Los chicos de quinto todavía están dormidos. Ximena, la profe de Redes sociales y narrativas transmedia del bachiller en Comunicación, habla sobre las transformaciones de las redes y las diferencias con los medios tradicionales. Es la primera hora de la mañana y a ellos les cuesta prestar atención. Entonces llega el recreo.
A la vuelta, los estudiantes entran al aula con la mirada puesta en los celulares. Ximena los nota entusiasmados y les pregunta por qué las risas. Se entretienen con Tellonym, explican, una app para realizar desafíos anónimos:
—Por ejemplo, si Florencia le “daría” a Hernán. Después subimos las respuestas al Instagram del curso.
Ximena aprovecha el fervor para problematizar la exhibición de la intimidad en redes. Una estudiante, que no suele participar en clase, levanta la mano y grita:
—¿Y qué pasa cuando una compañera publica en X que sos una puta?
El viernes, en la misma escuela, se celebran las fiestas patronales. Los profesores se enfrentan a los estudiantes de quinto en un partido de fútbol. El resto del colegio, que tiene más de veinte cursos, los observa. Los profes van ganando el partido y los pibes corren atrás de la pelota sin demasiado criterio mientras sus compañeros los alientan desde los costados de la cancha. El ruido es ensordecedor, pero un conflicto en las galerías del patio se roba la atención: un estudiante, a los gritos, agrede a un preceptor. El reflejo de los alumnos es inmediato: dejan de mirar el partido, corren y se acercan a la escena con el celular en la mano. A una distancia prudente, filman la pelea.
El debate sobre las tecnologías del siglo XXI y cómo incluir las competencias propias de la “era digital” en el aula despierta fervores entre los especialistas, pero es abstracto para directivos y docentes que enfrentan situaciones problemáticas por el uso que niñeces, adolescencias y familias hacen de los celulares en la escuela. Son estas prácticas las que deben ser interrogadas a la luz de transformaciones históricas que tensionan la autoridad de la institución escolar.
El debate sobre cómo incluir las tecnologías del siglo XXI en el aula despierta fervores entre los especialistas, pero es abstracto para directivos y docentes que enfrentan situaciones problemáticas todos los días.
Desde 2018, varios países restringen el uso del celular en las escuelas, ya sea en uno o varios de sus niveles: Francia, Grecia, Italia, Finlandia, Suecia, Noruega, Países Bajos, China, Reino Unido, Ghana y Ruanda. Ahora, la Ciudad de Buenos Aires avanza en una normativa que regula el uso de dispositivos digitales personales en los establecimientos educativos.
El desafío que se impone a las escuelas excede a los dispositivos. Las notificaciones de las plataformas invaden las pantallas y son solo la punta saliente de una planificación técnico-económica que pretende capturar el tiempo de vida de los usuarios. Las empresas informáticas más importantes del capitalismo contemporáneo comandan este intento de captura y tienen como exponentes a los multimillonarios de moda: Musk, Bezos, Zuckerberg, Larry Page o Galperín por estas tierras.
No puede haber uso crítico y reflexivo de las nuevas tecnologías sin antes comprender los efectos sociales y políticos del funcionamiento algorítmico. La escuela, que aún tiene el privilegio de albergar a los niños y adolescentes durante siete horas de lunes a viernes, puede ser un espacio de disputa de las lógicas individualizantes y mercantiles que se consolidan en la plataformización de la vida.
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Hoy es un día especial en la sala de jardín: se permite la visita de familiares en el marco de una muestra de actividades y ahora es el turno de la expresión corporal. Los niños corren y bailan. La docente de nivel inicial toma por unos segundos su celular para ambientar con música la coreografía. En ese instante, una de las madres graba la secuencia y la comparte en redes sociales.
Pero no es cualquier mamá. Se trata de una bailarina, pareja de un famoso cantante de cumbia, con más de cuatrocientos mil seguidores en Instagram. Los comentarios del video atacan a la maestra por usar el celular en la sala: se la acusa de descuidar a los niños. La escuela se involucra y solicita a la bailarina un descargo en redes que reivindique el trabajo de la docente.
El desafío que se impone a las escuelas excede a los dispositivos. Las notificaciones de las plataformas invaden las pantallas y son solo la punta saliente de una planificación técnico-económica que pretende capturar el tiempo de vida de los usuarios.
