Foto de portada: ©Oscar Bony. “Culpable-inocente”, 1998, serie el triunfo de la muerte. Fotografía enmarcada bajo vidrios agujereados por disparos de pistola Walther P 88 de 9 mm. (Gentileza Carola Bony)
En el mediodía del martes 13 de septiembre, en Zárate, provincia de Buenos Aires, Brian Emanuel González, de 24 años, se retorcía de dolor, aplastado entre la carrocería de un vehículo utilitario y la columna de un semáforo. Llegaron los paramédicos, se amontonó gente alrededor. Un vecino gritó: “No es ni persona, no se merece que lo atiendan, que lo metan en un calabozo y lo maten”. “Rata te dejaron tirado, rata”, gritó otro. “Puto, te voy a matar antes que te saquen”, dijo otro y después se agachó, lo trompeó y pateó en la cabeza. Llegó la ambulancia y trasladó a Brian al hospital Virgen del Carmen, donde morirá esa misma noche. La camioneta que estrujaba el cuerpo había sido conducida por Daniel “Willy” Oyarzún, un carnicero de la ciudad que salió a perseguirlo luego de que Brian, acompañado de otro hombre, se llevara la recaudación del local a punta de pistola. El carnicero fue detenido. Se le dictó prisión preventiva por el delito de homicidio. Un par de días después, lo excarcelaron. Todos opinamos pero una opinión se destaca del resto: la del presidente de la Nación.
De un modo sintético, cristalino y tal vez impulsivamente para el modo de producción de discurso que suele emplear, el Presidente exudó su concepción del mundo. El Presidente dijo: “El carnicero es un ciudadano sano, querido, reconocido por la comunidad, el debería estar con su familia, tranquilo”. “Carnicero”, “ciudadano”, “sano”, “querido”, “reconocido”, “comunidad”, “familia”, y “tranquilo” fueron los términos que Macri eligió para solidarizarse con el acusado de homicidio y, así, ejercer presión sobre jueces y fiscales. La empatía con el carnicero, como víctima, es la intención. Él es de los nuestros, es trabajador y el otro es un delincuente. Él es un ciudadano sano mientras que el delincuente (que no fue asesinado sino que vivenció la muerte) no sólo no merece la calificación de ciudadano (que ostentaría derechos por su calidad de tal) sino que es un enfermo. Daniel está integrado a sus vecinos y vive en comunidad mientras que el otro es un bárbaro y fue pateado e insultado por los vecinos (que son tan ciudadanos como el carnicero y que no quieren al muerto igual que nosotros) mientras agonizaba en el piso. Para terminar de destacar las diferencias irreconciliables, el Presidente presumió, sin conocerlo, que el carnicero es un buen padre de familia, a la que contiene y protege mediante su trabajo.
Tal vez Macri no lo supo o no le preocupó saberlo pero Brian también era un vecino de Zárate, uno de ocho hermanos de una familia de trabajadores. Salía a trabajar con su papá, hacía jardinería y otras changas, no había tenido causas penales y tenía un hijo chiquito.
Este hallazgo de chivos expiatorios para responsabilizarlos frente a la omisión de cumplimiento de las obligaciones estatales y sociales y su entrega para ser linchados, dejando hacer o no cuestionando la venganza personal o colectiva, tiene múltiples efectos. Por una parte genera una sensación de fin de impunidad y de fortaleza social frente a las amenazas del mayor de los males. Al mismo tiempo, reproduce la fragmentación social a través de la confirmación de que el miedo al otro debe mutar en el rechazo al otro y en la búsqueda de alternativas individuales que únicamente logran agravar las raíces de la conflictividad y la violencia con que ésta se manifiesta. Lo que sigue lo conocemos: el miedo al otro deriva en el encierro en barrios privados, edificios de departamentos, rejas, alarmas, perros y armas de fuego, según el poder adquisitivo de los temerosos.
