Las películas de verdad, en mi opinión, son las que tienen algo invisible que puede verse. Para Jean-Luc Godard el cine tiene el deber de hacer visible lo invisible. Sin embargo lo enuncia al revés: las verdaderas películas son las que tienen algo que no puede verse detrás de la imagen. La idea de “lo invisible” es difícil de pensar, de asir. Pero me gustaría ensayar una analogía con “lo imaginado”, lo que no puede verse con las retinas pero que igualmente vemos. Lo que anida en el pensamiento pero tiene un correlato de imagen. Lo que no tiene corroboración con lo real pero existe.
Cuando alguien le preguntó a Gabriel García Márquez si pensaba que Cien años de soledad podía convertirse en una película, su preocupación fue por la imaginación: no quiero que Cien años de soledad se haga en cine porque la novela, a diferencia del cine, deja al lector un margen de creación que le permite imaginarse a los personajes, a los ambientes y a las situaciones como ellos creen que es. ¿Cómo es la tarea de volver visible lo invisible? ¿De hacer carne y mar “lo imaginado”? ¿Cómo es ponerle voz al narrador de “la gran novela de América”? ¿Disponer los muebles en la cocina de “La casa de los Buendía”? ¿Cómo es ponerle cuerpo a los nombres que rebotan en la cabeza de un continente entero desde 1967? Después de ver las ocho primeras entregas de la serie de Netflix basada en el libro podemos atrevernos a poner en duda a Gabo.
***
Tenía la piel cuarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color y la mirada atónita; tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento; había nacido con los ojos abiertos mirando a la gente con criterio de persona mayor: García Marquez describe una y otra vez la mirada del coronel Aureliano Buendía. Y aunque la literatura nos deja ese margen de invención que enorgullece al colombiano, la insistencia descriptiva con la que el autor nos cuenta a los personajes que él mismo imaginó, circunscribe esa libertad idealizada de los lectores. Si tuviera que decir cómo me imaginé al coronel cuando leí este libro por primera vez, la respuesta sería: como Emiliano Zapata. Y cuando García Márquez reveló en El olor de la guayaba cómo se había imaginado a Aureliano dijo: como Rafael Uribe Uribe. Curiosamente, el Aureliano de la pantalla, interpretado por Claudio Cataño, tiene todos los rasgos que comparten Uribe Uribe y Zapata: la mirada firme, el rostro lánguido, el bigote peinado, la piel trigueña, el pelo oscuro. Decía García Márquez en su pequeña batalla con el cine que allí la cara es la cara que tú estás viendo, la imagen es de tal manera impositiva que tú no tienes escapatoria. Como si la imaginación existiera únicamente desanclada de la imagen. Como si no imagináramos historias detrás de las imágenes del cine. Como si no pudiéramos discutir con las imágenes de la pantalla. Como si no hubiera imposición en la escritura.
En El ojo que escribe, Yuyo Noé introduce: El ojo que mira ve imágenes. El ojo que mira oye palabras que bautizan las imágenes que ve y las que no ve. Al oírlas, se las imagina. El ojo que mira lee las palabras, y así va imaginando el mundo. El ojo que mira escribe las palabras, y así va imaginando el mundo. El ojo que mira diseña las imágenes, y así va imaginando el mundo. El ojo que simplemente ve es ciego, y así no va imaginando el mundo. Noé rompe el binomio entre mirada e imaginación, entre palabras e imágenes, a través del ojo y su mirar: es el ojo, su intención el que dota de sentido a las imágenes, el que puede mirarlas, romperlas, fragmentarlas y con eso imaginar el mundo. No hay limitación en las imágenes, es el ojo el que elige crear o ver.
***
A propósito de los 70 años del escritor, Tomás Eloy Martínez escribió que los fanáticos de la novela repiten sus frases devotamente como si fueran plegarias. El texto de García Márquez tiene la sonoridad de lo divino. Inventa un lenguaje, una sintaxis, un modo de decir: rotundo, asertivo, profético. Se trata de un texto hermético, en donde casi no hay líneas de diálogo, en donde el tiempo en sí mismo es un personaje y su mayor virtud radica en su forma literaria, en sus formas semánticas, en la repetición y la confusión provocada al lector, en su modo espiralado y circular de narrar: un texto casi imposible de horadar con otro lenguaje como el audiovisual.
Pero, como la traducción, toda adaptación supone una traición. ¿Cómo conservar la esencia de Cien años de soledad? ¿Cómo reproducir ese rasgo de repetición cíclica y de confusión, propias de la novela, eligiendo un modo lineal de narración? ¿Cómo hacer aparecer al pelotón de fusilamiento como un destello arbitrario y recurrente a lo largo del relato? Aunque el guión esté pensado de manera cronológica (una historia de cien años de principio a fin), la incomprensión y la circularidad temporal están presentes en la pieza que logra producir ese “estado macondino” tan difícil de describir pero que es “una sensación” que cualquier devoto logra identificar.