Desde el Instagram de la bailarina se puede acceder a las cuentas de sus dos hijas en esa misma red social. En la parte superior de los perfiles se advierte: “Cuenta supervisada por mi mamá”.
La publicitación permanente de la vida vuelve difusos los límites escolares. La escuela está en crisis desde hace tiempo. Primero fueron sus “interiores”, como sentenció Deleuze para las instituciones de encierro en los ‘90. Ahora, el “exterior” viaja en el bolsillo de cada estudiante, se incrusta en sus rituales y en sus prácticas, y desafía su poder normativo. No se trata solo de las redes sociales sino de una dispersión de prácticas que se entraman con la subjetividad de las niñeces y adolescencias en sus smartphones: apuestas online, criptomonedas, juegos varios, edición de imágenes y textos con inteligencia artificial.
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Los medios masivos que dominaron el siglo XX —los diarios, la radio, la tevé— seguían el modelo “uno a muchos” del broadcasting: un único emisor para un sinfín de receptores, con contenidos idénticos destinados a cada miembro de la audiencia. Un público masivo se sentaba a la misma hora ante el televisor, a mirar el mismo noticiero.
Los docentes y los equipos directivos crecieron bajo esta experiencia homogeneizante. Si se les pregunta a los estudiantes de hoy cómo se informan, la respuesta no sorprende: por las redes sociales. La función informativa de los medios fue reemplazada por las pantallas de los smartphones.
Aun se supone que los diarios, la radio y la tevé son determinantes en la conformación de la “opinión pública”. Pero las pantallas son inquietas y movedizas. Las notificaciones atraen la mirada y los contenidos en plataformas se personalizan. La experiencia común de público masivo, que consume noticias similares, se difumina en las recomendaciones algorítmicas de las redes sociales.
El “exterior” viaja en el bolsillo de cada estudiante y desafía el poder normativo de la escuela.
A la salida de la escuela, un alumno de cuarto año interrumpe el diálogo entre un docente de literatura y otro de historia. Los saluda y hace un chiste que cuestiona la política económica del entonces ministro de Economía, Sergio Massa. Los profesores, en confianza, lo invitan a argumentar. El adolescente saca el celular, extiende el brazo y responde con un reel de un periodista en Instagram. Se hace un silencio.
—¿Y? —pregunta el profesor de literatura.
El estudiante acerca aún más el celular a las caras de los profesores. Insiste, con el gesto, en que la verdad está contenida en ese reel. Videos breves y de planos veloces: en su recepción se consolida una determinada visión del mundo y de la sociedad en la que se vive.
Es necesario preguntarse si hoy existe algo así como la “opinión pública” para un adolescente. La pregunta vale también para los adultos que se informan en redes sociales. Pero los adolescentes de hoy nacen a la vida social como consumidores de plataformas. Su relación con la información viene ya personalizada por la intervención algorítmica. Las plataformas dan forma a una relación individualizada con el acontecer social y político: ¿cómo trabajar en las aulas los valores democráticos de la pluralidad y la diversidad frente a estas modalidades singularizantes?
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La plataformización de la vida cotidiana es un proceso en curso, en plena expansión, que incluye prácticas que exceden a las redes sociales: las reseñas de Google Maps, las compras en MercadoLibre, el consumo audiovisual y musical en plataformas de streaming, viajar en Uber, solicitar un delivery por Rappi, enviar un mensaje por WhatsApp, realizar tareas en Classroom, invertir en MercadoPago.
En una mesa redonda de la biblioteca, seis estudiantes de segundo año miran con atención las estadísticas de uso de sus celulares. Se trata de una actividad que interrumpe la rutina escolar: un taller que los de quinto año prepararon para sus pares de segundo, organizado por la materia Seminario de comunicación, tecnología y sociedad.
Un pibe de quinto toma la iniciativa y ayuda a los más pequeños a analizar las estadísticas. El objetivo es trasladar la información a un afiche grupal que muestre la sumatoria del tiempo de uso semanal que dedican a las plataformas más populares. El smartphone de un integrante de la mesa replica lo habitual en todos los grupos: 17 horas con 16 minutos dedicados a Instagram en una semana. Si se suman las 9 horas con 48 minutos de TikTok, tenemos más de un día entero de la semana vivido en redes sociales.
Los adolescentes nacen a la vida social como consumidores de plataformas. Su relación con la información viene ya personalizada por la intervención algorítmica.