Foto: ©Oscar Bony, El Triunfo de la Muerte (1998). Fotografías en blanco y negro sobre papel y vidrios baleados con pistola. (Gentileza Carola Bony)
En este proceso los discursos de emergencia securitaria, reproducidos por los medios de comunicación concentrados, y multiplicados por las redes sociales, construyen ciudadanos de baja intensidad. Son ciudadanos carentes total o parcialmente de autonomía, que ceden cada vez más derechos para sentirse seguros. A cambio de que el Estado aplaque su miedo, el ciudadano de baja intensidad avala crecientes intromisiones en su intimidad, como cámaras que proliferan en todo espacio público, y tolera –y hasta demanda como políticas activas- restricciones a su propia libertad: saturación policial en calles y controles de identificación (legitimados por la justicia porteña recientemente) o requisas aleatorias. Es el mismo ciudadano que, frente a la emergencia económica, tolera la flexibilización de los derechos laborales y la anulación de derechos colectivos (como lo es el disfrute de un medio ambiente sano y la anuencia pasiva frente a desastres ambientales).
La emergencia securitaria motiva mayores concesiones ciudadanas respecto del uso de la violencia estatal, mina nuestra capacidad de activar políticas públicas y de reivindicar derechos y nos va adoctrinando como ciudadanos miedosos y propensos a ceder derechos humanos a cambio de sentir mayor seguridad.
La contracara institucional es el debilitamiento sostenido del Estado democrático. La conducción política se achica en su protagonismo en la gestión de las conflictividades y el delito y el Estado policial se va precalentando para entrar a la cancha al ritmo de las “olas” delictivas que generan océanos de inseguridad. Es en este escenario que los discursos de guerra al delito (o al narcotráfico) encuentran su contexto y sentido.
El gasto en costosa tecnología (respecto del que la emergencia permite omitir la Licitación Pública), en vehículos y armamento, y la inversión en la multiplicación de recursos humanos –con escasa preparación y sin formación especializada- es la fórmula repetida para abordar las guerras funcionales contra enemigos débiles e inorgánicos –como los pequeños ofensores- y contra enemigos inasibles –como “el flagelo de las drogas” o “el crimen organizado”-. Esas guerras, en las que todo valdrá para aniquilar al enemigo, solo permitirán despliegues estatales violentos e inservibles para abordar los núcleos problemáticos de la violencia y el delito.
Lo que pudo o quiso el progresismo securitario
Esta avanzada era previsible y los retrocesos de las políticas de seguridad democráticas, inevitables. El campo de las políticas de seguridad se dinamiza mediante tensiones controladas en distintos escenarios. Entre un pacto de poderes para perseguir los eventos más fáciles de procesar y la tensión que pretende golpear esos acuerdos y diseñar políticas reorientadoras de la selectividad, sin abandonar la gestión eficiente de la conflictividad violenta, existe una amplia gama de discursos y prácticas que oscila conforme las cosmovisiones, ideologías e intereses de los actores y contextos sociopolíticos locales e internacionales.
Durante la última década se produjeron innegables tensiones en algunos terrenos de las políticas de seguridad que habían permanecido inmunes al paso de los sucesivos gobiernos. Sin pretender acercarme a un balance, sí es útil para el análisis mencionar que en lo institucional y a nivel federal la conducción política de las fuerzas de seguridad dio sus primeros pasos; que se creó un Ministerio específico con funcionarios capacitados que se adentró los procesos formativos, que se diseñaron y ejecutaron políticas de derechos humanos con un claro enfoque de género dentro de las policías, que se trabajó seriamente en el ordenamiento de la información sobre violencias y delitos y en el vínculo con los poderes judiciales de todo el país al tiempo que se diseñó un plan nacional de participación comunitaria.
Varias iniciativas fueron perdiendo fuerza con el tiempo hasta truncarse definitivamente, otras tomaron la senda que sectores de la conducción política pretendieron evitar (como el despliegue de la Gendarmería en la zona metropolitana y en particular en villas porteñas y de Santa Fe), y algunas no llegaron a iniciarse, como la imperiosa desarticulación de la Policía Federal, su retiro de la Ciudad de Buenos Aires y la creación de una verdadera agencia federal de investigaciones.
