—Aunque no pasó mucho tiempo desde que el mundo celebraba la globalización, el presente muestra una tendencia de los países a cerrarse sobre sí mismos, casi como queriendo evitar el efecto mariposa de verse afectados por problemas que nacen en otro espacio. La relocalización de empresas hoy no es prioridad y en algunos organismos se habla de un concepto, fragmentación, algo que podría estar clausurando la posibilidad de un crecimiento económico mundial. En materia política, esto viene de la mano de un rebrote de los nacionalismos y la xenofobia. Me gustaría saber cómo ves este momento y qué pensás de esta idea de un mundo con países cada vez más cerrados.
—Creo que lo primero que habría que pensar es cómo nos ubicamos frente a un determinado momento de la historia para analizarla. A mi modo de ver, hay un muy largo plazo, hay ciclos más breves y acotados, y hay coyunturas precisas. ¿Qué quiero decir con esto? Una de las causas de la fragmentación del mundo a la que te estás refiriendo es que estamos viviendo, en la actualidad, un cambio profundo y de larga maduración: creo que es palpable, en nuestra cotidianidad, que asistimos a un gran viraje. Durante más de tres siglos, desde el fin del siglo XVIII, primero de manera incipiente y luego de modo más acentuado, estuvimos bajo un claro predominio de Occidente. Me refiero a la preeminencia de sus valores, instituciones, reglas, preferencias, intereses, acompañado de una sensación de que ese acervo occidental podía universalizarse, en una suerte de proceso natural, expansivo y progresivo, es decir, superador. Desde finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX, empezamos a ver una transformación notoria en distintas esferas, dimensiones y dinámicas: aparece lo que mi amigo y colega Roberto Russell llamó un mundo postoccidental, en el que surgen otros intereses, otras instituciones, otras reglas y otras preferencias que emanan de Oriente, en un sentido amplio y trascendente.
—¿Te referís al ascenso y predominio de China?
—No me estoy refiriendo solo a China, sino a un conjunto de culturas y civilizaciones que están en esa parte del mundo y cuya voz, capacidad de proyección, influencia y riqueza empiezan a ser tomadas en cuenta por parte de un Occidente que ya no es omnipotente. Frente a aquel mundo relativamente homogéneo, no fragmentado, que entendíamos que dominaba Occidente y que se iba a seguir desplegando, hoy encontramos cierta confusión, cierta sensación de desconcierto; al menos, insisto y remarco, con nuestros lentes occidentalizados. ¿Qué es lo que está pasando acá? Lo que sucede es que ha ido emergiendo y se ha ido potenciando otro centro de gravitación y eso produce una “sensación” de desorden. Y a ello se agrega la irrupción más asertiva de un Sur Global heterogéneo, con recursos de peso y más vocal. Hoy, como decimos en un reciente trabajo con Roberto Russell, Mónica Hirst y Ana María Sanjuán, estamos cada vez más inmersos en un orden no hegemónico. No hay ningún país, ni coalición de países, no hay ningún Estado ni coalición de Estados que tenga una capacidad de hegemonía universal y plena. Y esto afecta por igual a los Estados Unidos y China.
Desde finales de los años setenta empezamos a ver una transformación notoria en distintas esferas, dimensiones y dinámicas: un mundo postoccidental en el que surgen otros intereses, otras instituciones, otras reglas y otras preferencias que emanan de Oriente.
Decía que para mirar un momento histórico también podemos tener una mirada de ciclo más corto. Y ciertamente el ciclo más corto que hemos tenido es la denominada pos-Guerra Fría. ¿Qué significa eso? La Guerra Fría fue una disputa integral. Era clara, se daba en todos los ámbitos: en la economía, en la política, en la diplomacia, en el campo militar. Lo que muestra la pos-Guerra Fría es que el proyecto de los Estados Unidos de moldear, según sus propios intereses, el orden internacional fue un proyecto ambicioso, exagerado y finalmente fallido. De ahí también proviene la imagen de fragmentación y de dispersión que tenemos, porque hemos perdido el “ordenador” fundamental que fueron los Estados Unidos desde 1991, que es el año del colapso de la Unión Soviética, y que, de hecho, con los años, se fue convirtiendo en un visible “desordenador”. Ahora bien, en este orden no hegemónico, lo que se puede advertir es la existencia de un sistema mundial sobrecargado de desencuentros, fricciones, peligros, luchas, disensos y contradicciones.
