El martes 3 de agosto del año 2010 la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner entró al despacho del ministro de Trabajo Carlos Tomada. Ya eran casi las ocho de la noche. Un rato antes, el Gobierno había propuesto en una mesa con los gremios y las cámaras empresarias elevar al 22,6 por ciento el salario mínimo vital y móvil. Había sido una reunión tensa pero llegó a buen puerto. Cristina no se sentó. Fue directo a ver los portarretratos que tenía su entonces ministro en un modular. Hubo uno que le llamó la atención y lo agarró.
—¿Qué es esto Carlos?
En la foto están los dos sentados en una mesa, mientras Tomada le susurra algo al oído. Hasta ahí nada fuera de lo habitual. Pero arriba del vidrio del portarretratos un papel pegado en forma de globo de historieta sale de la boca de Cristina, con la frase escrita en birome: “Firmale la inscripción a los pibes del subte”.
Tomada se rio. Cristina también. Dejó la foto sobre el modular. Pidió ir al baño y, desde la puerta del escritorio, soltó:
—Carlos, firmáselas.
Ningún metrodelegado se imaginó que la humorada en el despacho del ministro iba a ser el último paso, uno clave, para conseguir la personería jurídica y luego la gremial, en su eterna disputa con el otro sindicato, la Unión Tranviarios Automotor (UTA), acusado por la mayoría de los trabajadores de “burocracia sindical”.
Siete años más tarde, el viernes 13 de marzo de 2017, en el edificio de la calle Carlos Calvo y Pichincha donde funciona la Asociación Gremial de Trabajadores del Subte y Premetro (AGTSyP), el secretario general del gremio, Beto Pianelli, está preocupado. Lo rodean otros referentes del subte y de otros sindicatos, como Hugo Yasky de la CTA y Roberto Baradel de Suteba.
—Compañeros, compañeras. Esta es una noticia que no esperábamos -dice Pianelli.
Los metrodelegados fueron notificados por la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo que les habían revocado la personería gremial. En una maniobra leguleya, el nuevo fallo le devuelve la personería a la UTA, argumentando que había “irregularidades formales” detectadas en la gestión de ese tema por el gobierno anterior.
—Ante todo queremos dejar claro algo -continuó Pianelli-. Nosotros no somos los representantes de los trabajadores del subte desde hace un año. Lo somos hace más de diez años porque antes de hacer este sindicato éramos los delegados de un sindicato que nos echó y que nos echó fundamentalmente porque no nos rendíamos, porque no aceptábamos que nos flexibilicen.
Pianelli dice que reclamarán ante la Corte Suprema de Justicia y a la Organización Internacional del Trabajo.
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Bajo la ciudad de Buenos Aires trabajan ochocientas personas que, para los medios de comunicación, sólo salen a la superficie cuando llevan adelante alguna medida de fuerza. Ellos lo saben: cuando el subte para, la ciudad colapsa. Los trabajadores del universo paralelo bajo tierra están cansados de repetirlo. No les gusta hacer paro. Porque antes del paro se reclamó por otras vías, dicen, se pidieron reuniones, se mandaron cartas. También están cansados de repetir que el paro es la única forma que tienen para visibilizar los conflictos porque trabajan en pésimas condiciones. Y claro, también deben aclarar que tampoco es culpa de ellos si el subte funciona mal, si los pasajeros viajan como en latas de sardinas, si tienen que esperar varios subtes para poder subir, o si se queda en el medio del túnel por tiempo indeterminado. Y por si aún no queda claro, los trabajadores del universo paralelo bajo tierra también deben explicar que ellos no son los dueños de la empresa Metrovías. Todo eso tienen que aclarar cada vez que los insultan, les gritan, les pegan y los escupen.
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El despertador suena a las cinco y media. Diego abre los ojos y salta de la cama. Es 20 de marzo de 2012 y hace un calor infernal. Se viste, arma el bolso con la ropa de trabajo, va a la habitación de su hijo de tres años, Santino, y lo arropa. Se le escapa una sonrisa cuando se acuerda de la noche anterior. Su hijo les había cantado y bailado una coreografía del dinosaurio Barney. Vuelve a su habitación, besa a la “chica hit” -así le dice a su mujer Natalia porque es fanática del pop latino- y sale de su casa. Desde el sur del conurbano bonaerense, hasta el barrio de Núñez en Capital Federal, Diego tiene tres horas de viaje.
