Crónica

Giras de rock


Qué tiene Charly García en la cabeza

Corre el año 2012, un cronista llega al mismo hotel de la estrella de rock argentina y lo que era una crónica sobre un músico en situación de gira (vidrios destrozados y saltos al vacío) se vuelve una pregunta sobre Charly García. Javier Cababié se da cuenta de que todos creen saber qué piensa el rock star. Adelanto del libro “La práctica del salto. Psicoanálisis más allá del periodismo", de Letra Viva Editorial.

Foto de portada: Agencia DYN
Fotos de interior: Javier Cababié

En el buffet de un hotel casi vacío, en un buffet vacío, en un hotel lujoso, en el mes de mayo, entre un montón de mesas libres, con el atardecer de un viernes que traza su línea sobre el ventanal, Charly García moja una medialuna en un tazón de café con leche. Solo, en una mesa para dos. Omite los cereales, los jugos de fruta, las tostadas, enciende un cigarrillo. Está sentado en una silla y nadie ocupa la silla de enfrente. A sus espaldas, una gigantografía con su imagen anuncia su show previsto para mañana, sábado por la noche.

Show: eso dice la empresa que vende las entradas. El público dice recital. Los fanáticos dicen que va a ser una fiesta; yo creo que se trata de un evento, un evento provincial. Charly García va a tocar en el microestadio de un hotel de Maipú (una pequeña localidad ubicada a veinte minutos de la Ciudad de Mendoza) y la burguesía local se hace presente por decantación; no agota las localidades, no arrasa con las entradas: asiste, ocupa su lugar. Una chica joven con la ayuda de una cámara fotográfica genera los retratos que ilustrará, el día siguiente, las páginas de espectáculos del diario local.

También omite la pileta, que es grande. Omite el sauna, el gimnasio, el lobby. Entra por la puerta de atrás del hotel Esplendor y sube en ascensor hasta el sexto piso. No la veo a Mecha, su novia; me dicen que está con Mecha, no la veo a Mecha. Sí puedo distinguir al manager, también a la jefa de prensa; hay otros, son como cinco o seis, el círculo íntimo, la mesa chica; todos en el ascensor que los lleva al sexto piso del Esplendor. No suben con valijas, las valijas suben, con Sol y conmigo, en otro ascensor. Le pregunto a Sol:

–¿El equipaje es de los músicos?
–Es de Charly.

Las valijas de Charly García son dos: una roja y una blanca; y sobre ellas, recostada, otra pequeñita de color rosado. Sol es la persona dispuesta por el hotel para que Charly pase una buena estadía. No necesita ser arisca para decir que no es buena idea abrir las valijas de Charly a ver qué llevan.

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Hace un par de días tocó en Santiago de Chile y al saludar a su público, dijo: “¡Hola Mendoza!”. Todos especularon, lo saben hacer: para el diario Los Andes lo de Charly fue un lapsus, y el motivo fue algún pisco de más. Otros diarios dieron versiones más amenizadas, rebajadas. La cabeza de Charly, de eso se trata: todos creen poder habitarla. Nadie sabe si ahora Charly está mirando televisión o tiene ganas de hacer una recorrida por los viñedos; algo sabe la jefa de prensa: “Ahora él tiene su cabeza en el show de acá”, me aclara. Algo dice Charly, para distribuir la voz: “Me volvió la excitación y la puedo manejar con dulzura”. Vuelvo al diario Los Andes: “El jueves actuó en Santiago de Chile pero creyó que estaba en Mendoza”. Y dice más: “Charly vuelve a Mendoza, la provincia donde pasó sus peores horas”. Sus peores horas, hablemos de eso.

En Mendoza, en 2008, médicos y enfermeros intentaban maniatarlo tras una “noche difícil” y todo lo que pueda desprenderse de ese concepto: matafuegos, vidrios, empleados de hotel, la imaginación de cada cual; había llegado en limousine desde San Juan, nadie lo pudo prever. Acá, en Mendoza, en 2000, un salto a una pileta desde su habitación del noveno piso escenificaba su demoliendo hoteles; lo presentificaba, lo ponía en acto; los movileros que merodeaban la zona se frotaban las manos; los programas de televisión que trabajan con archivos lo atesoraban. Fue en el año 2000, acá en Mendoza, cuando fue demorado por tirarle a una mujer, en un bar, una silla y un vaso por la cabeza. Hace veinticinco años, en 1987, acá, en Mendoza, era detenido por “conducta obscena” que incluía tomar whisky en el escenario, insultar a su público, agarrarse los genitales e invitar a los presentes a acercarse a él para tener un encuentro sexual. Antes, en 1983, hace veintinueve años, acá en Mendoza, tras desnudarse durante su recital, un policía golpeó la puerta de su cuarto de hotel al grito de “¡Abra: soy policía!”, que Charly respondió con una pregunta: “¿Y yo qué culpa tengo de que usted no haya estudiado?”.