El taller confirma lo esperado: una porción significativa del tiempo de vida adolescente transcurre en plataformas que crean espejos algorítmicos de cada uno de sus usuarios, sean estudiantes, familiares o trabajadores de la educación. Ese espejo se retroalimenta de las interacciones con los contenidos que se muestran: likear, comentar, compartir, chatear, pero también rechazar, scrollear —pasar a otro contenido— y el tiempo de visionado. Toda acción en plataformas es cuantificada, parametrizada, registrada y se transforma en datos para la construcción de perfiles que se acomodan a los intereses, gustos y opiniones de los usuarios. Las predicciones y recomendaciones algorítmicas se ajustan a esos perfiles para que el usuario permanezca el mayor tiempo en la plataforma.
La ecuación es simple: más tiempo, más datos con los que el algoritmo perfecciona su análisis automatizado para ofrecer contenidos más eficaces para capturar la mirada. Si la mirada se sostiene, se muestran más publicidades y se profundiza el circuito de producción y análisis de datos. Niños y adolescentes tienen ante sí un espejo que los refleja en su individualidad, repartida en múltiples ámbitos de la vida: consumos, gustos culturales, modas, vínculos afectivos, opiniones políticas. Las plataformas no son un territorio neutral ni mucho menos el espacio en el que se ejerce la “ciudadanía digital”. Para que los estudiantes comprendan mejor el mundo en el que viven se requiere, al contrario, desmontar los mecanismos de funcionamiento de “lo digital”.
Esta lógica, trasladada al consumo en general, implica un perfeccionamiento de técnicas publicitarias y del marketing que ya tienen un siglo de historia. Pero la personalización algorítmica de la información y de los contenidos políticos dificulta el acceso a visiones de mundo que confronten con las propias inclinaciones. Estas preferencias, además, se constituyen en plataformas que premian contenidos explosivos, de formas virulentas, debido a su potencial para incitar reacciones. Periodistas, dirigentes políticos y empresariales hablan cada vez más con las modalidades de X: la agresión, el insulto y la burla del que no piensa igual. Este lenguaje, que tiene en el trolleo su máxima expresión, se introduce en los vínculos escolares: los stickers de WhatsApp se transforman en una forma rutinaria de ridiculizar a quien se considera distinto.
En el aula, el celular es una tentación: revisar esa publicación nueva de una amistad en Instagram, el último short del artista favorito en YouTube, el trend de X, el TikTok del momento. En el secundario, el docente compite, con su presencia y sus métodos de enseñanza, contra la distracción plataformizada que fluye por el aula. Se encuentra ante los estudiantes durante unas horas a la semana. Los espejos algorítmicos, en cambio, no saben de límites horarios ni institucionales. Tienden a mimetizarse con la vida.
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Un paneo veloz por los resultados que ofrece Google a partir de los términos “redes sociales” y “escuela” arroja: niños escapan de una escuela de Mar del Plata para cumplir un reto de TikTok: desaparecer de sus casas durante 48 horas; una escuela en Carolina del Norte, Estados Unidos, retira los espejos de los baños por el tiempo que los estudiantes dedican a filmarse frente a ellos para esa misma plataforma; estudiante de segundo año, en La Plata, edita imágenes de sus compañeras con inteligencia artificial, para que se vean desnudas, y las difunde por WhatsApp; reglas para que los docentes no sufran represalias por su utilización de las redes sociales. Noticias dispares que confirman un síntoma de época: el conflicto creciente entre la exhibición de la vida en plataformas digitales y la institución escolar.
En el secundario, el docente compite, con su presencia y sus métodos de enseñanza, contra la distracción plataformizada que fluye por el aula.
En el siglo XX, las fronteras entre lo público y lo privado ordenaban las prácticas cotidianas. No cualquiera entraba a una casa ni mucho menos a ciertos ambientes domésticos, que se resguardaban de las miradas de los visitantes. Hoy, esos espacios se ofrecen a la mirada plataformizada de los otros: habitaciones, baños y livings desfilan en publicaciones e historias de redes sociales. Lo íntimo, lo privado y lo público fluye entremezclado en plataformas: ¿dónde empiezan y terminan cada uno de estos ámbitos?.
