Batman llega hasta la puerta del «Iceberg Lounge», la discoteca vip de los suburbios de Gótica que controla El Pingüino. Golpea a los Mellizos Kabuki y entra: en la pista se enfrenta a una decena de señores de mediana edad con palos, bates de baseball, revólveres y escopetas. La cruzada por la justicia toma la forma de una carrera de obstáculos humanos sorteados por medios parapoliciales: ni la pelea a trompadas a metros de la gente que baila, ni el tiroteo en plena pista, ni las balas que rebotan en su uniforme negro de kevlar, ni los matones que caen por las escaleras hacia destino incierto detienen la marcha triunfal de nuestro héroe, que quiere saber, sin importar cómo, quién está detrás de los ataques a políticos ilustres de la ciudad. Es El Pingüino quien se presenta ante Batman y le pone freno a la situación. Sabe que no puede poner en riesgo el negocio nocturno.
¿Cómo se entiende el accionar de uno de los más grandes héroes de la historia? ¿Qué ideas, valores e intereses entran en juego para justificar que un hombre rico, joven y atlético decida abusar de su poder y operar como una representación del orden? Batman habita entre los límites entre la legalidad y la ilegalidad del uso de la fuerza. Lo hace con fines específicos, aunque disfrazados.
Orden, progreso, paz y administración
La naturaleza de los Estados-nación modernos y sus instituciones se han fundado, y aún hoy se sostienen, en la idea de un orden. Este componente supo plantarse como condición sine qua non para alcanzar el “avance”. Todo país que tenga como norte el “progreso” debe asegurar el orden, o al menos mostrarse ordenado ante la mirada internacional. Un único camino hacia un ser nacional, liberal y occidental, representante de una organización territorial pacífica y una administración eficiente. Esta forma de organización for export debió, a su vez, construir un “otro”, un reflejo opuesto para constituirse de modo legítimo como “el buen rumbo a seguir”. La delincuencia, la disidencia, la pertenencia a una etnia preexistente, los trastornos psicológicos y la pobreza, así como cualquier otra expresión ajena a los valores nacionales, fueron atacadas por esta norma ordenada y equilibrada, limpia, masculina, blanca y liberal.
En Batman este desorden es fundacional, es parte componente de su origen. Hacia el cierre de una noche familiar en el cine, con el frío invernal que envuelve la ciudad, sus padres son asesinados luego de ser asaltados. Con el afiche de «La máscara del Zorro» de 1940 como telón de fondo, el pequeño Bruce Wayne es testigo de la destrucción del mundo familiar en manos de un delincuente. Durante décadas soñará con el collar de perlas de su madre estallando contra el suelo mojado de ese callejón. Durante años perseguirá el rostro borroso del delincuente que el trauma se encargó de difuminar.
Cuando el aparato institucional no alcanzó, el poder creó nuevas simbologías artificialmente nacidas de la propia población civil. Los héroes son uno de sus máximos artificios para la conservación del status quo. Dispuestos a dar su vida por la defensa de este supuesto bien común, enmascarados bajo el lema de la justicia, lucen sus habilidades y sus brazos en jarra como símbolo de lo correcto. En el universo del justiciero de Ciudad Gótica, todo aquello que pueda poner en riesgo la salud de la sociedad se representa con lo sucio, lo delincuencial, lo patológico, lo extranjero, lo feo y lo femenino. Los coloridos personajes que forman el grupo de enemigos de Batman pueden ser definidos por la negativa, por aquello que no son. No son ricos, no están cuerdos, no respetan la ley, no entienden el lugar que les tocó dentro de la estructura social dominante.
En la línea temporal del nuevo Batman, la muerte de Thomas y Martha Wayne se cuenta en Joker, el film de 2019. En esta versión, los Wayne no son asaltados. Un hombre con máscara de payaso, uno de los tantos que participa de los levantamientos en la ciudad, sigue a la familia hacia un oscuro callejón.
—Ey, Wayne —le grita antes de disparar—. Tenés la mierda que merecés.