¿Cómo hubiera resultado esta serie si los y las guionistas hubieran decidido no incluir al narrador? ¿Si sólo hubiéramos visto al coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento cerrando los ojos, recordando el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo como un montaje de escenas que prescinde de una voz en off que dice Muchos años después…? Si lo único que importara fuera que esa historia se comprendiera, el narrador podría no estar, no es necesario para contar la historia de la estirpe Buendía. Pero esa voz es mucho más. Es el tono de Cien años de soledad, en ese narrador se cristaliza el límite del cine frente a la literatura: es justamente aquello que no se puede traducir.
Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio, dice Úrsula mientras Macondo naufraga en una prosperidad de milagro. Si el tiempo de la novela es circular, la serie empieza por el final: Aureliano Babilonia leyendo los manuscritos de Melquíades que narran la historia de su propia familia (incluyendo hasta el árbol genealógico que más de uno habrá dibujado en la contratapa del ejemplar que le tocó) y con las hormigas coloradas devorando al último espécimen de la estirpe Buendía luego de que el viento arrasara con Macondo para siempre.
Vemos al último de los Buendía, nacido con la profética cola de chancho, dibujado en los pergaminos y la voz del narrador se impone: Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Esa superposición temporal (el final del libro —que es el final de la estirpe— con el pelotón —que es el principio del libro pero no el principio de la historia—) que no existe en la novela, es una anticipación de que lo que veremos tendrá licencias en una especie de espiral en la que cine y literatura se persiguen mutuamente intentando atraparse la cola.
***
¿Cómo se traduce el realismo mágico? ¿Cómo se lleva a la imagen y el sonido esa “sensación” latinoamericana? Hay una tentación para el cine y es confundirlo con lo fantástico. En la serie se trata más bien de una mirada poética del mundo, de una yuxtaposición natural entre lo mágico y lo cotidiano y eso se trasluce en que para filmar no se usaran grandes artificios técnicos: todo está hecho con la cámara y las cosas, de manera manual. Lo vemos en la escena en la que el Padre Nicanor va por el pueblo demostrando la existencia de Dios con actos de levitación: nada fue añadido, no hay croma, el actor es levantado con sogas que luego se borran en posproducción. Nadie puso en duda el origen divino de la demostración: la magia del cine también es su carácter artesanal. Porque lo propio del género es que lo mágico ocurra sobre lo ordinario, sin asombros, que esa mezcla conviva como una forma de vivir el mundo en el caribe colombiano. En palabras de la directora Laura Mora: una manera de soportar con belleza las tragedias cotidianas. A pesar de tratarse de una mega producción, mucho está hecho de manera rudimentaria, como haber recreado la lluvia de flores amarillas ante la muerte de José Arcadio Buendía con miles de flores reales y plásticas haciendo que esos momentos sean delirantes y al mismo tiempo reales.
***
José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído; que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Macondo fue primero un sueño. El éxodo que supuso su búsqueda literaria duró meses. Los productores de Cien años de soledad tuvieron un desafío similar al de los fundadores de la aldea en la novela: encontrar un pueblo que no existe. Había que sacarlo del imaginario y crear un sitio real que, además, debía estar ubicado en Colombia y construido por manos colombianas. Hubo viajes de inspiración a Aracataca, el pueblo natal del autor, al caribe colombiano, al Valle del Cauca, al Tolima, entre varios otros parajes. Esa búsqueda fue imprescindible. Finalmente encontraron un terreno de 540.000 metros cuadrados para diseñar lo que llamaron Macondo 1, 2, 3 y 4: las distintas versiones según el paso del tiempo, desde la aldea con casas de barro iluminadas por el fuego, hasta el pueblo con luz eléctrica y calles por donde pasarían carros. Todo fue construido por más de 200 colombianos y colombianas. Decía García Márquez que Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo: lo mismo pasa con la casa de los Buendía. Se van transformando pueblo y casa conectados con lo que va ocurriendo: se deprimen, florecen, se levantan, vuelven a caer, se pudren, un viento o un diluvio arrasa con ellos, desaparecen, reviven.
La casa es el útero de los personajes. La diseñadora de producción, Bárbara Enríquez, estuvo a cargo de la dirección de fotografía de otra casa con vida propia, icónica del cine latinoamericano, la de Roma de Cuarón. Esa casa, como la de los Buendía, también era un personaje en sí mismo, profundamente anclado al ánimo de las mujeres que la habitaban. En Cien años de soledad la casa refleja lo que siente su matriarca: entristece con Úrsula, envejece con ella, florece si Úrsula está contenta, se deprime si ella está de luto. La casa fue vestida a 360 grados, cuenta Enriquez que durante el rodaje podías abrir cajones, cocinar en la cocina, dormir en las camas, abrir los muebles y encontrar sus cosas. Esa búsqueda, esa construcción de vitalidad detrás de los objetos, de detalles, de eso que no se ve pero se siente, que lo sienten los actores, lo sienten los personajes y, en definitiva, también nosotros, los que miramos, es otra forma de volver visible lo invisible.