Quizás la explicación más sencilla sea la siguiente: la mayoría de las personas tiene acceso a una computadora personal. Cualquiera sea su marca, en algún momento emite una señal de alarma que indica que el “sistema” está “sobrecargado”. Esto significa que hay un exceso y que no se puede seguir adelante. Por lo tanto, hay que hacer algún ajuste. La opción disponible es reducir o eliminar algunos programas y archivos, lo que permite recuperar el funcionamiento. Tomando este símil como un equivalente funcional, la cuestión es esta: ¿qué es lo que se debe eliminar o reducir en un sistema global sobrecargado. ¿La democracia? ¿La paz?
—Y además de la falta de alineamientos claros, ¿cuáles serían las grandes diferencias entre el estado actual y el de la Guerra Fría?
—Las diferencias son muchas. Me detengo en una de tantas. Durante la Guerra Fría teníamos lo que en la disciplina de las relaciones internacionales llamamos “escasas opciones estratégicas”. ¿Qué podías hacer como país, en especial, en lo que antaño se conoció como Tercer Mundo? Te plegabas a los Estados Unidos o buscabas un contrapeso y eventualmente te juntabas con la Unión Soviética si Washington no te lo impedía con todo su arsenal de medidas directas o clandestinas; la mayoría de ellas coercitivas. Lo que en aquellos años apareció como la Tercera Posición, el No Alineamiento o la neutralidad, era como una tangente que trataba de evitar esas tomas de posición. Pero al final del día, y sobre todo si un país estaba ubicado en este Occidente meridional, entendía que los límites de su acción eran tangibles y restringidos, salvo en los contados momentos en que la distensión relativa entre las superpotencias y la disposición política interna en cada país permitían más juego. En definitiva, un mundo conocido y claro.
No hay ningún país, ni coalición de países, no hay ningún Estado ni coalición de Estados que tenga una capacidad de hegemonía universal y plena. Y esto afecta por igual a los Estados Unidos y China.
Lo que tenemos ahora es un mundo que paradójicamente abre el abanico de las opciones estratégicas disponibles para aquellos que pueden y saben cómo “alinear” voluntad, capacidad y oportunidad. A diferencia del pasado, el actual actor ascendente, China, no viene con promesas de ideología, viene con billetera; de allí, en parte, la magnitud del desafío que presenta a Occidente. Viene con finanzas. Viene con comercio. Viene con inversiones. Viene con asistencia. Aunque Washington insiste —digamos, con poco eco al momento por estas tierras latinoamericanas— en que se trata de un “actor maligno”. Y ello con un Estados Unidos que ofrece escasas “zanahorias”, mucho bullying discursivo y poco consenso doméstico para desplegar el uso de la fuerza en la región, como lo probó el caso de Venezuela durante el gobierno de Donald Trump.
(...)
—Estabas hablando de dónde estábamos y en qué devino esa situación pos-Guerra Fría, con el retraimiento de los Estados Unidos y el ascenso y protagonismo de China y otros países de esa región. Desconocemos muchísimo qué pasa fuera de Occidente. Si pensamos en Latinoamérica, ¿dónde estamos parados?
—La situación actual del mundo muestra lo que en la disciplina de las relaciones internacionales llamamos “coyuntura crítica”, períodos —que no son necesariamente breves, sino que pueden ser extensos— en que se resquebrajan pautas y parámetros, en que se producen transformaciones exponenciales en distintos campos, que es necesario interpretar a escala mundial, no parroquial ni local y, lo más importante, que obligan a las élites a ponderar y concebir nuevos cursos de acción. Eso no se puede postergar mucho tiempo. Y en este punto quiero hacer una comparación histórica con la primera etapa del siglo XX. En ese momento, el mundo atravesaba una situación muy singular: el gradual ascenso de los Estados Unidos y el paulatino descenso del Reino Unido. Esto es, había una transición de poder, prestigio e influencia de consecuencias significativas. En esa coyuntura extendida, que en la Argentina cubrió diferentes gobiernos y tipos de regímenes políticos, la élite de nuestro país adoptó la estrategia de seguir abrazada al Reino Unido en lugar de advertir la expansión de los Estados Unidos y sus efectos. Obviamente la élite de la época tomó esa decisión por razones prácticas, no por motivos dogmáticos. La tomó porque con los Estados Unidos había una relación competitiva y compleja, mientras que con Europa había una relación complementaria y cercana.