Mi enemigo, tu enemigo
—Cuando esa luz llega al cielo, no es sólo una llamada. Es una advertencia —dice la voz en off de Robert Pattinson.
En la escena, un ladrón corre con el botín de su atraco. Al mirar hacia arriba, la luz de la batiseñal es atravesada por un helicóptero del Departamento de Policía de Ciudad Gótica. Un grafitero escapa hacia un lugar en que el reflector no lo alcance.
—El miedo es una herramienta —sentencia el hombre detrás de la máscara.
En este nuevo Batman de 2022, la batiseñal se vuelve símbolo. Lo que históricamente fue un medio de comunicación clandestino entre el encapotado y el Comisario de Policía James Gordon, es ahora un aparato de control. Un Gran Hermano, el Ojo de Mordor que todo lo ve, una imagen que desde el espacio celestial observa y controla todo lo que pasa, en cada esquina, en cada callejón, en cada ventana de Ciudad Gótica. Su objetivo ya no es sólo “llamar a Batman”, sino también sembrar el miedo desde esta fuerza omnipresente sobre la noche urbana.
Batman y, gracias a él, la policía, están en todos lados.
Al sumar aliados y nuevas tecnologías los robos de bancos, los delitos callejeros y las balaceras entre bandas pasaron a ser algo fácil de controlar, algo secundario en la lista de preocupaciones de las fuerzas de seguridad. Una amenaza menor, un mal que compone la propia identidad de la urbe y con la que los ciudadanos aprendieron a convivir. Algo más de lo que quejarse, como el tráfico infernal y los elevados impuestos.
Con El Cosaco llenando sus cañerías con plutonio, con Bane dinamitando todos los puentes que la conectan con otras ciudades, congelando sus calles con el rayo del Dr Frío o inundandola en el momento exacto en que nuestro héroe descifra el enigma de El Acertijo, Ciudad Gótica pasó a ser víctima de un enemigo mayor: la amenaza terrorista.
Batman camina ahora entre redes de trata comandadas por pequeños empresarios, jóvenes con consumos problemáticos, racistas y familias en emergencia habitacional. Pero no hay tiempo para ocuparse de eso, el enemigo de turno amenaza nuevamente con acabar con la aristocracia neoliberal -de la cual es parte-. En pos de la “justicia”, cubrirá los espacios que deja la inutilidad institucional. El peligro terrorista aparece como un enemigo demasiado poderoso e inteligente como para dejarlo en manos de señores con el bigote manchado con espuma de café. Este recurso, tomado de la novela policial, se volvió una marca de identidad en las páginas de la serie de DC Cómics. Aunque en sus versiones cinematográficas no haya sido explotado -con excepción de la nueva versión dirigida por Matt Reeves- no debemos olvidar que Batman es un detective.
El lugar que el héroe creado por Bob Kane y Bill Finger tiene en todo esto, su significado social, puede descifrarse en su opuesto. En 2003, trabajando para la línea de historias ucrónicas Elseworlds (Otros Mundos), el guionista Mark Millar se preguntó "¿qué pasaría si Superman hubiera sido criado en la Unión Soviética?". Desde esta premisa de contrarios nace "Superman: Hijo Rojo". Un universo DC dado vuelta, donde el último hijo de Krypton es guardaespaldas de Stalin y Batman es nada más ni nada menos que un anarquista en contra del Estado. Un Bruce Wayne enemigo de camaradas y burgueses. Porque, claro está, el contrario de Batman en esta Tierra-30 es un enemigo del estado, hijo de dos opositores al régimen soviético asesinados por la policía, una amenaza constante para el “orden”. Si su polo opuesto es construido como la antítesis a la estructura institucional de opresión que representa el Estado, ¿qué defiende el joven Wayne en esta realidad que todes conocemos?