Primero se toma el colectivo hasta la estación de Burzaco, y ahí el tren que lo deja en Constitución. Allí se encuentra con Fernando. Ambos trabajan en el taller de Congreso de Tucumán de la línea D de subte. Diego Martínez pertenece al sector de neumática.
Cuando llegan a Constitución se toman la línea C hasta la estación Diagonal Norte y combinan con la línea D. Pero ese día, el subte se frena en la estación Ministro Carranza. Hay un desperfecto en una formación. Ya son las 10 de la mañana, la hora en la que tienen que entrar al taller. Esperan en el andén un rato con la ilusión de que se reanude el servicio, pero la cosa va para largo así que deciden tomarse un taxi. No están tan lejos. Llegan a las 11.
—Tarde muchachos, se quedan compensando hasta las 17—dice el supervisor.
Diego se calza su uniforme para comenzar la jornada de trabajo. Pero Fernando, el delegado del taller, se pone como loco. Es injusto, piensa. Llegaron tarde porque una formación de su propia línea había tenido un desperfecto técnico. Va a hablar con el jefe para decirle que ellos se van a la hora que corresponde, a las 16. También le dice que están hartos del destrato, de las malas condiciones. El lunes había llovido fuerte en la ciudad y el agua había inundado las vías por las tantas goteras del túnel. Pero el jefe es tajante: deben quedarse una hora más por haber llegado tarde, no importa el motivo. Fernando está furioso pero Diego lo calma, ya está acostumbrado a los desmanejos de la empresa.
—Fer, es una hora más, ya está, no gastés energías, sabés cómo son estos tipos.
A la hora del almuerzo, como todos los mediodías, Diego llama a Natalia. El nene había empezado el jardín hacía algunas semanas, entonces le pregunta si las maestras le habían encargado algo. Natalia le dice que una botella vacía para hacer alguna manualidad. Su mujer le dice que a la noche va a cocinar pastel de polenta y se despiden como siempre, con un te amo.
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La temperatura marca treinta grados a las 8 y media de la mañana, aunque bajo tierra es de 39, según calcula el termómetro digital que tienen en la estación Plaza de Mayo de la línea A. La gente se abanica mientras espera y se limpia el sudor con algún pañuelo. Las gotas de sudor caen sobre la cara de Osvaldo pero él ya está acostumbrado, y ni lo siente. Es uno de los conductores de la línea E que recorre desde Bolívar hasta Plaza de los Virreyes, en el barrio de Flores y por la que pasan en promedio ochenta y cinco mil personas por día.
Osvaldo ya cumplió trece años como trabajador del subte. Arrancó como boletero y después fue guarda: desde el último vagón se encargaba de abrir y cerrar las puertas. Hace cinco años maneja la máquina. A la pequeña cabina se entra con una llave desde el primer vagón. Antes de arrancar se pone auriculares “de tiro”. Los comunes, los que usaba antes, ya no le sirven. Necesita algo más para no sentirse aturdido adentro del túnel. El sonido que siente ahí es constante, como si estuviera en una turbina. Los chirridos esporádicos penetran agudo. Si para quien viaja en el subte es una molestia auditiva mantener un diálogo en el andén, o si suele taparse el oído cada vez que siente un sonido penetrante, para los trabajadores es realmente un trastorno. Osvaldo cuenta como anécdota que cuando salen a comer con los compañeros en medio de la jornada la gente los mira raro. Ellos no se dan cuenta pero gritan.
El ingeniero Hernán Rubio, especialista en Higiene y Seguridad en el Trabajo, responde por mail que existen cinco factores o agentes físicos de riesgos y exigencias laborales dentro del subte. “El primero tiene que ver con riesgos derivados de los medios de trabajo: ruido, vibraciones, temperatura, humedad, ventilación y radiaciones”. En un informe realizado por él en septiembre de 2003 los resultados médicos indicaban que el 82% de los trabajadores auscultados presentaba algún tipo de sordera. El documento sirvió para que meses más tarde se dictara la insalubridad y la jornada de seis horas laborales.