¿Nos ayuda ese antecedente para pensar el presente? Creo que sí y mucho. Hoy es evidente que existen dos grandes actores que compiten y un conjunto muy importante de naciones de referencia en el Sur Global, al tiempo que el peso de actores no estatales es notable; entre otros, las corporaciones más poderosas y sus dueños. Según el informe de 2023 sobre los ultrarricos (Ultra Wealth Report) hay en el mundo unos 395 mil individuos con una fortuna conjunta de unos US$45 billones, mientras la riqueza mundial ese año fue de US$454 billones, según datos del Credit Suisse. Ahora bien, quiero destacar que mientras los Estados Unidos y su principal aliado, Europa, se han debilitado en años recientes y Washington está pagando el precio de tres décadas de sobreextensión, esto no implica que Occidente esté en un proceso de decaimiento irreversible ni que los Estados Unidos se enfrenten a un declive inminente. Y el ascenso chino, que ha sido paulatino y extraordinario, no es un ascenso sencillo y seguro tampoco. Mi punto aquí es que la élite argentina tiene un desafío monumental: o entiende cuáles son los intereses nacionales que defender en medio de estos cambios profundos, o vamos a seguir tomando decisiones erráticas, mal informadas, inconsistentes, anacrónicas, confusas. Entonces, el punto de partida debería ser considerar, por un lado, si esa disputa se está exacerbando o no; por otro, qué elementos de competencia o de cooperación se presentan, de forma tal de comprender cuál es el lugar que estratégicamente puedo y quiero ocupar con miras al segundo cuarto de siglo.
Lo que muestra la pos-Guerra Fría es que el proyecto de los Estados Unidos de moldear, según sus propios intereses, el orden internacional fue un proyecto ambicioso, exagerado y finalmente fallido.
Lo otro que analizaría es qué capacidades tangibles y atributos intangibles poseo. Yo viví dieciocho años en Colombia. Para un colombiano o colombiana promedio, el pasado fue difícil, penoso y hasta atroz. Lo único que tiene por delante un colombiano es el futuro, que puede ser algo mejor. Porque si mira para atrás, ve la violencia de los años cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, noventa y comienzos de este siglo, que dejó cientos de miles de muertos y millones de desplazados internos e inmigrantes internacionales. La violencia insurgente, del narcotráfico, paramilitar, institucional. La fe del colombiano está puesta en su futuro. Yo diría que hoy, lamentablemente, cada vez para más argentinos el mejor futuro es su pasado. Antes —mucho antes— hicimos bien varias cosas. Antes teníamos niveles de cohesión social envidiables. Antes fuimos una sociedad mucho menos desigual. Antes, antes y antes. Y creo que esta percepción es muy importante para saber cómo se posiciona el país en esta disputa global. Eso nos puede abrir opciones o restringir oportunidades. Hace un siglo, leímos el mundo de un modo que, en última instancia, nos aferró al poder declinante a pesar de que transitoria y relativamente lográbamos hacer frente a crisis como la Gran Depresión. ¿Está nuestra dirigencia leyendo el mundo con los ojos abiertos y la mente despejada?
(...)
—Vuelvo a los Estados Unidos y China y a la relación entre ambos países, compleja para analizar. ¿El concepto de autonomía relativa podría ayudarnos a interpretar mejor ese vínculo?
