Fotos: S. Verea y Juli Jons
La atmósfera de la sala es estéril, es la réplica rara de una terapia intensiva. La niebla me recuerda que estoy en una ficción pero igual los límites entre lo que es real y lo que no se desdibujan. Es noviembre de 2019, todo sucede en el espacio Dore Hoyer del campus de la UNSAM, donde suelen hacerse las presentaciones de danza. Me acerco a una mesa ubicada en el centro. Algo respira bajo unas mantas de plástico. Al lado, una pantalla muestra un videojuego de escape pos-apocalíptico ambientado en las instalaciones de un laboratorio.
El autor de la muestra es Rodrigo Stambuk, residente del Programa de Música Expandida, un artista interesado por la carga ideológica y la experiencia estética que produce la aparatología médica. Stambuk diseñó esta instalación para reflejar la dinámica de control y poder que tienen esos aparatos a partir de tres vías: la sonora, la virtual y la táctil.
El software que produce la música, el motor de videojuego y las interfaces robóticas que controlan las válvulas de los objetos que respiran funcionan como un sistema que dialogan a través de señales y reaccionan entre sí con los estímulos que emiten.
La música generada por síntesis digital –el medio más aséptico para producir sonido- es la expresión sonora que manifiesta el carácter estéril de la aparatología del dispositivo.
La máquina de Rodrigo Stambuk es un ecosistema que acciona y reacciona a través de intercambio de información, algoritmos de tomas de decisiones, compuertas lógicas y sistemas aleatorios que introducen caos. ¿Cómo pensar en esos términos sistemas más complejos?
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Thomas Kuhn, el historiador de la ciencia más influyente del siglo veinte, acuñó el término “cambio de paradigmas”. Lo hizo influenciado por la lectura del paper “Sobre la percepción de la incongruencia: un paradigma”. En ese texto, sobre un experimento conducido por psicólogos, Kuhn mostraba cómo las personas para procesar información disruptiva la fuerza hasta hacerla encajar en un marco que les resulte familiar. Conclusión: “la novedad emerge sólo con dificultad”.
El arte y la ciencia son prácticas que tejen el lienzo común del conocimiento. Ese tejido evoluciona encargándose de que las fronteras del progreso científico y el campo de sentido que amplía el arte colicionen en momentos singulares y puedan resignificar la forma de entender el mundo. En la historia de las teorías científicas, los cambios de paradigma emergen no sólo con dificultad sino también gracias a la aparición de un modelo disruptivo.
Un caso paradigmático de desplazamiento de un paradigma es la teoría del impacto del meteorito como explicación para la gran extinción del período Cretacio. Los científicos que con acierto pudieron argumentar la quinta extinción no eran paleontólogos como todos –especialmente los paleontólogos- esperaban. Fueron físicos, geoquímicos, geólogos y biólogos quienes detectaron en los restos fósiles una capa de arcilla con cantidades de iridio –un metal encontrado en meteoritos- mil veces mayor a los rangos normales. Nadie esperaba que las respuestas al acertijo de la quinta extinción vinieran de esos campos de la ciencia, pero más tarde la evidencia respaldó esa teoría. Se había producido un desplazamiento de paradigmas porque desde un saber diferente al de la paleontología alguien había enfocado el problema con otra perspectiva.
Las instituciones universitarias permiten –y en el mejor de los casos alientan- los diálogos entre diferentes campos de conocimiento. Muchos de esos campos son áreas específicas de disciplinas tan disímiles entre sí que podrían resultar ajenas a las prácticas de un Instituto de artes. Sin embargo, las prácticas transdisciplinares o a-disciplinares son capaces de tender puentes entre áreas que hasta entonces habían estado aisladas. Esa permeabilidad promueve no sólo la construcción de conocimiento sino la aparición de campos de estudio, anomalías, hipótesis y modelos nuevos. Promover esos encuentros es uno de los objetivos del centro de Arte y Ciencia de la Universidad Nacional de San Martín.
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En el contexto de la pandemia se han multiplicado y coordinado los esfuerzos de la comunidad científica global. Muchos otros grupos también se enfocaron en el trabajo colaborativo para producir dispositivos que amortigüen el impacto de la crisis. Entre esos últimos hay un proyecto para crear respiradores artificiales de bajo costo que recurre a la misma tecnología que utilizó Rodrigo Stambuk en su obra para lograr que la máquina respire.