Artistas, locos y criminales
El Acertijo, personificado en esta nueva versión por Paul Dano, tiene una motivación que enmarca sus sucesivos actos delictivos. Como en la mayoría de los casos modernos, como Bane en The Dark Knight Rises (2012) o el Guasón en Joker (2019), pretende denunciar la enorme desigualdad que caracteriza a la ciudad. Edward Nigma -el nombre de la persona detrás del disfraz verde, que en esta versión no tiene signos de interrogación estampados- atravesó su infancia y adolescencia como uno de los tantos huérfanos de la ciudad. Víctima de las mentiras gubernamentales, que malversaron los fondos públicos destinados a mejorar su calidad de vida y asegurar su inserción laboral, enfrentó la invisibilización y el abandono. Mientras tanto, la televisión de la época mostraba a un niño víctima de una tragedia inimaginable en la que también había perdido a sus padres. Pero su situación era totalmente distinta. Bruce Wayne, heredero del patrimonio de la segunda familia más importante de la ciudad, era un Ricky Ricón triste y solitario, pero profundamente privilegiado.
A finales de los ochenta, Amnistía Internacional le ordenó al gobierno de Ciudad Gótica cerrar la penitenciaría municipal por las irregularidades y delitos cometidos en el lugar. El edificio, construido hacia fines del siglo diecinueve, reabrió sus puertas a principios de los noventa. Pero esta historia institucional se encastra en la cronología de Batman recién en Detective Comics #629, en mayo de 1991. Antes de esta fecha, todos los delitos cometidos por el sinfín de enemigos que enfrentaron el Hombre Murciélago, Robin, Batichica y Ala Nocturna eran declarados inimputables y privados de su libertad en una institución neuropsiquiátrica: el Asilo Arkham.
El edificio lleva el apellido Arkham, una de las dos familias fundadoras de Ciudad Gótica -la otra es la familia Wayne-. En sus inicios era un hospital neuropsiquiátrico convencional y fue transformando su forma con el paso de los años, los guionistas y los dibujantes. Su primera aparición fue en Batman #258, de 1974. Para los ochenta ya era una mansión antigua de corte victoriano. Hoy es una fortaleza dotada de los mayores avances tecnológicos al alcance del Estado. Incluso, gran parte de estos artilugios de control gubernamental, que van desde celdas especializadas para cada “paciente” a puertas blindadas y sistemas de videovigilancia interna que cubren el 86% de las instalaciones, son de fabricación local. Toda esta transformación estuvo en manos de Jeremiah Arkham, quien se encargó de aggiornar el asilo a las necesidades de control del siglo XXI.
Durante casi dos décadas, período que va desde la aparición del asilo a la aparición del penitenciario, todos los enemigos públicos de Gótica cumplieron condena como pacientes neuropsiquiátricos. Todo aquello que es definido como una amenaza para la preservación del orden en Gótica no solo es castigado, sino también patologizado. Todos y cada uno de los actos en contra de la ley son caratulados como un acto criminal y como una condición de “insanidad”.
Las últimas películas de Batman han traído problemáticas, demandas y temas íntimamente correlacionados con nuestras realidades. La cada vez menor legitimidad de los representantes políticos tradicionales encarnada en la figura del Bane de Tom Hardy, la ausencia de un Estado presente en El Guasón de Joaquín Phoenix y la enorme desigualdad de oportunidades en El Acertijo de Dano. Una enumeración de exigencias que el público reconoce como propias y con las cuales empatiza, mientras se aleja cada vez más del que fuera su héroe de la infancia.
La trampa en todo esto está en el camino tomado. En estos personajes, la posibilidad de lograr el fin de la desigualdad, de la explotación del hombre por el hombre y lograr la justicia social muta. Se transforma en un peligro y una amenaza para la sociedad toda. Capitalismo se vuelve sinónimo de humanidad. Lo que está en juego, parece ser, es evitar el fin de la especie humana. Pero, ¿alguien cree que eso sea realmente lo que mueve al joven Wayne?
Batman, el torturador
—¡Que se conformen con sus dólares! Nosotros buscamos justicia... y venganza. Venganza contra América, que humilló a la Unión Soviética... y la obligó a adoptar la corrupción del capitalismo (...) ¡Venganza contra Batman y todo lo que protege! —grita en soledad, desde una pieza oscura y sucia de los suburbios góticos, El Cosaco, un ex agente de la KGB cuyo plan es hacer explotar una bomba atómica escondida en una pelota de baseball con la firma de Babe Ruth.