—En efecto. Hasta hace unos años, predominaba una condición de rivalidad atenuada e interdependencia paulatina entre los dos. Desde el segundo mandato de Obama, a lo largo del gobierno de Trump y durante todo el de Biden, se fue consolidando una rivalidad acentuada y una interdependencia decreciente. No hay aún una disputa integral ni un desacople mutuo: Pekín y Washington conocen sus fortalezas y debilidades y se mueven cada vez más condicionados por la respectiva política interna. Biden, que no quiso parecer blando, endureció el mensaje y las acciones frente a China, y Xi Jinping busca reafirmar, cada vez con más insistencia, el nacionalismo y la estabilidad doméstica. De hecho, en 2022, a pesar de todas las restricciones que primero Trump y luego Biden impusieron, el comercio entre los Estados Unidos y China tuvo un récord histórico, y alcanzó US$690 mil millones. Abro un paréntesis para comparar esta relación tan compleja que tienen los Estados Unidos con China, con la que tuvieron con la Unión Soviética. Durante la Guerra Fría, el año de mayor comercio bilateral entre los Estados Unidos y la Unión Soviética fue 1979, con un total de US$4900 millones de intercambio. A su turno, con otro ritmo, retórica e intensidad, también Europa pretende desacoplarse más gradualmente de China.
Mientras tanto, los Estados Unidos y Europa sí han acelerado el desacople con Rusia; en unos años habrá que evaluar si esto no constituyó un error capital por parte de Occidente. Washington y Bruselas ya saben que, si no intentan reindustrializar parte de sus economías, su capacidad de competir con China (y con India también) se verá afectada y la primacía interna del capital financiero, en los Estados Unidos y Europa, generará mayor malestar social pues implicará en la práctica un desmantelamiento adicional del Estado de bienestar ya erosionado. ¿Qué está haciendo China, entonces? China, que hace tiempo dejó de ser parte del Sur, busca anticiparse a un eventual mayor desacoplamiento de Occidente, contener las fricciones con India, manejar cuidadosamente su hoy estrecha relación con Rusia, evitar tensiones contraproducentes con sus vecinos, y acercarse más al Sur Global, aunque quizás con menos recursos que durante la segunda década de este siglo.
—Por eso, África. Por eso, nosotros.
—Por eso, África. Por eso, América Latina. Y, por lo tanto, lo que procura es que su Iniciativa de la Ruta y la Franja —un megaproyecto dirigido a potenciar relaciones materiales urbi et orbi, a semejanza de lo que fue la llamada Ruta de la Seda, que buscó acrecentar el comercio con Europa vía Asia Central en los años de apogeo del Imperio Chino— sea más activa y decisiva. Sin embargo, sus principales socios comerciales son, en ese orden, los vecinos próximos, la Unión Europea y los Estados Unidos.
(...)
—A veces hay marcas históricas y culturales fuertes que no se borran. Hay un preconcepto bastante generalizado que asegura que China forma parte del Sur Global. Pero vos decís que eso ya no es así.
—Exacto. En el texto que escribí con Russell, Hirst y Sanjuán ponemos en entredicho una noción bastante arraigada entre nosotros y en la región. No es correcto asimilar la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética a la relación entre los Estados Unidos y China. Si seguimos pensando en esa clave, nos vamos a equivocar, tanto intelectual como políticamente. Debemos reflexionar y actuar desde el ámbito en el que estamos: en y desde Latinoamérica. Cuando nos referimos con los tres colegas a “los dos Nortes”, afirmamos que el complejo vínculo entre Washington y Pekín no replica lo que fue la pugna integral Este-Oeste del pasado, que expresaba nítidamente dos modelos antitéticos. Hoy existen dos Nortes que expresan variaciones del modo de producción capitalista. Un Norte liderado básicamente por los Estados Unidos, bastante cohesivo, con un proyecto universalista persistente y que refleja una actitud de resistencia ante la pérdida relativa de poder de Occidente. Y otro Norte, encabezado por China de un modo más difuso e incipiente, con un énfasis en los particularismos y que se inserta en el contexto del regreso de aquellos que se vieron históricamente agraviados, atacados, ignorados por Occidente.
Lo que tenemos ahora es un mundo que paradójicamente abre el abanico de las opciones estratégicas disponibles para aquellos que pueden y saben cómo “alinear” voluntad, capacidad y oportunidad. A diferencia del pasado, el actual actor ascendente, China, no viene con promesas de ideología, viene con billetera.
—Países y culturas no considerados.
—Maltratados, obstaculizados, vilipendiados, sí. No son parte del “club”. Todos ellos, más cercanos geográficamente al segundo Norte, prefieren impugnar ese “club occidental” y algunos pretenden, de ser posible, forjar otro club.
—Es, en cierto punto, un conjunto de orgullos heridos.