Osvaldo maneja el subte con botones, palancas y un tierra tren: la radio por la cual se comunica con el guarda de la cabina trasera y, de ser necesario, con el supervisor.
Las reglas del conductor tienen una sola semejanza con la de un automovilista, pero allí reside la clave del tráfico. Si la luz del pequeño semáforo dentro del túnel de cada estación se pone verde, se puede avanzar, si se pone roja, hay que frenar.
Durante los veinticinco minutos que tarda en llegar de cabecera a cabecera, Osvaldo permanece concentrado. La entrada a cada estación desde la cabina muestra, en hora pico, a cientos de personas agolpadas a centímetros de las vías. Hombres, mujeres, chicos, bebés, ancianos. ¿Alguno tropezará y caerá? ¿Alguno se tirará a propósito?, se pregunta Osvaldo en ese microsegundo en el que empieza a frenar la formación.
Una vez, apenas ascendió a conductor, en diciembre de 2012 entraba a la estación Boedo y vio a una persona sentada abajo del andén, en paralelo a las vías. Era un hombre mayor. Dos segundos y lo vio saltar hacia donde iba a pasar el tren. Osvaldo clavó los frenos. Fue inútil; la distancia nunca le hubiera permitido detenerse a tiempo para no rozarlo. Pero por esas cuestiones inexplicables del destino, como Osvaldo lo vio con cierta anticipación, el hombre se movió con la inercia del frenado y quedó justo en el medio de la vía, paralelo a los rieles y no a la altura de la rueda. El hombre se salvó.
Pero Osvaldo no se lo olvida.
—La persona antes de tirarse, te mira. Y esa mirada yo no me la puedo borrar más.
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Los lazos que unen a Osvaldo y el subte son casi sanguíneos. Su bisabuelo fue el primero en ingresar en la década del cincuenta como peón de limpieza. Cuarenta años antes, en 1913 se había inaugurado el primer subte de Buenos Aires y el primero en Latinoamérica, la línea A, que entonces llegaba desde Avenida de Mayo hasta Plaza Miserere.
Solo diez ciudades del mundo tenían subterráneo antes que Buenos Aires: Londres (1863), Chicago (1892), Budapest (1896), Glasgow (1896), Boston (1897), París (1900), Berlín (1902), Nueva York (1904), Filadelfia (1907) y Hamburgo (1912).
El crecimiento de la ciudad y su tráfico eran tan asombrosos que, según crónicas de la época, la construcción de transportes subterráneos acelerados se convertía en una solución adecuada para "este fenómeno de las épocas modernas".
El 15 de abril de 1953 Don Osvaldo Mouche limpiaba el piso de la estación de Plaza de Mayo de la línea A. Arriba, el entonces presidente Juan Domingo Perón, le hablaba a los trabajadores en un multitudinario acto impulsado por la Confederación General del Trabajo. Se escuchó una explosión. La gente comenzó a dispersarse. Dos bombas habían detonado en la Plaza de Mayo y en la línea A. Hubo más de 90 heridos y seis muertos. Don Osvaldo fue uno de ellos.
Ante la muerte de su padre, su hijo Osvaldo -el papá del actual conductor- ingresó al sector de limpieza del subte, y luego ingresaron sus hijos.
La familia Mouche llegó a ser testigo del proceso de privatización en la década del noventa que trajo una etapa de despidos. En 1994 la flamante empresa concesionaria, Metrovías, se deshizo de casi toda la antigua planta del personal. En connivencia con el sindicato preexistente, pensaron que contratando jóvenes dóciles e inexpertos no tendrían grandes conflictos gremiales. Nunca se imaginaron que aquel grupo que ingresaba en condiciones de flexibilización laboral serían el germen de un nuevo sindicato.
