Todo el mundo tiene algo para decir sobre “Barbie”. Esa es la sensación colectiva que produjo la oleada de contenido que, meses previos a su estreno en salas, inundó las redes y comentarios que palpitaban el regreso de la rubia más famosa de nuestras infancias. La muñeca pop que a través de las décadas tensó debates sobre el cuerpo, el artificio y el afecto, ha sido amada y odiada por los mismos motivos. Greta Gerwig la lleva a la gran pantalla y nos recuerda que Barbie es el lienzo plástico de nuestras ficciones.
Si bien existe un importante número de producciones animadas de Barbie, la de Gerwig es la primera película live action con Margot Robbie y Ryan Gosling como protagonistas de este cuento plástico contemporáneo. Aunque Barbie llegue por primera vez al cine con cuerpo humano, la sensación es la de un afecto nostálgico que contiene a un público femenino/feminizado que creció jugando con ella y todas sus personalidades. Su llegada es el regreso a un origen de imaginación creadora que creíamos haber olvidado. ¿Cuántas muñecas conservamos al día de hoy? La respuesta es casi unánime: probablemente ninguna, porque en el ciclo de juego que nadie nos enseñó pero aprendimos en comunidad, Barbie nos acompañaba como una suerte de rito de pasaje, que luego seguiría su camino a una caja para que otras pudieran continuar el ciclo.
La nostalgia es el eje articulador del relato de la “Barbie” de Gerwig, porque hablar de Barbie es hablar de la infancia: la compartida, la recordada, pero, sobre todo, es hablar de la infancia perdida. Si el pop es una sensibilidad, un prisma a través del cual percibir una serie de objetos y armar con ellos una constelación, la nostalgia es un afecto muy pop que, en su afán de plegarse sobre sí misma y rendirle homenaje al pasado, le habla a una generación que puede reconocerlo como tal. ¿Y quién es más pop que Barbie? La característica principal del pop es el artificio, la antinaturalidad de las partes que la conforman y el rasgo autorreferencial. Su figura principal, el ícono pop, es excesivo y tiene el particular don de poder ser apropiado por el público y brindar su imagen a la audiencia que se funde con ella y no distingue géneros o narrativas.
Los grupos de amigas -y amigos- hoy se visten de rosa para ir al cine. La amplia variedad de looks, desde aquellos con mucha producción hasta algún detalle pequeño como un pañuelo, invita a esta fiesta performática y pop que está sucediendo en la sala de cine más cercana mientras el lector lee este texto. La “hiper-feminización" de la consigna tan artificiosa, tan de montaje, diluye las diferencias marcadas de quién puede o no jugar a ser Barbie por un rato. Y, si la nostalgia es lo que perdimos, volver a la experiencia de juego es recordar que no solo las niñas jugaron con Barbie: ¿Cuántos varones desearon jugar y por momentos jugaron con muñecas prestadas? ¿Cuántos varones pidieron una Barbie y no se la compraron? ¿Cuántas madres jugaron con sus hijas inventando historias en conjunto? ¿Cuántas personas queer vieron en el universo homoafectivo de Barbie y sus amigas otras formas de habitar el mundo? Barbie, en lo excesivo de sus colores saturados, se ofreció como un lugar para quienes quisieran encontrarse allí. Porque Barbie es su identidad móvil: siempre ella y siempre todas las demás.
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La película empieza así, como un cuento. La imagen se abre en una primera transición temporal: el amanecer. El sol todavía no está puesto y empieza a asomar detrás de las montañas. A la imagen cálida se le superpone un primer sonido de pájaros cantando, se anuncia el inminente pasaje al día. Una voz narradora (Helen Mirren) cuenta que desde el inicio de los tiempos, desde que la primera niña existió, hubo muñecas. Pero siempre fueron “muñecas bebés”. Vemos a unas niñas jugar con los bebés, darles de comer, hasta que, ocupando el lugar del sol, aparece la silueta aumentada en escala de ella: Barbie. La miniatura hecha gigante. La miramos desde abajo con el punto de vista de la infancia y vemos cómo sus brillantes piernas plásticas con sus pies en punta y uñas perfectamente pintadas se ubican en el centro de la imagen para ser tocada. En una referencia visual casi exacta del inicio de 2001: Odisea en el espacio, en la que en lugar de monos y fósiles hay niñas y zapatos, la secuencia nos dice que Barbie es el primer juguete con cuerpo adulto.
La “hiper-feminización" de la consigna tan artificiosa, tan de montaje, diluye las diferencias marcadas de quién puede o no jugar a ser Barbie por un rato.