—Sí. Pero no solo eso. Las ofensas y los castigos no se olvidan. Son países con tradiciones culturales propias, que han aportado al mundo. Un artículo de junio de 2023 de Martin Wolf en el Financial Times recordaba que, hasta 1820, es decir hasta principios del siglo XIX, el 60% del producto bruto mundial se generaba en Asia. Apenas el 25% provenía de lo que hoy llamamos “Occidente”. Son países —los que “regresan”— que han tenido un pasado de gloria, que han sido muy dinámicos económicamente, y hasta muy potentes en lo militar. En muchos casos, antiguos imperios. Los países a los que en Occidente llamamos “emergentes” se consideran, de hecho, “reemergentes”. Es otro código. ¿China los orienta y somete a todos? No. Por eso digo que en esta etapa el avance de Pekín se manifiesta en un liderazgo difuso e incipiente. No es bueno olvidar viejas diferencias y fricciones que pueden reaparecer en un contexto muy volátil y tenso.
—¿Pero es posible vislumbrar una ambición de liderazgo hegemónico total por parte de China?
—China no pretende dominar a todos, pero sí que graviten a su alrededor. Yo creo que ellos entienden que en esta fase histórica no quieren ser hegemónicos —eso siempre genera contracoaliciones— ni están en condiciones de hacerlo, por razones internas e internacionales. Para China lo principal sigue siendo asegurar su desarrollo y la estabilidad: conocen su propia historia, sus debilidades y sus fracasos. Han aprendido de ellos. Por ello, en buena medida, China ha llegado a donde hoy está.
(...)
—¿Y cómo se definiría entonces el momento que estamos viviendo? ¿No hay un consenso para definirlo?
—Hoy hay un debate interesante en el Norte tradicional, que es Occidente para nosotros, respecto de qué es lo que estamos viviendo. Una de las interpretaciones más usuales es que estamos atravesando una nueva transición de poder, influencia y prestigio, en la que hay poderes ascendentes y poderes descendentes: va a haber alguien que se caiga y alguien que se consolide, para decirlo de manera sintética. Esto ya ha pasado. Hubo un momento de auge del Reino Unido y después su desplome. Hemos vivido el pico del auge de los Estados Unidos y entonces deberíamos prepararnos ahora para su desmoronamiento. Hay otros abordajes que señalan que las transiciones de poder son momentos en los cuales también aumenta la probabilidad de una confrontación militar mayor que, de algún modo, explicita esa caída y ese auge. Y hay, a su turno, perspectivas que señalan que estamos ante una segunda Guerra Fría y toman como punto de referencia la Guerra Fría que conocimos, los Estados Unidos versus la Unión Soviética, y entonces trasladan miméticamente esa situación cambiando la figura del adversario de Washington.
La élite argentina tiene un desafío monumental: o entiende cuáles son los intereses nacionales que defender en medio de estos cambios profundos, o vamos a seguir tomando decisiones erráticas, mal informadas, inconsistentes, anacrónicas, confusas.
A mi entender, el primer conjunto de aproximaciones que hablan de la transición de poder sobreexageran la capacidad potencialmente hegemónica de China, y sobredimensionan o sobreactúan una sensación de descenso inmediato de los Estados Unidos. Estas cosas no suelen suceder así; son procesos mucho más complejos, más dilatados, con idas y vueltas, con sobresaltos y contingencias. En segundo lugar, las aproximaciones que equiparan Guerra Fría 1 (entre 1947 y 1991) y Guerra Fría 2 (en el presente) son, como ya señalé, muy erradas, porque aquí —me refiero a los Estados Unidos-China— no estamos hablando de dos modelos totalmente antagónicos destinados a un enfrentamiento decisivo. No estamos hablando de una lucha capitalismo versus socialismo. Porque, además, la única simetría que existió entre las dos grandes potencias de la Guerra Fría, los Estados Unidos y la URSS, fue la militar. En 1982 eran los países con el mayor número de ojivas nucleares; aproximadamente 10 mil cada uno. Más allá de eso, formal y prácticamente no hubo vínculos de importancia entre ambos. No había lazos culturales ni educativos. No había agendas densas —salvo, por ejemplo, la del control de armas de destrucción masiva— que requiriesen colaborar activamente.
—No había vínculos estatales ni privados.
