que derivan de él. Finalmente me voy a concentrar en las prácticas concretas de los actores.
La tarde del domingo 18 de abril encendió las alarmas de muchos ciudadanos. Conocíamos que el gobierno porteño había impugnado ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación el decreto presidencial del viernes 16, mediante el que establece algunas restricciones frente al coronavirus. No sabíamos que dos asociaciones civiles habían hecho algo similar pero ante la justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: si resolvía favorablemente, implicaba que una parte de la decisión presidencial podía quedar sin efecto. Esa noche, los jueces de la Sala IV de la Cámara en lo Contencioso Administrativo de la ciudad ordenaron al ejecutivo local garantizar las clases presenciales en CABA. ¿Y el decreto presidencial y la demanda ante la corte? Veamos.
La República Argentina escogió la forma federal de organización política. Muy brevemente y en lo que aquí interesa, significa que los estados provinciales que forman la federación conservan todo el poder no delegado al estado central. ¿Qué conservan? Mantienen bajo su órbita la chance de regular los mecanismos para elegir autoridades, el diseño de las instituciones (ejecutivo, legislativo y judicial), cierta capacidad tributaria, la seguridad ciudadana, la educación y la salud pública. El estado federal, por su parte, regula todas aquellas materias propiamente federales establecidas en la constitución y en algunas tiene facultades concurrentes con las provincias. Si hay un conflicto entre una provincia y la nación, lo resuelve la corte suprema.
Pregunta obvia: ¿la ciudad capital es una provincia? No. Adquirió el estatus de ciudad autónoma luego de la reforma de 1994 de la constitución. Pero hace algunos años la corte la equiparó a una provincia a los efectos legales; es decir, para que el tribunal pueda resolver los problemas entre la capital y el estado federal. En tanto ciudad autónoma, Buenos Aires tiene sus instituciones. Su justicia dirime los conflictos entre los vecinos de la ciudad y entre los vecinos y el estado local.
Retengamos que cada jurisdicción puede establecer normas en materia de salud pública y que el gobierno federal también. Entonces, ¿quién puede dictar disposiciones para enfrentar la pandemia? Formalmente, todos. Recordemos que, desde marzo de 2020, el ejecutivo federal mediante decretos de necesidad y urgencia (que tienen los efectos de una ley) estableció las medidas sanitarias frente a la Covid 19. Los estados provinciales y la capital hasta estos días adhirieron a esas disposiciones y, en algunos casos, incluso agregaron otras de acuerdo con sus realidades específicas.
Es evidente que el federalismo requiere de cierta destreza política para administrar de manera coordinada la cosa pública, ya que en muchas cosas de la vida práctica las jurisdicciones tienen facultades similares frente a problemas análogos. De hecho, hay una fuerte cultura institucional que se transmite por la tradición y que es una suerte de gran nomenclador de soluciones prácticas para poner en movimiento nuestro federalismo.
Aquí y ahora lo que pasó es que el estado federal y la jefatura de gobierno porteño quieren regular de manera diferente la misma cuestión. El presidente emitió su decisión autoritativa y el jefe de gobierno la impugnó ante la corte suprema. Hasta allí es todo claro. Pero un grupo de ciudadanos hizo un planteo similar ante la justicia local que prosperó y que las autoridades locales acataron. Aquí yace el problema: el decreto presidencial rige, pero no se cumple por una disposición de la justicia local. ¿Entonces?
Propongo hacer a un lado el resultado final de la historia y bucear en las prácticas de los actores. Propongo también hacer a un lado la cuestión de la judicialización de la política, que supone llevar a los estrados judiciales problemas políticos para que los jueces los resuelvan, porque más allá de que habite este caso creo que no llega a explicarlo. Finalmente, propongo pensar que nos enfrentamos una vez más al uso privado de las instituciones públicas.
Los ciudadanos con la ley podemos hacer tres cosas. Cumplirla, desobedecerla o torcer su significado para que nos calce a medida de nuestras pretensiones. Cuando torcemos el significado nos estamos apropiando de la ley y, por lo tanto, hacemos un uso privado de ella. Si, además, conseguimos que algunos magistrados recepten favorablemente esa interpretación particular de la norma, conseguimos hacer un uso también particular y privado del expediente. Así, adquirimos un insumo fantástico para desplegar nuestros planes, ya que contamos con un producto (una sentencia) formalmente público que tiene respaldo estatal pero con un contenido privado. En otras palabras, una sentencia a medida.
No es algo nuevo, pero es fatal para la democracia porque agudiza el proceso de expropiación de lo público con muchos beneficios para quienes consiguen la sentencia judicial y sin ningún tipo de costo concreto para los funcionarios públicos que participan de ese tipo de procesos y tampoco para quienes lo inician, porque hacen un pedido a la justicia sin exponerse a ningún tipo de responsabilidad posterior. Si pierden, pierden. Si ganan, ni hablar.
¿Por qué pasa? Entre otras razones, porque la estructura institucional federal está desprovista de mecanismos eficaces que impidan estas prácticas desleales con la constitución. En general, el diseño legal da por sentado que los funcionarios y los ciudadanos se van a comportar como lo indica el plano del deber ser. No hay costos reales para nadie. De hecho, las medidas cautelares como la de las clases presenciales exigen que quienes la piden suministren un reaseguro para con el estado. Los jueces exigieron un juramento. De este modo, el uso privado de la cosa pública se transforma en una tentación y en nuestra vida política realmente existente casi como una regla.
Hace casi 30 años a los pinches en tribunales nos asignaban las causas menores. Tenía una por el delito de usura. Un señor denunció que un prestamista le hizo firmar un cheque por un monto muy superior a la deuda, aplicando intereses desmesurados. El abogado del denunciante me dijo: “Mirá, yo sé que ustedes tienen mucho laburo y que mi denuncia es floja. Pero el acreedor inició un juicio ejecutivo para cobrar el cheque y necesito pararlo. Por favor, ustedes pidan al juez comercial la causa por un tiempo para verla (algo normal) y así mi cliente negocia en mejores condiciones como pagarla. La causa no me importa”.
La antigüedad de la anécdota no vela su pertinencia. El uso privado de los expedientes judiciales es una práctica tolerada y añeja. Ocurre porque no hay costos reales para nadie y está al alcance de todos. Intuyo que allí yace el germen de la colonización de la esfera pública por intereses particulares. Los argentinos toleramos la expropiación de las instancias institucionales que a veces están muy lejos de la universalidad que declama, al menos como principio normativo, el régimen político. La tensión por las clases presenciales se inscribe en esta matriz. Se traduce en la posibilidad de contar con sentencias judiciales como una herramienta propia. Es peligroso. Un martillo sirve para clavar un clavo, pero también para lastimar. El uso privado del expediente des-ciudadaniza y la república democrática se alimenta de ciudadanos.