Barbie fue la primera muñeca especialmente dirigida a las niñas que no implicaba jugar a ser madres y esposas. Barbie, que lleva el nombre de Barbara, la hija de su creadora, Ruth Handler, es una joven soltera, con amigos y múltiples profesiones. Desde su primera aparición en 1959, se vendía al mercado como un juguete en el cual las niñas podrían proyectar sus sueños y demostrar que las mujeres tenían opciones. Este carácter aspiracional la convirtió en un lienzo donde por generaciones las mujeres ensayaron las vidas que podían tener, jugando a tenerla. Pero este vínculo es aún más íntimo. La muñeca tiene la particularidad de requerir la mano de la niña, porque su cuerpo plástico está diseñado para erguirse sólo si alguien la sostiene. Barbie requiere de otro cuerpo para existir y así, quizás sin saberlo, niña y muñeca se fundieron en un vínculo afectivo y sensible desde el origen. Un vínculo donde se afecta y se es afectado, que requiere de la imaginación y las ficciones de quien juega para ser traída a la vida cada vez.
El universo Barbie se hace eco de ese vínculo sensible y construye su lógica interna de un modo particularmente “homoafectivo”, pues la mayoría de las niñas tenían más de una Barbie y quizás ningún Ken, que como se ocupa de recalcar cómicamente la película, nunca fue una prioridad para la marca. Su antecesora alemana, la muñeca Bild Lilli, era una personaje de posguerra, atrevida y ambiciosa de fuerte carga erótica. Pese a los intentos por “lavarle” la reputación a Barbie, al ser un juguete con cuerpo de mujer y con redondeadas formas, aunque sin órganos sexuales explícitos, fue la muñeca con la que muchas niñas tuvieron su primera representación de una sexualidad adulta.
La atmósfera excesivamente femenina se condensa en “Barbieland”, la tierra prometida de las muñecas en la película, una suerte de universo plástico alternativo en el que habitan todas las Barbies y viven como hermanas en sus “dream houses” convencidas de que el feminismo triunfó en el mundo gracias a ellas. La doble espacialidad de la película se articula con el otro gran espacio: el “mundo real” donde están el CEO de Mattel (Will Farrell) y los ejecutivos, así como las personas que juegan con muñecas. Lo que sucede en el mundo real repercute en Barbieland y el plástico brillante y perfecto empieza a evidenciar sus fisuras. Casi como el mito de Pigmalión, la muñeca hecha a imagen y semejanza de la fantasía cobra vida en la película al cruzar de un universo a otro. Y esto sucede porque alguien del mundo real está jugando con ella con ciertas emociones humanas particulares: pensamientos de muerte, depresión y ansiedad, por nombrar algunos. A Barbie esto le repercute en el cuerpo: sus pies que siempre estuvieron en puntitas estilizadas sin tocar el suelo se aplanan y en sus piernas brillantes aparecen los primeros rastros de celulitis. Estas “fisuras” en el cuerpo son análogas a la experiencia de “jugar a las Barbies”, dan cuenta de una forma de atravesar procesos de la infancia y del modo en el que muchas veces ella canalizó las exploraciones que los niños y niñas transitaban a su lado. Cortarle el pelo (porque nadie sabía que no volvería a crecer), hacerle ropa con retazos de tela e incluso mutilarle las extremidades, son sólo algunas de las intervenciones que atravesaron (y soportaron) esos cuerpos de plástico.
Como una escenografía teatral, en la película prácticamente toda la acción sucede afuera de las casas soñadas por las Barbies, tan de maqueta y transparentes. Con el corte transversal podemos ver sus estructuras y su cuasi nula capacidad de ser habitadas y transitadas. Porque la gracia de jugar con Barbie no era el placer visual de armar la casa perfecta. La casa de Barbie sólo permite ver los objetos que contiene, mientras que la muñeca puede volar y no usar las escaleras, como señala la voz narradora del film mientras Margot Robbie salta del segundo piso de la dream house y aterriza en el descapotable rosa. La casa para mirar y la muñeca para tocar.