Los estudiantes de quinto muestran imágenes y videos de los festejos del final del secundario. Un compañero ebrio en una esquina no se puede mantener de pie en un último primer día. Otro sin remera sostiene una bengala de humo y canta desaforado en una plaza. Videos del partybus en la previa al viaje de egresados. Momentos inolvidables que se registran y se exhiben no solo a amigos sino también a adultos de la escuela.
La comunicadora argentina Paula Sibilia denomina extimidad a este fenómeno: una intimidad que se realiza mediante su exhibición. Las vidas cotidianas de la “gente común” se vuelven un espectáculo que se publica y se consume en plataformas. En las redes sociales se conforman rituales novedosos que permiten a los adolescentes darse una cierta imagen de sí mismos y construir su identidad, sujeta a la confirmación de los otros mediante las reacciones que las plataformas ofrecen para interactuar. La presencia de los otros en las pantallas empuja el deseo de registrar la propia vida y difundirla. La extimidad mueve a niñeces y adolescencias a realizar actos que encuentran su valor en los likes y follows que suscitan en las plataformas. La evaluación permanente que implican estas modalidades vinculares presionan sobre la subjetividad de los estudiantes, que tienen a disposición un mecanismo de gratificación -o castigo- instantáneo y espectacularizado.
La disolución de las fronteras alcanza también a los trabajadores de la educación. No es lo mismo para el docente tener su perfil en redes cerrado o abierto al público.
La disolución de las fronteras alcanza también a los trabajadores de la educación. No es lo mismo para el docente tener su perfil en redes cerrado o abierto al público. La pandemia fue un shock para los docentes. Muchos tuvieron que mostrar la propia casa a los estudiantes y tensionó a una generación que creció bajo parámetros sociales bien distintos a los de sus alumnos. La vida de los adultos –su trabajo, la situación sentimental, el pensamiento político– está al alcance de una búsqueda en Instagram o Google. Pero el daño también está al alcance de un smartphone. Una captura de pantalla de una foto en Instagram se difunde en el grupo de WhatsApp del curso y se expone a los comentarios y opiniones de los adolescentes. Si esos comentarios son agresivos y llegan al conocimiento del docente, su integridad y la autoridad ante el curso quedan lastimados.
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El futuro llegó hace rato a la escuela: la tecnología ya viene incorporada a la educación en sus diversos niveles gracias a las prácticas plataformizadas que niñeces, adolescencias, familias y trabajadores naturalizan en su socialización digital.
La restricción del uso del celular en todos los niveles funciona como advertencia y contribuye a mejorar las condiciones de enseñanza y de aprendizaje, pero la implementación no puede descargarse únicamente sobre las escuelas. Todo contexto escolar se inscribe en el trazo más grande de una época que tiene en la plataformización de la vida uno de sus rasgos salientes.
El anexo que acompaña la resolución de la Ciudad de Buenos Aires menciona riesgos y usos inadecuados de los dispositivos. Pero el problema está en el uso común y corriente de las plataformas que colman los celulares, tanto en las familias como en los estudiantes. Frente a estas prácticas, se promueve la “autorregulación”. Se responsabiliza a los estudiantes y se olvida la dimensión político-económica que explica la dispersión de problemáticas y padecimientos individuales vinculados con las plataformas.
La escuela, durante el tiempo que retiene a sus estudiantes, tiene la oportunidad de confrontar la relación individualizada con el mundo que promueve la plataformización. Las restricciones al uso del celular para fines no pedagógicos deben acompañarse de instancias formativas que pongan en un primer plano lo que permanece vedado en el uso naturalizado –no desviado, ni riesgoso, ni patológico– de las plataformas: la operación de captura sobre el tiempo de vida y su explotación económica.
Ante la lógica algorítmica, la escuela es un espacio abierto a intervenciones, propuestas y la presencia de otros que recuperen la heterogeneidad que constituye a toda sociedad, con sus modos diversos y contradictorios de experimentar un mismo tiempo histórico. Este tiempo histórico.
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Es el día del Veterano y de los Caídos en la guerra de Malvinas. Todas las divisiones de quinto año, más de cien estudiantes, se reúnen en el teatro de la escuela. Un excombatiente, vestido de fajina, cuenta sus vivencias. Es un hombre alto, robusto, de tez morena. Rememora su experiencia de combate y habla sobre la disyuntiva de matar o morir en una guerra. Da a entender que tomó una decisión ante esa disyuntiva.
En el salón solo se escucha su voz. Ningún adolescente, en ese momento, tiene el reflejo de sacar su celular.