Son muchas las marcas de Charly en esta ciudad: en el paredón de las vías del tren que une Mendoza con Maipú, un graffiti dice: “Pueden venir cuantos quieran, serán tratados bien”. Bienvenidos al tren, año 1973. El tren hace rato que no funciona, Charly sigue girando, a veces gira en círculo. Hace poco en la televisión le preguntaron:
–¿Te gusta más como estás ahora, o te gustaba más como estabas antes?
–Antes me gustaba como estaba antes, ahora me gusta como estoy ahora.

Todo lo que ayer se tituló escándalo hoy exige buen gusto y prolijidad que oficien como reivindicación. El hotel Esplendor es un hotel cuatro estrellas recientemente inaugurado. Dicen que lo hizo Tinelli y que a su inauguración asistieron figuras de la talla de Zaira Nara. Mi habitación está en el quinto piso; le pregunto a Sol si la puedo acompañar al sexto –el piso de los músicos– y en pocos segundos estamos dentro de la habitación del mánager, un muchacho petiso y panzón que camina con dificultad y que a su vez me presenta a Jimena, la jefa de prensa, la que algo sabe. Jimena tiene pelo negro, corte carré y expresión de quiero ser buena pero mi profesión no me deja (y yo elegí mi profesión). Cuando Sol se retira de la habitación nos sentamos los tres alrededor de una mesa ratona: el manager, la jefa de prensa y yo; les cuento que estoy allí para escribir sobre Charly García, me preguntan qué necesito y les digo que solamente necesito mirarlo. Me dicen que lo mire todo lo que quiera y me desean buena suerte, como sólo la pueden desear un mánager y una jefa de prensa.

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Todavía no es de noche y un Chevallier ejecutivo blanco y rojo con ventanillas polarizadas estaciona frente al hotel Esplendor. Se produce un movimiento, mínimo pero perceptible, en la recepción, y una leve y progresiva tensión en el personal de seguridad, incluso, ahora que me acerco, veo a un policía junto al micro: los jugadores y el cuerpo técnico de Instituto de Córdoba bajan y entran al hotel Esplendor. Hacen el recorrido en fila, pero llegando al lobby, uno de los jugadores se desentiende del trazo y se detiene en un rincón para hablarle a un termo, y otro compañero se detiene junto a él y le sostiene el termo como si fuera un micrófono. Un tercer compañero se acerca con un bolso de mano, lo ubica a la altura de los ojos y hace que los filma. Entre los tres recrean la escena de las declaraciones a la prensa: “Vamos a dejar todo, nos sentimos fuertes”, palabras así. Busco en Google las fotos del plantel para dar con el muchacho de pelo negro y largo que le sigue hablando al termo: tiene por apellido Videla, y es uno de los pilares del medio campo de Instituto.

Pregunto al conserje y me lo confirma: está registrado como Ezequiel Videla y se encuentra alojado en el cuarto piso, como todo el plantel de Instituto de Córdoba, equipo que el sábado por la mañana enfrentará al local Independiente Rivadavia de Mendoza, en un partido clave en la búsqueda del preciado ascenso a primera división.

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Fabián Quintiero acompaña en los teclados a Charly García de manera intermitente desde hace veinticinco años. Además, se dedica a la gastronomía: le dio un giro inaugural a la zona de Las Cañitas cuando fundó el Soul Café, con el espaldarazo de aquel Diego Maradona de mechón rubio que apuraba al Huevo Toresani por televisión para que lo fuera a buscar a la dirección exacta de su casa. Antes, Quintiero fue vocal de Boca Juniors. “Una buena experiencia. Tenés voz, pero no voto”. Ahora, pasea sus piernas flacas entre los jugadores de Instituto. Arrastra hawaianas negras y barbita de unos días, el lobby es su casa. Su campera roja canguro deja ver, por debajo, una remera blanca ajustada y arrugada.

