—Ahora el futuro son las mujeres— decía César Luis Menotti una de las últimas veces que me lo crucé en la confitería Saint Moritz en la esquina de Paraguay y Esmeralda.
Paraba ahí. Todos los mediodías los habitués del barrio sabíamos que se lo podía espiar por la ventana, sentado en su mesa en frente de la puerta. Yo de chica vivía cruzando en diagonal y los días que me visitaba mi abuela de La Boca me llevaba a tomar un Vascolet con vainillas a la confitería y jugábamos a la generala. No sé si Menotti ya frecuentaba el bar por esa época, principios de los 70, pero las vueltas de la vida me llevaron a vivir unos meses en el microcentro nuevamente en 2019 y mis visitas a la Saint Moritz volvieron a ser familiares y frecuentes. A veces nos saludábamos apenas con la cabeza pero en alguna ocasión me devolvió el saludo más efusivo, instruyendo al mozo para que me llevara el café a su mesa. Una de esas charlas devino en el tema del fútbol femenino, algo que tenía intención de impulsar y bancar desde su nuevo rol en la AFA.
Fue uno de los primeros hombres de fútbol que entrevisté cuando empezaba a hacer notas de todo tipo, a principios de los 90. Vivo en Londres desde los 80, y después de recibirme empecé a trabajar en la BBC. Venía a pasar varios meses en Buenos Aires cada tanto y hacía reportes y notas de color de todo tipo, para la BBC y para otros medios, incluso locales. La primera entrevista la hicimos en su oficina, y me quedé literalmente horas. Fumábamos los dos sin parar, tomábamos café, y él hablaba, gesticulaba, movía los brazos largos como si supiera que eran demasiado largos. Los codos parecían tener imanes que los atraían hacia el centro de su torso, las manos enormes hacían pasear el humo por su cara. Su voz profunda, casi tanguera, salía de la garganta ahumada y le daban a la situación un aura bohemia deliciosa. Lo había ido a entrevistar para un documental sobre la historia del fútbol en el Río de La Plata y se me acabaron ambos lados del cassette y las pilas mucho antes de que terminara la charla.
Cuando tocamos el tema de la dictadura se cabreó:
–Nosotros le dimos una gran alegría al pueblo argentino — me aclaró como si yo no lo supiera — Y que ahora vengan un montón de seres que en su momento bastante cómplices fueron, a subirse al vagón de la democracia… es francamente hipócrita.
Tras contarme que lo paraban señoras por la calle para agradecerle la copa que nos consiguió, la conversación viró a política. A la complicidad ciudadana, al tiempo de ocio. Salpicada con referencias a autores y pensadores, o partidos y jugadores.
Fue el técnico que nos guió a la gloria de ganar el primer mundial, pero no fue sólo eso. Fue el artífice de un estilo de juego, una filosofía del fútbol. Fue un verdadero intelectual y pensador, un exponente de la cultura en todo sentido de la palabra. Uno de esos hombres de fútbol que elevan el fútbol a formar parte de la vida artística y creativa de la sociedad. Articulaba la legitimidad del juego como una actividad tan respetable y noble como la literatura, el cine o la música, todas ellas disciplinas que lo fascinaban y que se infiltraron en nuestras charlas con la mayor naturalidad.
A lo largo de las siguientes tres décadas a menudo me pregunté qué hubiese pasado si no hubiera sido Menotti uno de mis primeros entrevistados; si hubiera sido alguien que me ninguneara por ser mujer o me tratara de extranjera por vivir afuera. O que cortara la entrevista cuando tocábamos algún tema difícil, o simplemente alguien menos amplio, generoso, divertido, y fascinante. Quizás no me hubiese dedicado a cubrir y a pensar el fútbol. Pero tuve mucha suerte y me topé con él. Y hasta el día de hoy recuerdo frases maravillosas de aquellas charlas, que recorren su vida y nuestro tiempo.
***
—¿Quién dijo que para jugar al fútbol hay que correr? — me dijo otra vez. Pensando en los que pensaban. En Messi, en Riquelme, en Aimar. Y en Diego.
Si el mundial que ganó Menotti en el 78 concretó un reconocimiento que se le debía al país por su semillero de talentos que deslumbraban al mundo desde principios de siglo - con clubes y jugadores que superaban a los mejores de Europa - en 2022 el reconocimiento era una deuda con Messi. El peso de la bandera minimizaba todos sus logros hasta que pudiera equiparar ese reconocimiento oficial y formal de ganar un Mundial, hazaña que lo eludía desde 2006. Y es que ser el mejor del mundo no es gratis, viene de la mano de comentadores y observadores ávidos por clavar una daguita envenenada en su talón de Aquiles.