El deseo de Barbie de convertirse en humana se plasma en las sensaciones corporales. Volverse real en la imagen es que se te aplanen los pies, sentir el viento en la cara y el latido del corazón por primera vez. Llorar sin saber por qué y, sobre todo, recordar y sentirse parte de algo más grande. Cuando las Barbies tienen que recuperar “Barbieland” de los Kenes que descubrieron la existencia del patriarcado en el mundo real y exportaron el sistema a su mundo, la rebelión es liderada por las muñecas “discontinuadas”, las que Mattel sacó de circulación en compañía de las dos humanas -madre e hija- que estaban jugando con Barbie (America Ferrera y Ariana Greenblatt). A la cabeza de la organización está “Barbie rarita” (Kate McKinnon) , aquella con la que se jugó mucho y quedó con las piernas abiertas, los pelos de punta y la cara llena de dibujos. Ella sintetiza el vínculo táctil con las barbies, que consistía en manipular e intervenirlas tanto material como narrativamente, traerlas a la vida al jugar con ellas y sumergirlas en nuestro mundo. Tanto el deseo de Barbie de volverse humana como el nuestro de ser Barbie implica un cambio que de natural tiene poco y nada. El artificio está presente en el origen mismo de la experiencia de juego: ser otra cosa o jugar a serlo es siempre una forma de ficción.
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El fenómeno “Barbie” en las salas de cine recuerda el modo de organización que tenía el cine clásico de Hollywood para segmentar a la audiencia. Allí se destacaba un subgénero de “películas para mujeres”, melodramas amorosos, de madres y musicales que agrupaban a las espectadoras en comunidades que las tenían a ellas como protagonistas y dueñas de una mirada. “Barbie” como película tiene redundancias que no se preocupa en ocultar. Es explícita al poner en boca de sus personajes las palabras que quiere decir y por momentos eso le resta fuerza a las imágenes que construye muy bien. Sin embargo, hay otra característica del cine clásico industrial de Hollywood, un modelo vigente más en su forma estética que de producción: la redundancia pedagógica del “mensaje”. En un contexto donde tenemos un sinfín de películas de superhéroes seriadas que copan prácticamente toda la programación de los cines, “Barbie” está pensada como un tanque de taquilla. Los números de Gerwig haciéndose con el récord histórico en recaudación en el fin de semana de estreno por una película dirigida por una mujer parece indicar que algo de la fórmula de la repetición funciona.
Tanto el deseo de Barbie de volverse humana como el nuestro de ser Barbie implica un cambio que de natural tiene poco y nada. El artificio está presente en el origen mismo de la experiencia de juego: ser otra cosa o jugar a serlo es siempre una forma de ficción.
Si abandonamos la pretensión de originalidad respecto al fenómeno actual, la noción más clara de la industria del cine es la segmentación de las partes para la posterior unión en un producto (sí, exactamente como en una fábrica, pero estética). Desde que la producción masiva de películas incorporó a su visión económica que las mujeres y diversidades compran entradas de cine (y muchas) se ha empezado a ofrecer films también “orientados” a esos públicos. A “Barbie”, se la acusa de pink washing, feminismo edulcorado películas con mensajes motivacionales para vender toallitas higiénicas y, a la vez de woke, lo políticamente correcto, entre otras. Y, estas críticas –según cómo se formulen– podrían ser válidas. Sin embargo, ¿no son demasiadas etiquetas “tranquilizadoras” para un objeto estético? ¿Cómo se puede correr a una misma película por izquierda y por derecha? Hablar de un blockbuster permite todo esto, ¿por qué? porque nadie es indiferente a su irrupción en el consumo cultural. “Barbie” es demasiado explícita en su discurso feminista, pero hablar en el lenguaje de blockbuster permite introducir un objeto con otra sensibilidad apelando a públicos más masivos. Después de todo, un clásico es un clásico.
Las películas son mucho más que lo que queremos decir de ellas y cómo calzan en los discursos que queremos aplicarles. Son universos de imágenes, sonidos y sensaciones táctiles que exceden a nuestras palabras y a sus propios diálogos (a los que muchas veces queremos reducirlas). Etiquetar es apurarse a sacarse el problema de encima. Una lectura puede ser de tal forma hasta que aparece la siguiente secuencia para probar lo contrario. Lo elástico de las imágenes en movimiento excede los intentos de explicarlo todo y cerrar todos los huecos de discusión. Como el ícono pop que siempre desborda los márgenes de su definición para brindar su imagen artificiosa, el blockbuster es el lenguaje que incorpora al público en su propia concepción como lenguaje. Hay en esto una apropiación activa de la audiencia que invita a no subestimar sus gustos y capacidad de hacerse preguntas, cuando es interpelada por algo. Así como hubo varios intentos fallidos de darle una narrativa “controlada” a la muñeca lo largo de los años, el entusiasmo del público por la película de “Barbie” nos devuelve a la apropiación sensible inicial de la muñeca que fundó nuestro vínculo afectivo con ella, el de la fantasía creadora que da lugar a algo más: nuestras propias ficciones.