La reorientación del sistema federal de persecución penal fue una de las políticas más acertadas y que logró sortear los límites de la vocación conservadora de quienes resistieron la reforma procesal penal. La Procuración General de la Nación se organizó sobre la base de criterios flexibles asociados a problemáticas delictivas intentando priorizar las más complejas y halló en la creación de las Procuradorías una vía para eludir a los fiscales y jueces de instrucción autoritarios, poco afectos al trabajo y pactistas con el delito organizado de Comodoro Py. Este lastre de operadores judiciales ascendidos en la década del 90, sin antecedentes técnicos que los respaldaran, registra una ineficiencia escandalosa en las materias que les compete. Sólo como botón de muestra basta destacar que las denuncias que reciben y prosperan sobre hechos de corrupción (contabilizando las que se elevan a juicio aunque no terminen en condenas) tienen una demora promedio de diez años entre el momento de comisión de un hecho y el momento en que éste está en condiciones de ser llevado a juicio[1]. Tanto esta improductividad absoluta, la selectividad en el procesamiento judicial de los eslabones más pequeños o no delictivos de las cadenas de los negocios criminales[2], así como el freno y acelere de las causas del fuero según el momento político o el imputado de que se trate (empresario, político oficialista u opositor, miembro de una fuerza de seguridad o militar, agentes de inteligencia) da cuenta del acuerdo expreso o tácito que los actores dominantes de este verdadero agente de poder mantienen con los grandes protagonistas del crimen organizado en la Argentina.
A su vez, el control de la violencia institucional fue uno de los mayores logros, que también comenzó a opacarse, antes de la llegada del Cambiemos al gobierno, durante la gestión de Sergio Berni. Cayendo en la lógica de la fragmentación que impone el discurso del miedo, y tal vez sobre la base de una necesidad política de exhibir acción en el área de seguridad, se produjo la inédita –para lo que habían sido los gobiernos kirchneristas- criminalización a trabajadores que resistían despidos, a sectores populares organizados que rechazaban desalojos y se desató la represión a pibes en barrios y villas bajo la lógica de la imposición del orden.
En sectores claves del sistema de seguridad en los que se requiere mayor conducción política y en los que se habían dado algunos pasos (el operacional, el de participación ciudadana, de logística, y de control disciplinario sobre los integrantes de la fuerza y de gestión de la información) se abandonó el tinte político estratégico, centralizándolos bajo la conducción de la Secretaría de Seguridad, que se transformó en una jefatura policial clásica. El reempoderamiento policial en la conducción de la política de seguridad y la legitimación de la violencia policial es parte de la herencia que Cambiemos no considera pesada.
Foto:©Oscar Bony, Dos asesinos una víctima, 1998, serie el triunfo de la muerte, Fotografía enmarcada bajo vidrios agujereados por disparos de pistola Walther P 88 de 9 mm. (Gentileza Carola Bony)
Entre las acciones sostenidas en el tiempo y con mayor consenso político se cuenta el Plan de Desarme, poco mensurable en términos de reducción de violencia pero una de las más relevantes en lo simbólico. Bajo el paraguas de este plan se diseñaron e implementaron un conjunto de acciones gestadas desde la sociedad civil mediante un activismo sostenido a lo largo de los años, para lograr el constante desestímulo estatal en el uso de la violencia para la gestión de los conflictos. En 2006 Nestor Kirchner acogió una serie de iniciativas destinadas a enviar un mensaje contundente a la ciudadanía respecto del posicionamiento estatal sobre la problemática de las armas de fuego. Comenzaba el inicio del fin de un histórico silencio del Estado frente a un discurso del miedo, legitimador de los reclamos de violencia institucional para gestionar la conflictividad social a través del debilitamiento del Estado en su rol de garante de derechos. En esta dirección de construcción real de una cultura de paz es que se decidió dirigir un mensaje contundente a la ciudadanía sobre el uso de la violencia para la gestión de los conflictos.