Durante el Mundial 2014 la Selección se encaminó con buen juego a la final, pero los medios se preguntaban por qué Messi estaba en la cancha pero no lucía. Durante 2018 la debacle de la Selección por suerte duró poco, pero realmente nadie habló bien ni del fútbol de Messi ni del resto del plantel. Se habló de Diego acaparando la atención con sus exabruptos desde los palcos. El de 2010 había sido otro Diego y otro Messi. Pero no se pudo. Y mientras en casa se le cuestionaba su argentinidad, muchos en otros países se preguntaban si no estaría arrepentido de no haber jugado para España de pequeño (tuvo esa opción) ese año que la roja ganó el trofeo. Cuando finalmente los astros se alinearon y el 2022 fue la feliz montaña rusa emocional que vivimos, no faltaron las voces internacionales críticas, sobre todo provenientes del periodismo: “está lento”, “camina’, “se queda parado”.
Pocos fuera del país saben del rol clave que tuvo Menotti en la designación de Lionel Scaloni como técnico. Así como pocos fuera del país tienen conocimiento de una cantidad de narrativas y personajes que forman parte del riquísimo tejido que es nuestro fútbol. Scaloni había integrado el cuerpo técnico durante la debacle de 2018, pero supo mantener un buen vínculo y un diálogo abierto con el plantel. Menotti tuvo la inteligencia emocional de detectar que el valor humano de Scaloni podía reconfigurar a la selección.
Esa inteligencia emocional no le faltó nunca. Ni cuando dejó afuera de la lista de convocados para el 78 a un Diego Maradona de 17 años que seguramente no estaba listo para la enormidad de lo que se avecinaba. Ni cuando, siendo técnico de la selección mayor campeona del mundo, rompió con la tradición de nombrar algún amigo o allegado para entrenar a la selección juvenil y tomó él mismo las riendas de los chicos para trabajar con Diego en Japón 1979. Ese es un momento clave en nuestra historia futbolística.
—Conozco mucho a Diego y hace mucho tiempo— me dijo en una entrevista para la revista Observer Sport Monthly cuando Diego se reinventó tras la cirugía gástrica y de la noche a la mañana se convirtió en el presentador estrella de La Noche del Diez.
Nuevamente en la oficina de Paraguay, larga charla sobre la vida a través del fútbol, fue claro:
—Soy cauteloso con el uso de la palabra genio, no me gusta ni para Mozart— fue su reacción cuando yo utilicé el término—La belleza del juego de Diego tiene un elemento congénito, su relación con la pelota, pero también le debe mucho a su capacidad de aprendizaje: muchas de esas pinceladas de genio son en realidad producto de su capacidad de trabajo.
Y tras un silencio en el que quizás nos abstrajimos cada uno evocando una imagen mental de Diego y pelota enroscados en un infinito, fue Menotti quien habló primero:
—Diego trabajó mucho para ser el mejor.
Esa comprensión desde adentro de la delicada alquimia entre juego y trabajo, entre esfuerzo y talento, entre correr y gambetear, la supo poner en práctica como jugador y como entrenador del Huracán del 73, como técnico de Argentina en el 78, y como director deportivo de selecciones hasta 2022.
Podría argüir que es una sensibilidad parecida la que llevó a José Pekerman a utilizar al joven Messi con similar cautela en 2006. Testigo más de cerca de los vómitos al borde de la cancha, de algún otro tipo de nervios. Un educador consternado por el bienestar total del joven. Físico, psíquico y espiritual. No sólo en búsqueda del resultado inmediato. Muchos no estarán de acuerdo y no sabremos nunca cuál hubiera sido el futuro de esos dos adolescentes si hubieran hecho otra cosa en el 78 o el 2006. A Menotti se le dio el triunfo mientras que el resultado de Pekerman fue menos feliz.
Algo parecido sucedió con Juan Román Riquelme. Con poca presencia en los mundiales es una figura inmensa dentro de la conversación argentina, pero con menos matices debatidos en el extranjero. Es una figura divisiva. Uno puede ser riquelmista o no, pero las críticas superficiales, sobre todo en Europa, tienen mucho que ver con su falta de carrera de sprinter. Hablando de eso fue que Menotti me dijo aquello de que no hace falta correr para jugar al fútbol, que a veces pensar es más importante. Admiraba al mismo tiempo y sin pudor el juego de Riquelme y de Pablo Aimar.
