Hace un tiempo leí un artículo académico que me molestó. Preguntaba: ¿por qué a Félix Bruzzone no le alcanzó con montar una sola vez su conferencia performática Campo de Mayo, y siguió representándola durante varios años después de su estreno? ¿Qué añadía a su “trabajo de posmemoria” la performance, cuál era ese plus que lo llevaba a desplazarse de la literatura a la escena? Me dio bronca el trabajo (soy quizás demasiado visceral para la academia) porque son preguntas que no se les hacen a artistas que no son huérfanos de desaparecidos, no se les pregunta qué están reparando de su propia historia con su obra ni se les piden estas justificaciones para moverse de una disciplina a otra, pero entiendo que la pregunta quizás sea pertinente cuando lo que desbarajustó esa biografía es del orden de lo político. Quizás sea una especie de hacerse cargo.
En todo caso, no comenzaré este primer intento de articular algo sobre Camuflaje, la película de Jonathan Perel sobre una idea original de Bruzzone, con Bruzzone y con textos de Bruzzone, remedando aquel paper y preguntándome por qué al escritor no le alcanzó la conferencia performática ni la novela que también tituló Campo de Mayo, por qué necesita ahora hacer una película, ni mucho menos cuándo va a parar. Y cuando digo parar podría decir parar de correr, porque lo que hace Félix en la película es correr, como Fleje en la novela y el Corredor en la performance. Pero basta de comparar, porque además Camuflaje no es solo Bruzzone, es también Perel. Jony. su director, es autor de una filmografía documental muy personal sobre temas de memoria: El predio (2010), 17 monumentos (2012), Tabula rasa (2013), Toponimia (2015), Responsabilidad empresarial (2020), entre otras películas. Mucha cámara fija, mucho tiempo para pensar. Sin caras famosas ni consignas para repetir, mayormente sin personas ni palabra alguna. Pero Camuflaje es distinta. No es solo Perel, es también Bruzzone, lo más parecido a una celebrity que ha dado la llamada “literatura de hijos” (estoy entre él y Laura Alcoba que escribe en francés).
Entonces, no vamos a analizar Camuflaje como parte de una trilogía de Félix sobre Campo de Mayo, o en serie con otros films de Jony. Porque lo interesante es este encuentro entre ambos y todos los encuentros que tienen lugar alrededor o dentro de ese espacio “enorme”, como no se cansan de decir en la película, que es Campo de Mayo, entre un trote y otro de Félix.
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Campo de Mayo es en efecto enorme. Con 5000 hectáreas, es una de las mayores guarniciones militares del país. Ubicada a 30 km de la Ciudad de Buenos Aires, se distribuye entre los partidos bonaerenses de San Miguel, Hurlingham, Tigre y San Martín.
¿Qué me lleva a mí a mirar a Félix meterse en Campo de Mayo? ¿Qué lleva a Jony a filmarlo, a la Berlinale a programar la película?
Históricamente ha sido un espacio ligado a las asonadas (esa palabra por suerte demodé) militares, desde el golpe de 1930 hasta el levantamiento carapintada de 1987. Durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional funcionaron en Campo de Mayo al menos cinco espacios de reclusión: los centros clandestinos de detención El Campito y Las Casitas, la prisión militar de encausados, un sector del hospital adonde eran llevadas a parir las embarazadas desaparecidas y el aeródromo. De la pista área ubicada cerca del Campito despegaban los vuelos que arrojaban a las víctimas al mar. Unas seis mil personas estuvieron secuestradas en Campo de Mayo; solo sobrevivió un centenar. En 1984 la Conadep visitó Campo de Mayo y encontró los cimientos de los tres edificios que componían El Campito, tierra removida, mínimos vestigios materiales. Cuando volvieron a ingresar sobrevivientes e investigadores en 2006, ya ni eso. Ni los árboles. Años después, las excavaciones realizadas por el Equipo Argentino de Antropología Forense volvieron a descubrir los cimientos. También encontraron, abandonados a cielo abierto, los aviones desde los cuales tiraban a la gente a mar.
En El Campito fue vista por última vez Marcela Bruzzone, militante del PRT-ERP, mamá de un bebé de tres meses, Félix.