Cuatro jugadores de Instituto enfundados en sus camperas deportivas blancas, le conversan. Ahora, viernes por la noche, un rato antes de la cena, no tienen mucho para hacer. Uno de los jugadores le pide intimidades de las giras. Dice Quintiero: “Acá no hay nada de homosexualidad”. Otro le pregunta cómo está Charly, dice Quintiero: “Ayer en Chile estaba medio yenga. ¿Viste el yenga? Le sacas una madera y se cae”.

El tema “Instituciones” abre el disco Pequeñas anécdotas sobre las instituciones y fue editado por Sui Generis, la primera banda de Charly García, en 1974. Un fragmento de la letra dice: ¡No preguntes más! / tenés sábados, hembras y televisores. Pienso en la futbolización del rock, en la rockerización del fútbol, lo busco a Quintiero y le pregunto:

–¿Qué tienen en común Instituto de Córdoba y Charly García?
–No sé.
–Instituciones.
Quintiero esboza una sonrisa y se deja caer en un sillón. Entonces conviven, la gira del rockero, la concentración del futbolista.

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El hotel Esplendor tiene todo lo que un buen hotel acostumbra tener y además, el microestadio. El trayecto sería así: se sale de la habitación (cuarto piso, Instituto de Córdoba; sexto piso los músicos de Charly García) se camina por un pasillo hasta el ascensor, se desciende hasta Planta Baja, se camina unos treinta metros a lo largo del lobby, y tras la recepción y un espacio que alberga un auto 0 km en exposición, el microestadio. Cada una de las instancias de ese trayecto ofrece, alternadamente, músicos y futbolistas. Los músicos son once, junto a técnicos e invitados ocupan veintisiete habitaciones y pasean por el hotel todo el día. Los ensayos los hicieron el año pasado cuando tocaron en el Luna y el repertorio viene siendo el mismo desde hace un par de shows. “¿Acá estamos lejos de cualquier cosa, no?”, pregunta uno de los chilenos, patillas largas, sombrero. Los chilenos son tres y fueron incorporados a la banda unos años atrás por Charly García. Los jugadores son veinte y están acompaña¬dos por el cuerpo técnico, algunos dirigentes y los preparadores físicos; ya de noche, el técnico Darío Franco, exjugador de la selección argentina, le dice “tenete confianza” a Videla; se lo dice entre el lobby y el microestadio, levemente apoyado en el capó del auto expuesto para la venta. El técnico se va, Videla se queda solo por unos instantes apoyado en el capó y luego se acerca a dos compañeros que les están sacando fotos con el celular a las promotoras del hotel que, uniformadas en minifalda y remerita roja, sonríen detrás del mostrador, como sólo lo pueden hacer las promotoras. Dice Videla: 

–Que se pudra todo.

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Por estos días, en torno a sus sesenta años, Charly García ya es el que será: se cuida de casi todo y en particular de que lo mi¬ren, también de que lo toquen; también se cuida de que lo escuchen. Se secunda, se escuda, hace lo que le queda, llega y se en¬cierra, lo puede hacer. “Si sale y habla con la gente se le instalan un montón de cosas”, me explica uno de los músicos; todo conocimiento es paranoico, después están los eufemismos: “Charly no hace un tratamiento, hace los deberes”. Sus músicos deambulan por el hotel, navegan con sus tabletas desde el lobby, él permanece estoico (recostado) en su reducto del sexto piso, donde cada cosa está en su lugar y Mecha tendió la cama.

Mientras tanto, afuera, es otoño. Adentro es sábado, son las ocho de la mañana; no hay rastros de los músicos y el plantel completo de Instituto desayuna en el buffet del hotel. En un par de horas estarán jugando el partido que los convoca en esta ciudad. Hablo con un par de dirigentes y fracaso en el intento de que me dejen acompañarlos en el micro rumbo al estadio. Es como si los dirigentes de Instituto se hubieran complotado con la jefa de prensa, el manager y el propio Charly para cerrarme las puertas: también yo, cronista, puedo ser el perseguido. Pido un LiquidPaper en la recepción (la recepción de los hoteles tiene LiquidPaper) y me dispongo a revertir la situación. Paso por mi habitación, agarro de la mochila mi remera marrón, la extiendo sobre la cama deshecha y escribo “Ni olvido ni perdón, 30.000 compañeros presentes”. Me dirijo hacia al buffet, bordeo la mesa larga, deseo suerte en general y llego hasta Videla. Apoyo una mano en su espalda y le digo que tengo algo para darle. Respetuoso, se levanta de la silla y nos alejamos unos metros del resto de sus compañeros; cuando estamos frente a frente, hago entrega de la remera. La despliega, la mira con detalle y me dice:


–Gracias.