Desde el comienzo Metrovías dejó sin efecto el convenio colectivo que regía desde 1975: de las seis horas diarias de trabajo, se pasó a trabajar ocho y con una reducción del salario. Pero además, sectores enteros de trabajo, como el área de limpieza fueron contratados a través de otra empresa. La famosa “terciarización laboral”.
Hasta aquel entonces, el único sindicato que representaba a los trabajadores era la Unión Tranviarios Automotor (UTA). Según relatan los metrodelegados, la UTA no sólo no opuso resistencia a la privatización, incluso aseguran que presionaron a los trabajadores para que aceptaran los retiros de la empresa.
Dos años después de la privatización, cansados de las malas condiciones de trabajo comenzaron a formarse “agrupaciones clandestinas” dentro del subte. Se reunían en bares, en sus casas, con una sola premisa: querían hacer valer sus derechos y el sindicato no los acompañaba.
El primer paro a Metrovías llegó el 20 de febrero de 1997, sin consentimiento de la UTA, tras el despido sin causa de dos boleteros. Además, fue el primer paro en el nuevo marco de las empresas de servicios públicos privatizadas. La medida fue un éxito, reincorporaron a los compañeros y sin saberlo, el germen del nuevo sindicato ya estaba gestado.
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Cuando se hacen las 16, Diego sigue trabajando. Aún tiene que soldar algunas piezas del tren. Pero Fernando no le da el gusto al jefe. A las 16 deja lo que está haciendo y va al vestuario para darse una ducha.
A las 16:49 Natalia llama a su marido pero él no le responde. Vuelve a probar. Nada. Qué raro, piensa. Se tranquiliza imaginando que quizá esté compensando horas y que en el túnel no hay señal. Pero el tiempo pasa y Diego sigue sin atender. Natalia empieza a llamar a sus compañeros, pero tampoco la atienden. Comienza a sospechar que algo malo pasó.
Son las 16:50 cuando Fernando sale del vestuario para saludar a sus compañeros y ve a Diego tirado en el piso del taller. Mientras otro compañero le realiza primeros auxilios Fernando va corriendo a la oficina de los supervisores y llaman al SAME. ¿Está muerto?
El SAME llega casi una hora después. Diego ya está muerto. Se electrocutó con una soldadora.
Natalia sigue insistiendo. La atiende Fernando; llora.
—Perdoname Natalia, perdoname, no lo pude salvar, perdoname.
—¿Qué pasó Fernando, qué pasó?
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La H es la última línea que se abrió, en 2007, bajo la promesa del entonces jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, de inaugurar 10 kilómetros de subte por año. Hoy la línea recorre 7,5 kilómetros y llega hasta en el barrio de Once.
En el cuarto de descanso de la estación cabecera de Las Heras conviven conductores y guardas; es un griterío. Nadie mira la tele prendida en Canal Encuentro. Hay tres mesas grandes, un metegol, lockers para cada uno decorados a gusto y piaccere. Una cocina con horno eléctrico, un dispenser y pava eléctrica. Es la hora de la merienda y comparten mate y galletitas. Mónica Berruti está sentada en una punta. Cuando alguien llega se acerca a saludarla. Ella responde con un “hola, ma” si es mujer y un “hola, pa” si es varón. Mónica no pasa desapercibida. Fisicoculturista-ex campeona argentina y master sudamericana-, motoquera y con rastas, la mujer de cincuenta años cuenta que muchos pasajeros le piden sacarse fotos. Pero que otros le preguntan si “está bien” para manejar el tren: sospecha que su look sugiere un estereotipo de “fumada”.
Mónica no da vueltas. Es directa. Hija de ferroviarios, desde que entró a trabajar en el subte en 2007 como auxiliar, soñaba con manejar un tren. Ese era su objetivo. Cuatro años atrás la primera mujer había llegado al lugar de conductora. El periplo no fue fácil. Las mujeres entraron a trabajar en el subte en 1982 pero sólo en el sector de limpieza y, recién en 1994, con la privatización, ascendieron al puesto de boleteras. Entre los reclamos de los trabajadores, las mujeres boleteras empezaron a hacerse oír. Querían poder ascender a la parte de tráfico, es decir, a guardas y conductoras. Los jefes se les reían en la cara.