Con ayuda de una botella de vodka, toma medicamentos de colores que saca de su bolsillo. Fármacos que necesita para controlar la contaminación por plutonio que sufrió en su intento anterior, cuando todavía se llamaba Corsario Negro, cuando quiso llenar las aguas de Ciudad Gótica con productos radioactivos.
En Troika, un cómic de 1995, El Cosaco se encuentra con Batman y, después de cuatro páginas de combate, queda tendido en el suelo.
—Yo no te derroté. Fue por tu locura…el plutonio que usaste como mortaja en tu cabalgata oscura —dice el paladín de la justicia.
Pero durante dieciocho cuadros de enfrentamiento, Batman lo había atacado con un batarang (un bumeran con forma de murciélago, fabricado en aleación de metal y que puede tener efectos eléctricos, explosivos o simplemente clavarse en infinidad de superficies), le dió una patada frontal de Muay Thai en la mandíbula, un uppercut de boxeo en el estómago, un tuit chagui de Tae Kwon Do en la cara, un cross derecho en la mandíbula y lo remató con un yokomen uchi de Aikido. Todo esto solo para que le dijera dónde estaban sus secuaces.
A mediados de los noventa todavía trabajaba en paralelo a la policía. El nuevo Batman trae a la gran pantalla una importante transformación con respecto a su relación con las fuerzas del orden. Tradicionalmente, la presencia del murciélago significaba una tensión constante, un símbolo que ponía en jaque la legitimidad de la policía. Durante décadas quedó claro que, con sus errores y falencias, con su creciente corrupción y su participación como articulador del mundo delincuencial de la ciudad, la justicia estaba en manos del gobierno y sus fuerzas de seguridad. Se esfuma aquí el vínculo histórico de rechazo entre las fuerzas de seguridad legítimas, el Departamento de Policía de Ciudad Gótica; y las ilegítimas, Batman. Ahora, él es uno más en este engranaje de control.
En la nueva versión cinematográfica, todo esto cambia. Ahora Batman participa de las escenas del crimen, manipula pruebas judiciales, obstruye el accionar de los investigadores y, sobre todo, hace justicia por mano propia con el apoyo del aparato policial. Enarbola banderas morales que se vuelven un fin para justificar los medios, Wayne aparece ahora como un Sherlock Holmes enmascarado, un hombre cuya inteligencia puede dejar pasar las falencias del aparato policial. Para moverse de esta forma, cuenta con su propia versión del Inspector Lestrade.
Gordon pide que los dejen solos en la habitación. Este hombre bajito, de anteojos, simula, ante la mirada atenta de sus superiores, amenazar al héroe de Gótica. Desde afuera, los oficiales creen que discuten y que el comisario está dejando en claro cuáles son los límites, los lugares en los que el encapotado no tiene poder. En cambio, en voz baja, está filtrando información, los secretos de sumario necesarios para dejarlo actuar. El comisario le pide que lo golpee, que genere una distracción para que pueda escapar. James Gordon acaba de liberarle la zona. Todo lo que pase acaba de dejar de estar en manos de las fuerzas legales.
«Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del Pueblo a poseer y portar armas no será infringido». En tan solo veinticinco palabras, la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América fundamenta y justifica el límite entre la legalidad y la ilegalidad por la que se mueve Batman. Si la libertad es lo que está en juego, los medios para su defensa y las consecuencias de la misma pasan a un segundo plano. La ostentación de armas cortas y ligeras de orden no civil, las tácticas militares no convencionales y el uso de tecnología de avanzada sobrepasan las posibilidades de la población civil y del aparato represivo oficial. Batman se erige como un mal necesario, una vía indiscutida para el logro de la justicia y el orden, un mecanismo de terminar con todo aquello que amenaza el status quo de nuestra sociedad.