Le digo:

–Vos sabés que tu apellido…

Me interrumpe:

–Ya lo sé.

Y luego me dice:

–Yo estoy a favor de estas cosas.

Le pido que la descubra al hacer un gol.

Me dice: –Es difícil que yo haga un gol.

–Lo vas a hacer. Y cuando la prensa te pregunte por la frase vos deciles que todo lo que tenías para decir ya lo dijiste en la remera.

–Digo eso.

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Comienza el partido, Videla va al banco: una lesión lo tiene alejado de las canchas, se cae la crónica. A falta de veinte minutos, con Instituto perdiendo uno a cero y sus chances de as¬censo directo que se alejan, entra. Dice el relator: “Un regreso esperado el de Videla”. Ingresa al campo, comenta algo con el réferi, que es Baldassi. Baldassi sonríe. Dice el relator: “Muy importante Videla en este equipo”. Los relatores hacen así: el predicado primero, el sujeto después. Tienen la costumbre de mencionar el apellido de los jugadores luego de cada acción, no se perca¬tan de lo repetitivo que puede resultar: este es Videla. “A ver qué hace Videla. Recupera Videla. Juega de primera Videla. Seguilo a Videla con Ferraros. Videla le dice no me agarres del pelo (aquí el sujeto primero). Videla va a apurarlo a Ferraros (sujeto-predicado-sujeto). Gana siempre Videla”. Y enfatiza el relator: “gana siempre Videla”.

Al término del partido Baldassi saluda afectuosamente a Videla (se dan un beso). El notero entrevista al autor del gol y cuando parece que cierra la transmisión y el relator dice: “Nos vamos despidiendo”, el notero lo interrumpe: “Una notita más, lo tengo a Videla, lo fui a buscar al vestuario”. Videla espera que la cámara lo tome de lleno y declara: “Yo pienso que en el primer tiempo fuimos superiores; ellos en el segundo jugaron mejor”.
No alcanzo a vislumbrar su remera marrón.

Un recital en una gira es una mancha negra, en el mejor de los casos un lunar afortunado. Establece un corte en la llanura, una breve ruptura en el cotidiano gira, un subidón del volumen como si sólo de eso se tratara, como si no hubiese gira que viene antes y viene después. Vendo la entrada que me regalaron para pagarme la habitación del hotel. Por la hendija de la puerta del microestadio del hotel puedo aventurar: problemas en la platea baja, disputas por el lugar, sillas blancas de plástico en el suelo: clima tenso que no logro descifrar. Cada tanto surge de la grada un aplauso leve que responde a la llegada de alguna personalidad de la provincia: una diputada mendocina junto a un hombre desconocido abrigado con dos chaquetas, un senador del eje peronista, un empresario constructor. Se apagan las luces del microestadio, comienza el recital.

La calle en la que se ubica la terminal de ómnibus de Mendoza se llama Videla y remite a Valentín Videla, quien fuera gobernador electo de San Juan en 1871, heredó una fortuna, se casó con una tal Jesús Maradona y, finalmente, fue encontrado asesinado una calurosa mañana de diciembre en una vereda céntrica cuando promediaba su mandato. Dicen los historiadores que le destrozaron la cabeza y que para que la escena fuera más contundente, los asesinos dejaron parte de la masa encefálica en el interior de la galera del mandatario.

Dentro de la terminal, una publicidad con fondo rojo y la foto de un porrón de cerveza dice: “No llegaste a Mendoza hasta que pediste una Andes”, pero yo no encuentro ese cartel en la llegada a la ciudad sino en el regreso, así que barajo por un momento la posibilidad de nunca haber llegado a Mendoza. Luego la desestimo y me despido de Mendoza, una ciudad que los fanáticos de adjetivar la llaman pacata, y que yo sólo la encontré poblada de Coca Colas e institutos de inglés.

Videla y los suyos regresan en micro; tras la derrota, la próxima fecha tienen una parada brava frente a Quilmes, en Córdoba. Un par de semanas después, Charly se descompensa en un recital, también en Córdoba. Los programas de chimentos se encargan de comunicar su recaída, como sólo ellos lo pueden hacer. Pero no es recaída, sólo un episodio, incluso un evento, otro evento provincial.