—Ni estatales ni privados. En aquel momento, ambos actores trataban de mantener su autarquía frente al otro. No había puntos de contacto significativos. En contraposición, lo que hoy tenemos entre los Estados Unidos y China es una relación en la que la asimetría militar en favor de los Estados Unidos es evidente, medida en términos de capacidad nuclear, de presupuestos de defensa (el de Pekín frente al presupuesto combinado de Washington y sus aliados en Europa, Asia y Oceanía) o de cantidad de bases en el mundo (China solo tiene una en Yibutí y los Estados Unidos, unas 700 en 80 países). Ya es usual, entre los “halcones” demócratas y republicanos por igual, exagerar la capacidad militar de China y su presupuesto de defensa.
(...)
—Si yo te preguntara si hoy existen conflictos en el mundo que para nosotros están pasando desapercibidos y que podrían llegar a ser determinantes; o sea, si yo te preguntara a qué habría que prestarle atención, ¿qué me dirías?
—Nosotros, y probablemente la mayoría de los y las que lean este libro, somos hijos e hijas de la Guerra Fría. Y como tales, nuestro mapa de conflicto está centrado en Occidente. Cuando los Estados Unidos y la Unión Soviética se pertrechaban, se preparaban, cuando uno desplegaba su influencia en Europa occidental y el otro en Europa oriental, cuando cada uno desarrollaba sus estrategias de confrontación, el escenario eventual de un posible enfrentamiento convencional o nuclear era Europa. Toda la lógica de los sistemas de defensa, de la carrera armamentista, de los principales dispositivos diplomáticos de las grandes potencias estaban concebidas en un escenario europeo: si hubiera habido tercera guerra mundial habría sido ahí. Desde hace años, el potencial de mayor confrontación se ubica en el Sudeste Asiático, producto, en buena medida, no solo del ascenso de China, sino de la dinámica económica en esa parte del mundo. Pero Europa siempre reaparece con una guerra que vuelve a colocar al continente en el corazón de una hipotética confrontación bélica de proporciones significativas. Europa sí parece atrapada en una gran escaramuza entre Washington y Moscú.
—Por eso la invasión rusa a Ucrania en 2022 y la guerra que aún sigue en ese territorio nos hizo pensar —y aún lo hace— que podía darse ese escenario.
—La guerra en Ucrania, como vamos a ver en detalle más adelante, es la remembranza de algo que tiene que ver con ese pasado. Por eso trae muchas cosas de la pre-Guerra Fría, de la Guerra Fría y de la pos-Guerra Fría. Profundas y antiguas interrelaciones de distinto tipo entre rusos y ucranianos constituyen un telón de fondo para la guerra lanzada por Moscú en 2022.
—Sí, como la discusión por el origen de la Iglesia ortodoxa, que aunque parece algo lejano sigue estando en el fondo de la disputa.
—Ucrania, entonces, ¿es una anomalía en una Europa pacificada después de la Segunda Guerra Mundial? ¿La Europa de la paz es un hiato en una trayectoria histórica atravesada por conflictos internos, guerras civiles y enfrentamientos bélicos entre países? ¿Qué implicará el auge de las nuevas derechas en el continente? ¿Qué “dominó” europeo podría llevar a una gran disputa armada? ¿Una sumatoria de guerras civiles subterráneas puede desencadenar una guerra internacional en territorio europeo? Decía que el escenario de confrontación de mayor dimensión y más probable se ubica en el Sudeste Asiático. Pero entonces ahora —y no incluyo el polvorín de Medio Oriente y sus ramificaciones— tendríamos dos espacios geopolíticos candentes. Apunto a decir algo concreto: la humanidad no ha conocido un momento tan alarmante como el actual, con su eventual evolución cercana, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
—Las Coreas siguen en guerra.
—Las Coreas técnicamente siguen en guerra. Corea del Norte ya posee armas nucleares. La gran mayoría de los arsenales nucleares está en manos de Rusia y los Estados Unidos. En Occidente tienen, además, armas nucleares Francia y el Reino Unido. En Asia las tienen China, India y Pakistán.
—Israel.