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Al comienzo de Camuflaje, Félix corre descalzo sobre el asfalto durante casi dos minutos. Solamente vemos sus pies y oímos su respiración agitada. Queda claro: esto va a doler. A Félix más que a nadie. A lo largo de la película, Félix va a correr descalzo, en zapatillas, bajo la lluvia, sobre durmientes, al rayo del sol, en subida, en bajada, demasiado cerca de los trenes, en torno y dentro de Campo de Mayo; al finalizar esta suerte de entrenamiento, participará de la Killer Race, la carrera asesina, en la misma guarnición. Cuando corre, a veces, se escucha su voz en off, entrecortada, exigida, porque el Félix que narra también está corriendo.
—¿Por qué la gente se va a vivir alrededor de Campo de Mayo? —se pregunta, él que se compró su casa con la indemnización que recibió por la desaparición de sus padres, sin saber que se la compraba en un barrio que le hace cuña.
Bruzzone no solo escucha a estos otros dueños de Campo de Mayo: los escucha mucho.
Entre trote y trote, Félix se encuentra con otros personajes que por distintos motivos comparten su fascinación por Campo de Mayo. La primera es su tía, la hermana de su madre desaparecida. La conversación entre ellos tiene un tono emotivo y confesional que no tendrán las otras. Félix no habla tanto de sí con el paleoartista José Luis Gómez ni con el entrenador Archie Campos, con las chicas artistas que tienen miedo y que por momentos parecen salidas de alguna de sus novelas ni tampoco con la sobreviviente Iris Avellaneda. Mucho menos con esa especie de Silvia Prieto de los derechos humanos, ostentosamente de ficción, que vende tierra de Campo de Mayo como souvenir del país de los desaparecidos. Con todos ellos Félix habla poco, aunque se le nota el oficio de narrador cuando comenta o pregunta. Más que hablar, escucha. Y corre. Corre como alguien que no corre, como el escritor que no dice que es. Corre con zapatillas inadecuadas (no leímos La tregua, ay, o no aprendimos nada). Corre de derecha a izquierda de la pantalla: corre hacía atrás en la línea de tiempo. Corre hacia el pasado, como sugiere uno de sus textos en off. Lo vemos siempre con la misma remera y el mismo short, siempre despeinado, transpirado, como si hubiera llegado a cada encuentro corriendo y probablemente lo haya hecho. Al principio corre por fuera de la guarnición militar y los encuentros tienen lugar en los barrios que la rodean. El agente inmobiliario Gustavo Guoglielmi, nacido y criado a la vera de Campo de Mayo, le muestra una de sus puertas mágicas (un agujero en un alambrado) pero todavía no entran. De una carrera a otra, de un encuentro a otro, se aproxima como en espiral al centro donde no está El Campito. Es esa fuerza que nos llevó para allá, dice su tía Inés cuando intenta explicar la misteriosa atracción de Campo de Mayo sobre la familia Bruzzone. En el remolino de esa fuerza centrípeta danzan los otros personajes de este film, sin que ninguna de esas historias termine por imponerse sobre las demás.
Si desde el comienzo se instala la perspectiva de los familiares de desaparecidos, es solo para correrse inmediatamente de ese lugar y darles voz a otros que también tienen algo para decir sobre qué fue, qué es y qué debería ser Campo de Mayo. Este es uno de los mayores méritos de Camuflaje, que se estrena luego de que Alberto Fernández anunciara la creación de un espacio de memoria en el lugar: darle la palabra no solo a familiares y sobrevivientes sino también a personas muy diferentes entre sí pero para quienes Campo de Mayo es parte importante del paisaje de sus vidas, y ponerlos a convivir a unos y otros, afectados y habría-que-ver-qué-tan-afectados, en la escucha atenta de Félix, sin establecer jerarquías entre ellos.
—Este bosque fue mío —cuenta con orgullo y nostalgia Guoglielmi, que en la infancia pasó largas jornadas contemplativas dentro de Campo de Mayo, de donde volvía con animales y esquejes.