La primera medida adoptada en el marco de aquella nueva política fue el giro en el foco desde el cual el Estado abordaba el problema de las armas de fuego. Su gestión, históricamente, había sido delegada a las Fuerzas Armadas y posteriormente al área civil a cargo de la conducción de la Defensa. En 2006, al anunciarse la Política de Armas, se comunicó el inmediato traslado del Registro Nacional de Armas (RENAR) a la órbita del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (entonces Ministerio del Interior). Esta mudanza de esfera institucional, aunque pueda parecer formal, implicó un gran avance: la dependencia anterior se inscribía en la concepción de la seguridad nacional, que no sólo dejaba desubicado a un organismo que coadyuva al control de las armas de fuego sino que, además, implicaba un obstáculo en lo operativo. En este sentido, aquella reforma fue funcional, en la práctica, a una mejor coordinación táctico-operacional del RENAR con el Poder Judicial, el Ministerio Público y con las fuerzas de seguridad federales para facilitar la prevención del tráfico de armas, la producción de inteligencia criminal en la materia, la realización de operativos puntuales y el diseño e implementación de una política de reducción del circulante. El inicio del proceso de reorganización institucional de la autoridad de control se complementó con la puesta en marcha del Plan Nacional de Entrega Voluntaria de Armas. Iniciado en 2007 logró recoger, hasta diciembre de 2015, 175.000 armas de fuego y 1.500.000 de municiones en más de 60 puntos de entrega en todo el país.
La receptividad popular de algunas de las políticas implementadas permite vislumbrar una vocación colectiva por consolidar una cultura de paz que tensione los discursos del miedo, dirigidos a la fragmentación social y a enfrentar el desmantelamiento de los logros alcanzados. No será fácil. El grado de avance de los procesos de democratización en el campo de la gestión de la conflictividad violenta durante las gestiones kirchneristas fue muy parcial y en sólo diez meses el nuevo gobierno frenó de cuajo la reforma procesal penal, pactó con los servicios de inteligencia que habían sido desplazados, motorizó a las fuerzas más conservadoras del Ministerio Público Fiscal, reempoderó a los jueces federales cuyo poder se licuaba al extirparle las facultades investigativas, detuvieron el plan de desarme. La gobernadora Vidal, en la provincia de Buenos Aires, ha planteado una pseudo-tensión desde la lógica republicanista al pedir declaraciones juradas a los comisarios, pero no ha efectuado gesto alguno para retomar el liderazgo político del sistema de seguridad que su antecesor, Daniel Scioli, nunca asumió.
El clamor popular y las declaraciones políticas que aplauden y justifican los linchamientos legitiman el retiro político de la conducción del sistema de seguridad y el reintegro de plenos poderes a la policía. Ya sabemos que el no intervencionismo de las autoridades políticas en el campo de la seguridad pública implica un retroceso institucional de la política y un avance policial para la recuperación de espacios disputados y perdidos, disputados sólo simbólicamente o nunca disputados. Sin embargo, este saber no es ni siquiera la base para construir y consolidar una oposición viable y seria a las políticas de seguridad autoritarias, tal vez a diferencia de lo que ocurriera en etapas prekirchneristas y posdictadura.
Las señales de la vuelta son inconfundibles y hasta inevitables para sus pregoneros; el neoliberalismo securitario está de regreso y recargado. La pregunta es si volvió para quedarse. Esa es la batalla que deberemos dar quienes entendemos que la política de seguridad pública no puede deslindarse del paradigma de los derechos humanos. Tenemos que interpelarnos, ser duramente críticos con lo omitido y con lo hecho durante las gestiones que intentaron cambios. Si no estamos listos para construir una crítica seria de lo hecho y lo no hecho tampoco seremos capaces de decodificar las legítimas demandas sociales de seguridad.
[1] Ver el Informe elaborado por el CIPCE, ACIJ y el Ministerio Público Fiscal.
[2] El diario La Nación reconoció en 2016 que, aún luego de que la Corte Suprema declarara la inconstitucionalidad de la tenencia de droga para consumo personal, aumentaron el ingreso de este tipo de causas a Comodoro Py, refiriendo el 70% sobre el total de las que ingresaron por Ley de Estupefacientes.