Por eso cuando en el 2022 me preguntaron en los medios internacionales por qué Messi no corría, me salió muy espontáneamente responder:
—Debe estar pensando.
***
—El Mundial no tiene nada que ver con el fútbol— dijo otra vez Menotti —Es un gran negocio que tiene la Fifa, el más grande negocio, que aparece cada cuatro años. Pero el fútbol es otra cosa.
Esa es otra de las frases que me acompaña siempre, sobre todo cuando el gran negocio levanta su monstruosa cabeza y nos consume a todos, para bien y para mal, en el circo que puede ser tan sublime como grotesco. Son épocas de mucha actividad farandulera, de revisitar a excampeones, divulgar modelos de botines y marcas de camisetas, de buscar nuevos arcos narrativos para mostrar una y otra vez los muy cotizados minutos de fútbol que las programaciones de todo el planeta adquieren por millones.
—¿Sabés qué me pasa? De repente estoy en un hotel en Japón, pongamos, y no puedo dormir y a las tres de la mañana me pongo a hacer zapping y me veo en la tele— y extendía sus brazos quijotescos como preguntando al cielo — ¿Quién está facturando con eso, me querés decir?.
El fútbol puede dejar pocos amigos, y para la mayoría de los atletas de élite puede proveer laureles de corta duración y futuros muy inciertos. Son pocos los que logran forjar una trayectoria profesional dentro de la industria cuando se acaban los años de actividad física. Menotti estuvo siempre bien balanceado sobre la cuerda floja que lo mantuvo muy adentro, muy arriba y con dignidad. Conocía el valor de sus palabras y de su tiempo, y nunca tuvo reparos en aclarar que un café y una charla distendida no era lo mismo que una entrevista con cámaras y luces y firmas de cesión de derechos.
Al mismo tiempo, tenía una actitud amistosa y alentadora. Si algo le parecía interesante, sugería continuar explorando. Si algo le parecía deplorable y frívolo, lo señalaba sin tupé. A su total admiración y respeto por Diego futbolista, por ejemplo, la acompañaba un cierto desdén por ser el primer futbolista acaparado por el jet set.
Distinguía entre farándula y entretenimiento. No le gustaba la mediocridad, pero sí la cultura popular.
—El fútbol —decía siempre —tiene que ver con el tiempo de ocio del hombre.
Y justamente por eso le adjudicaba enorme importancia.
Todos sus conceptos de fútbol arte, de la belleza del juego por encima de los resultados, de atacar y generar jugadas creativas, son absolutamente coherentes si se los toma como un continuo de su visión del mundo, de la sociedad y del ser humano. El arte es lo que nos distingue y lo que nos salva. El fútbol, como parte de la expresión artística, tanto del individuo como de un pueblo, adquiere una dimensión esencial para comprendernos.
Como éramos vecinos, y encima con la misma inicial, nos tocaba votar en la misma mesa en el lugar en que estábamos empadronados. La interacción entre Menotti y los fiscales, mate y facturas de por medio, será siempre uno de mis recuerdos más atesorados, no sólo porque de por sí me emociona la democracia, sobre todo su manifestación explícita en una tan delicada como la nuestra, sino también por el deleite que provocó en mi padre saber de ese encuentro. Porque mi padre admiraba muchísimo a Menotti. Poco antes de su propia muerte, me envió este poema de Roberto Juarroz:
De un abismo a otro abismo.
Así hemos vivido.
Y cuando nos tocaba el interludio
de una zona de aire,
donde es fácil respirar y sostenerse,
añorábamos sin querer el abismo,
que nos ha amamantado con la nada.
Desde el fondo del ser trepa un ensalmo
para pedir, cuando llegue la muerte,
que todo sea un abismo, no otro rumbo.
Pienso en él cuando veo un video de Menotti que se viralizó en las últimas horas donde habla de la importancia que tiene un partido de fútbol. Dice que debe, por sobre todo, lograr que el aficionado quede impregnado de la delicia. Más allá de ganar, que diga “¡qué bien jugamos!”. Sus palabras exactas son:
—El éxito es como llegar al borde del abismo; un paso más y desaparecemos. Un paso para atrás y podemos aspirar a la Gloria.