Batman y el 1%
En la multi premiada, multi leída y multicitada obra «Watchmen» de 1986, Alan Moore se pregunta «¿Quién vigila a los vigilantes?». Si la idea de justicia está en manos de seres intergalácticos, herederos de un anillo que funciona en base a la fuerza de voluntad, corredores que alcanzan la velocidad de la luz y multimillonarios con tecnología represiva de avanzada ¿Qué podemos hacer si un día se levantan de la cama y se dan cuenta lo insignificantes y maleables que pueden ser los humanos de a pie? En el caso de Batman, la pregunta que podríamos hacernos es no solo quién vigila a un poderoso, sino también cuál es la motivación que lo hace salir cada noche a jugarse la vida en cada terraza. Cuando hablamos del hombre murciélago, el interrogante a responder es «¿Qué vigila un vigilante?».
La idea de orden y justicia sobre la que se fundamenta su existencia termina siendo la mera defensa de los privilegios de los más poderosos. Desde su primera aparición, en Detective Comics #27 de 1939, muchas cosas han cambiado: diferentes Robin acompañaron a Batman, varias Batichicas se calzaron el traje para sumarse al dúo dinámico, aparecieron y desaparecieron infinidad de malhechores e incluso Wayne dejó el cargo de justiciero nocturno en varias ocasiones. Pero si algo no cambió es la enorme desigualdad social que caracteriza la estructura de Gótica.
Batman dio todo por una justicia que, luego de ochenta y tres años de una cruzada interminable, empieza a mostrar la hilacha. No se trata de un Robin Hood urbano, un héroe que ponga en tela de juicio el estado presente de las cosas, sino todo lo contrario. Se ha santificado durante casi un siglo a una de las mayores herramientas de defensa del 1%. Su símbolo puede verse en el pecho de incontables remeras, confundiendo justicia social con la propia idea de justicia de Wayne y la clase social a la que pertenece. Quizás engañados con el hecho de sentirse cerca suyo, sabiéndolo físicamente tan humano como cualquier otro, se lo ha visto como un par. Pero no, no somos Batman. No estamos en su liga.
El huérfano más famoso de la ciudad llega a una ceremonia fúnebre en su Chevy Corvette de 1963, un auto de colección con un valor aproximado de cincuenta mil dólares. Sube las escalinatas y, al entrar al recinto, la escena toma un tinte casi feudal. Las familias acaudaladas, los líderes políticos y los personajes ilustres desfilan por el centro de la pasarela. A los costados, separados por vallas de contención y un amplio despliegue policial, se ubican los ciudadanos comunes. Vestidos en colores oscuros, mostrando su desagrado y fealdad. Para esta escena, Michael Giacchino, encargado de la música original de la película, reversiona el Ave María de Schubert. Bruce mira los balcones y una plebe amontonada y notoriamente enojada lo observa desde las alturas.
El contrapunto simbólico es notorio. El rechazo al poder es algo feo, sucio y desprolijo. En The Batman, la minoría dueña del 99% de las riquezas de la ciudad aparece como impoluta, educada y respetuosa. Se codean senadores con líderes de la mafia. Es fácil adivinar en qué parte del recinto ubicaron a la figura que Bruce mira con desconfianza antes de que aparezca el peligro. Esto ya había sido representado de la misma manera en la ya citada Joker, donde una turba iracunda entremezcla sus demandas de mayores y mejores políticas públicas con saqueos, robos, vandalismo y violaciones varias a la integridad física de las personas. En el mundo del encapotado, la dicotomía es constante.
Aunque el Batman de Robert Pattinson enfrenta alguna que otra contradicción, la pertenencia de clase y las formas para sostenerla quedan inamovibles. Una vez derrotado El Acertijo y puestos los ricos y poderosos a salvo, el héroe sube a la punta de un rascacielos, se inclina sobre el borde. Su figura se confunde con la de las tantas gárgolas que adornan los edificios de la ciudad. Observa desde la altura, como si su mirada pudiera recorrer los callejones, las habitaciones de cada casa. Sabe que ha salvado una vez más a Ciudad Gótica. Gracias a él, nada ha cambiado bajo ese cielo.
Todo sigue en orden.