***
Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
La muerte de José Arcadio es desde el texto un plano secuencia. Podríamos decir: es cine. Es imposible leer el modo en el que un hilo de sangre recorre Macondo para avisar a Úrsula que su primogénito ha muerto sin que los ojos se nos transformen en una cámara que persigue la sangre milagrosa. La serie elige una y otra vez este plano: desde el beso de casamiento entre José Arcadio Buendía y Úrsula hasta un chancho que amenaza a la descendencia, pasando por una casa que abre sola sus puertas a los ojos que miran, para llegar de nuevo a Úrsula, aterrada en una cama por la idea de engendrar iguanas. O en el modo en el que, después de que el patriarca decrete: este lugar se va a llamar Macondo, perseguimos al pequeño José Arcadio desnudo corriendo por esa aldea de tierra recién fundada, para mostrarnos a la vez sus 20 casas de barro y cañabrava, a sus habitantes a caballo, cosiendo ropa, cuidando gallinas, abanicándose con un sombrero de paja, llevando en sus manos frutas o pescados, mientras el narrador nos recuerda que el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo: las palabras y las cosas. La literatura y el mundo. La narración y las imágenes. La recurrencia de este recurso es un modo de imitación de la escritura. Una forma de traducir esas oraciones larguísimas donde García Márquez narra algo que ocurre en un sitio, mientras en la habitación de al lado pasa otra cosa y, en el mismo momento, alguien experimenta un instante que habría de recordar muchos años más tarde.
***
García Márquez tardó 18 meses en escribir Cien años de soledad. Lo hizo en un aislamiento total en una casa alquilada en México. Las últimas páginas fueron tipeadas en su máquina de escribir entre febrero y marzo de 1967. Había invertido todo lo que tenía en esos meses de reclusión literaria. Para poder imprimir una copia entera de su manuscrito tuvo que vender una procesadora que había sido un regalo muy preciado de matrimonio. Así fue como pagó el envío de las quinientas páginas desde México hasta Buenos Aires, donde Francisco Porrua, a cargo de la editorial Sudamericana, había aceptado la publicación. Cuenta Tomás Eloy Martínez que el editor lo llamó una noche y le dijo: tenés que venir ahora mismo a mi casa y leer un libro extraordinario. Es tan delirante que no sé si el autor es un genio o está completamente loco. Martínez llegó a la casa de Porrúa una noche de lluvia con los pies embarrados. Una alfombra de hojas cubría el pasillo que iba desde la entrada de la casa hasta el estudio. Porrúa iba leyendo y tirando las hojas por el camino ante la excitación. Sin darse cuenta de que se trataba de los originales de Cien años de soledad, Tomás Eloy los pisó. Ninguna de sus huellas impidió que esas frases fatídicas, repetidas como profecías por los fanáticos por los últimos 56 años, se pudieran leer. Esa fue, tal vez, la primera irreverencia con la novela. Algunos meses después García Márquez estaría en la tapa de la revista Primera Plana con un título que consagraba a Cien años de soledad como “La gran novela de América”, donde Martínez además escribiría: para América Latina, esta novela tiene el sabor de una génesis, de una apertura hacia las formas más profundas de su vida.
***
La traducción es errata y malentendido, pero sobre todo saqueo y resurrección, escribe Laura Wittner en Se vive y se traduce. Adaptar Cien años de soledad implica un malentendido, una traducción imposible, meterse con un texto sagrado. Y la profanación de lo sagrado solo confirma su carácter milagroso. La experiencia de ver la serie no anula la experiencia literaria, sino más bien lo contrario: miramos la tele con el libro latiendo entre las manos, apoyado en la falda, ponemos pausa buscando los textuales del narrador o las frases terribles que pronuncia Úrsula Buendía decretando silencios que duran años. También las fugas, lo omitido, lo adaptado, nos preguntamos por qué José Arcadio Buendía le dice a Úrsula no habrá más muertes en este pueblo por culpa nuestra en lugar de decirle por tu culpa o si es una decisión correcta que Remedios Moscote tenga algunos años más que 9 para casarse con Aureliano. El libro custodia la serie, por momentos la audita, la pelea, la aplaude: traducir es ir pegado a la espalda de alguien, dice Wittner. La serie produce una conversación entre cine y literatura que, como decía García Márquez, son un matrimonio mal avenido: no pueden vivir ni juntos ni separados,. Lo dice el creador de las estirpes condenadas a cien años de soledad, el creador de los matrimonios mal avenidos por excelencia de la literatura: si la relación entre cine y literatura encuentra una analogía en el matrimonio de los primos Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía, siempre estamos inspeccionando al recién nacido, esperando que aparezca ese hijo humano con cola de chancho.