La película parece darle la razón, parece confirmar que fue y es suyo, como de todos los otros valientes que se escabullen en la guarnición militar para disfrutar de la naturaleza o rastrear las huellas de los horrores. Porque Bruzzone no solo escucha a estos otros dueños de Campo de Mayo: los escucha mucho. Los encuentros que se suceden son extensos y así como Perel suele filmar frentes de edificios durante largos minutos, en Camuflaje sostiene el desarrollo (o la deriva) de cada situación. Cada uno tiene tiempo para exponer sus emociones, recuerdos, proyectos y fantasías sobre el lugar. Cómo entran, por qué, qué hacen, cómo se esconden de los militares: Félix se interesa por todo. Entre el sueño de José (una reserva natural y un parque temático sobre los dinosaurios locales) y la demanda de Iris (un lugar de memoria y un centro cultural como en la ESMA) Camuflaje elige todo, porque todas las versiones de Campo de Mayo son puestas a existir por igual en la película gracias a la performatividad de la palabra situada.
—Estamos entrando en la reserva —dice José y allí no hay ninguna reserva, es su imaginación la que la proyecta sobre la vegetación de Campo de Mayo.
—Decime si no nos merecemos esto los seres humanos —exclama, y es claro que no está imaginando El Campito como lo imagino yo cuando miro esa acacia y aquel plumerillo que no tienen la culpa de nada.
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Hay una lógica de sustituciones o reemplazos que recorre Camuflaje y que tal vez sea una pista sobre el sentido de ese título. La abuela de Félix pasa sus últimos días internada en el geriátrico de Campo de Mayo y muere en el hospital militar. Félix, que no ha podido encontrar los restos de su madre, es el encargado de reconocer el cuerpo de su abuela.
Todas las versiones de Campo de Mayo son puestas a existir por igual en la película gracias a la performatividad de la palabra situada.
En otra escena se reconstruye, con un detalle digno de mejor causa, el lugar donde funcionó por primera vez “Don Torpollo”, un floreciente local de comidas rápidas vecino de Campo de Mayo. La situación evoca una escena muy vista en el cine documental sobre el terrorismo de Estado, el testigo que muestra una escalera, una viga, una puerta, y que explica su uso y transformaciones, salvo por la irrelevancia del testimonio y las risas compinches de Félix y de Agustín Rozados, emprendedor pero no de la memoria, esa categoría de los manuales que no sirve para mirar esta película. El mapa de Campo de Mayo no lo traza un ex detenido ni un arquitecto forense: lo dibuja en su gimnasio el preparador físico que se cuela dentro de la guarnición para andar en bici y observar tortugas. No están los huesos de las víctimas pero hay reproducciones en poliuretano de esqueletos de dinosaurios. No están los aviones (no les dieron autorización para filmarlos, en rigor no les dieron autorización para filmar nada) pero se los oye y en su ausencia son los trenes los que cobran una cualidad amenazante.
A nadie le duele más que a Félix pero a mí se me estruja el corazón cuando lo veo calzarse los lentes de realidad virtual y entrar al Campito en la reconstrucción 3D que hizo la Universidad Nacional de Gral. Sarmiento. Dan ganas de frenarlo como a sus personajes, como al protagonista de Los topos, como a Fleje, como a todos los chicos confundidos de 76 que se meten en problemas delirantes y siniestros. Y atrás de ese sentimiento ridículo, entre mesiánico, maternal y pre-artístico, este cuestionamiento un poco más ubicado: ¿qué me lleva a mí a mirar a Félix meterse en Campo de Mayo? ¿Qué lleva a Jony a filmarlo, a la Berlinale a programar la película? ¿Qué hacemos cuando miramos los pies de Félix rebotar sobre el asfalto y escuchamos su respiración esforzada e ingresamos con él al pabellón donde estuvo su madre tirada en alguna de esas colchonetas que lucen demasiado limpias, prolijas y sobre todo vacías, en el amanecer virtual enfermizo e imposible del Campito 3D?
No me voy a preguntar qué tramita Félix cuando corre por Campo de Mayo para una película, pero sí en cambio qué tramitamos a través de él cuando lo vemos. Tal vez no haya mucho misterio y sea aquello de la compasión y el temor de lo que ya sabían los griegos. En todo caso funciona. Entramos a Campo de Mayo con los pies, los ojos y los oídos de Félix y, más importante, salimos con él.