—Israel las tiene: se calcula que unas 90 ojivas. Corea del Norte ha ensamblado como mínimo unas 30. Hay nueve países que, se ha comprobado, poseen ojivas nucleares. Y hay que tener en cuenta qué sucederá con Irán. Un experto no oficial calificado, David Albright, se preguntaba recientemente —con razón y sin alarmismo— con qué velocidad Irán podría desarrollar un programa de armas nucleares. A lo que se podría agregar la tentación nuclear de varios otros, a la luz de la guerra en Ucrania, el caso de Corea del Norte, la violencia en Medio Oriente, y de diversas dinámicas conflictivas regionales. Uno de los mayores problemas contemporáneos es el estado crítico en que se halla el régimen de no proliferación nuclear.
China, que hace tiempo dejó de ser parte del Sur, busca anticiparse a un eventual mayor desacoplamiento de Occidente, contener las fricciones con India, manejar cuidadosamente su hoy estrecha relación con Rusia, evitar tensiones contraproducentes con sus vecinos, y acercarse más al Sur Global.
—Pero hasta que no explota algo, miramos para el otro lado.
—Estamos atravesando un fenomenal reacomodo de fuerzas, fenómenos y factores de la política mundial. Parte de ello se expresa en una redistribución de poder, influencia y prestigio tradicionalmente centrados en Occidente, que hoy se manifiestan y expanden en Oriente. Una parte del mundo que aún desconocemos: sus historias nacionales, sus culturas, sus hábitos, sus estructuras políticas, sus economías, sus expresiones artísticas. Uno de los esfuerzos de nuestro sistema educativo en el futuro inmediato debería destinarse a estudiar y conocer esa parte del mundo, del mismo modo que nuestras representaciones diplomáticas allá deberían ser más numerosas y estar mejor dotadas. Nuestros empresarios deberían mirar más al mundo no occidental, y nuestros jóvenes, procurar becas de apoyo y hacer más posgrados en países de Asia. Se trata de poner la atención a la vez en Occidente y Oriente, siempre recordando que los contactos entre culturas han sido un fenómeno histórico enriquecedor y que suponer que hay una hostilidad natural entre civilizaciones es inexacto, salvo que se pretenda construir y reforzar tal antagonismo.
—Estamos en un momento de incertidumbre en términos de la democracia y, al mismo tiempo, la violencia reaparece en territorios tradicionalmente en conflicto y también en focos que parecían adormecidos. ¿Pensás que vamos hacia un mundo todavía más convulsionado?
—Muchas veces leemos y escuchamos en los medios y en las redes que se habla de un mundo incierto. Es un lugar común referirse a ello, quizás porque hay épocas en que predomina lo incierto. Esa no es ninguna novedad. La gran novedad es que estamos en un mundo plagado de amenazas de distinto tipo y creciente intensidad, porque se están erosionando los factores moderadores en el sistema internacional. Por ejemplo, el multilateralismo. Cuando funciona el multilateralismo, cuando se pueden agregar intereses, se puede llegar a moderar —y hasta revertir— una situación muy delicada. Cuando los mecanismos multilaterales se desgastan o flaquean, por la razón que fuera, entonces la moderación no encuentra espacio y gana la pugnacidad. Además, este es un mundo hipermilitarizado. En 2022 se batió el récord en materia de gastos militares. Cada vez hay más incrementos en gastos de defensa, en especial por parte de los Estados Unidos, China, Rusia e India. Cada vez aparecen más señales, discursos y movimientos que insinúan una mayor disposición a cruzar el umbral nuclear y ponderar el uso de armas de destrucción masiva. Después de la pandemia vino la guerra derivada de la invasión rusa a Ucrania, la guerra Israel-Hamás y la exacerbación de fricciones en el Cáucaso, el norte de África, la península coreana, entre otros. Por otro lado, se observa un notable aumento del malestar social a escala mundial, acompañado de una situación económica global frágil. A todo lo anterior se suma el alto grado de polarización política en los Estados Unidos, Europa y América Latina, combinada con nacionalismos menos cosmopolitas y proyectos reaccionarios en marcha en distintos países. A la vez, la orfandad de grandes líderes reconocidos en el mundo es elocuente. Finalmente, vivimos un deterioro ambiental gravísimo. Conclusión: todos estos son factores de inmoderación. En 1982 se estrenó una excelente película del director australiano Peter Weir, El año que vivimos en peligro. Hoy vivimos una era de inusitada peligrosidad.