Las imágenes de esa muestra hoy adquieren una potencia simbólica abrumadora. Quienes nos acercábamos a la mesa podíamos apoyar las manos para sentir el movimiento del artefacto mientras respiraba. Cuando lo percibíamos, todo el aparato lograba desterrar de nuestra mente la idea de que aquello era un sistema autómata. La respiración es el único elemento del que un dispositivo autómata podría prescindir. Allí, algo respiraba y no resultaba inquietante.
Lo más poderoso de aquella sensación, lo que resiste el tiempo para anclarse emocionalmente en nosotros es el elemento enrarecido de aquella máquina –la niebla, la música, la pantalla- que reemplazaba los indicadores vitales de un paciente en terapia intensiva por un videojuego. Lo más poderoso son esos detalles que nos mantenían al borde recordándonos que aquello era una ficción, pero era tan poderosa que terminaría por ser una realidad.
En La decadencia de la Mentira Oscar Wilde escribió que nunca vimos un amanecer hasta que Turner pintó uno e hizo célebre su máxima “La vida imita al arte”. Hoy, el mismo motor que hacía que la máquina de Rodrigo Stambuk respire puede hacer que una persona en estado crítico pueda sobrevivir.
En la ciencia, todo lo que hay son modelos capaces de explicar cómo funciona la naturaleza. Modelos basados en evidencia que son puestos a prueba mediante experimentación y que, efectivamente, tienen la capacidad de explicar los fenómenos naturales que describen y predecir su comportamiento a futuro. El físico Richard Feynman, en una entrevista de la serie El placer de descubrir las cosas (BBC) relató una discusión que tuvo con un amigo artista. Esa grabación circula hoy en forma de video animado con el nombre ‘Oda a una flor’.
En la entrevista, Feynman sostiene una flor imaginaria en su mano. Ese amigo le cuestionaba la forma que tiene la ciencia de convertir aquello que observa en algo ‘apagado’ o ‘frío’. El artista le reprochó que la ciencia la privaba de su belleza y, en cierto modo, le quitaba poesía –algo parecido sugirió John Keats cuando denunció que Newton había privado de belleza al arcoíris-.
Feynman estaba en desacuerdo. Si bien se percibía como alguien con menos refinamiento estético para percibir la belleza de la flor, pensaba que era capaz de ver en la flor cosas que su amigo artista no veía. Por ejemplo, era capaz de imaginar las interacciones complejas en las células, de preguntarse por qué algunos insectos eran atraídos por el color de las flores y a partir de esa pregunta poder interrogarse sobre la experiencia del color en esos insectos, pensando si acaso formas de inteligencia inferiores a la nuestra tenían un cierto sentido estético primitivo.
En resumen, Feynman planteaba que todas las preguntas que la ciencia añade sobre algo no hacen más que agregar excitación y entusiasmo sobre esa cosa. Lo que él esperaba era que la ciencia amplíe y fertilice el campo poético del arte y que los artistas puedan extraer de las preguntas científicas material aún más rico para su producción.
En el mismo año en el que Feynman grababa la “Oda a una flor”, se publicaba el libro La Cifra, de Jorge Luis Borges. En ese libro, un poema titulado Blake Borges se pregunta justamente por la verdadera naturaleza de una rosa. Lo que Feynman no sabía es que la flor imaginaria que sostenía en el aire cuando grababa la entrevista era la rosa que Borges buscaba en el poema de La Cifra.
La práctica científica ha ido descubriendo la naturaleza del mundo que habitamos, para descubrir que poco tiene que ver con nuestra forma intuitiva de pensar su funcionamiento. Nuestros sentidos, los mismos que nos permiten el goce estético y poético, son una ventana estrecha desde la que observamos la realidad, aunque eso no constituye una limitación. Somos capaces de producir conocimiento y sentido, modelos que expliquen el funcionamiento de la naturaleza y también poesía, y es hora de que dejemos de pensar esas actividades como campos aislados.
Si Borges hubiese sido el amigo artista de Feynman, la historia sería otra.
El poema empieza preguntándose “¿Dónde estará la rosa que, en tu mano, pródiga, sin saberlo, íntimos dones?”. En el intento por responder por la flor –que aparentemente está en la mano de Blake, en la de Feynman y en la nuestras- Borges destrona nuestros sentidos como herramientas fiables para percibir el mundo.
“No en el color, porque la flor es ciega,
ni en la dulce fragancia inagotable,
ni en el peso de un pétalo, esas cosas,
son unos pocos y perdidos ecos.”
¿Cuál es esa realidad de la que apenas percibimos unos pocos y perdidos ecos? ¿El poema de Borges no representa preguntas más poderosas y fantásticas que la sola experiencia de la rosa?
Feynman obtuvo un premio Nobel por sus aportes al entendimiento en la física de partículas, un modelo capaz de describir una rosa en términos que podrían parecernos un arquetipo que no tiene la forma de la rosa. El poema abre la puerta a un interrogante que la ciencia, hasta hoy, ha respondido también parcialmente. Mucho se sabe de una rosa, pero la rosa verdadera aún está muy lejos.
En la novela “Máquinas como yo”, de Ian McEwan, un robot con inteligencia artificial pasa las noches conectado a Internet mientras aprende a velocidades pasmosas el conocimiento acumulado por la humanidad. Cuando mencioné las variables de interacción del dispositivo de la obra de Rodrigo Stambuk dejé abierta una pregunta acerca de la posibilidad de pensar en sistemas complejos –como la vida- en términos de un dispositivo autómata que intercambia información a través de compuertas lógicas. El robot de la novela de McEwan, además de acumular información sobre todo el conocimiento humano, aprende y llega a la conclusión de que está vivo. Lo hace luego de leer las conferencias del físico Erwin Schödinger tituladas Qué es la vida.
En el prefacio a esas conferencias, Schödringer destaca la importancia de aventurarse en disciplinas en las que no somos expertos, y en esa arenga rescata el valor de una institución como la Universidad. “Heredamos de nuestros antepasados un deseo entusiasta por el conocimiento unificado que todo lo abarca. El mismo nombre que le damos a las instituciones de aprendizaje nos recuerda que, desde la antigüedad y por muchos siglos, el aspecto universal de ellas es el más importante. Pero la propagación, en alcance y profundidad, de las múltiples ramas del conocimiento en los últimos cien años nos ha enfrentado a un extraño dilema. Sentimos que estamos empezando a adquirir material lo suficientemente confiable como para unir la suma total de lo que se conoce en un todo coherente. Por otro lado, se ha vuelto casi imposible para una sola mente dominar más que una pequeña porción especializada de ese todo. No puedo ver otra salida a este dilema (si queremos que nuestro verdadero objetivo no se pierda) que aquella en la que algunos de nosotros nos aventuremos en una síntesis de hechos y teorías, aunque con conocimiento incompleto o de segunda mano de alguna de ellas, y con el riesgo de quedar como unos tontos.”
Nuestras sociedades necesitan hoy más que nunca de miradas capaces de sensibilizarse ante las problemáticas contemporáneas de las ciencias, ante las preguntas abiertas en las fronteras del conocimiento. Ahí, en esas fronteras, es donde resulta imprescindible nutrir por un lado el campo poético del arte y, por otro lado, proveer a la comunidad científica de imágenes poderosas, cargadas de sentido y provocación.
Si nos permitimos quedar como unos tontos, si inclusive el miedo a quedar como unos tontos se transforma en un motor para producir poesía y sentido, si somos capaces de animarnos a dibujar mapas para los que no existen territorios, a escribir manuales de ensamblaje para máquinas imaginarias, quizás estemos sosteniendo en la mano la flor de Feynman –o la rosa de Borges-.
La ciencia y el arte son prácticas que distan mucho en sus métodos pero sostienen en su mano esa misma flor imaginaria. Que nos atrevamos a cruzar las fronteras entre ellas y abrir la puerta hacia nuevos territorios depende de nuestra curiosidad. Cada persona que cruza esas fronteras lo hace desde un ángulo diferente, conectando así los puntos de un mapa infinito, compartido y necesario.