—Había carteles pegados en las paredes con los requisitos que tenías que tener para poder ascender. En ningún requisito especificaba el género. Pero cuando nosotras presentábamos el formulario nos lo rechazaban de plano— explica Virginia Bouvet, que entonces era delegada de la línea A por la UTA. Así fue como, a través de un petitorio que firmaron más de mil quinientos compañeros, en 1997 las mujeres pudieron inscribirse para ser guardas. Seis años después, el subte tenía su primera conductora.
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En el cuarto de al lado de los conductores y guardas está el de los maniobristas: el puesto más alto en la escala del subte. Son quienes manejan los trenes rotos: saben manejar, sea como sea, la formación hasta llegar al taller.
De los dieciocho maniobristas de la línea H hay una sola mujer, Raquel Montañez, la primera en ascender a ese puesto en el año 2010. En el cuarto donde descansan no hay barullo; sólo se escucha el sonido de la tele. Tienen un reproductor de DVD y un cuadro con un dios budista que puso Maxi, uno de los maniobristas, porque dice que le genera paz. Son pocos en comparación con los guardas y los conductores. Raquel comenzó la jornada a las 17, y mientras le convidan un mate, teje. Por ahora es un día tranquilo. Los maniobristas, a diferencia de los otros empleados del sector de tráfico, no están en constante movimiento. Son una especie de servicio de emergencia. Pero cuando suena el teléfono en el cuarto deben salir corriendo para socorrer a la formación que los necesita, y ahí sí, como una suerte de rescatistas, tienen que ir a dejar todo para salvar al tren y en el peor de los casos, a los pasajeros.
Raquel cuenta que no fue fácil llegar al puesto más alto, había muchos prejuicios, porque muchas veces el trabajo implica treparse al techo de los trenes, bajar saltando, caminar por las vías.
—Yo tenía el conocimiento suficiente para presentarme a la prueba. Como pasó en su momento con las primeras conductoras, no había ningún requisito que impidiera que una mujer fuera maniobrista. Por supuesto que hubo resistencia, pero yo seguí igual. Di el examen y quedé.
De los tres mil ochocientos trabajadores que tiene el subte, setecientas noventa son mujeres, lo que representa un veinte por ciento. Según la periodista especializada en género y autora del libro Mujeres ferroviarias, Luciana Peker, “el subte es el mejor ejemplo de la participación de la mujer dentro del mundo del transporte, aunque todavía tengan batallas que dar. Por el contrario, en el mundo ferroviario es menor la cantidad de mujeres. Hay alrededor de un 10 por ciento y no hay mujeres conductoras”.
Pero sobre todo, para Peker, el hecho de que las mujeres no ocupen altos puestos tiene que ver sobre todo, con sostener una desigualdad económica: “Los trabajos de conducción son los trabajos mejores pagos, entonces ahí se genera una brecha salarial entre varones y mujeres que es estructural. Y basta pensar en los camioneros para entender que en la argentina se armó una casta de gremios muy fuertes con buenos salarios de varones”.
La pelea de las mujeres dentro del subte ahora es, por un lado, lograr que puedan ingresar a las áreas del taller, y por otro, trabajar en el turno noche. En una carta que envió Metrovías con fecha el 19 de noviembre de 2014, como respuesta a un pedido de explicación por parte del sindicato acerca de por qué las mujeres no pueden entrar en el sector de limpieza nocturno, explican: “La experiencia indica que dicho horario no goza de las mayores preferencias de los trabajadores en general, ni del personal femenino en particular, máximo si se tiene en consideración la diferente situación en la que se encuentra la mujer trabajadora, que la lleva a privilegiar horarios de labor que le permita compatibilizar el trabajo con otras actividades, tales como estudio y/o la atención de los hijos y/o la atención del hogar (Sic)”.
Mónica y Raquel se sienten satisfechas y orgullosas con sus trabajos. Saben que sentaron un precedente no sólo en el subte sino en todos los medios de transporte.
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Natalia está sentada en un bar de Constitución. En un rato tiene médico porque padece de lupus: una enfermedad autoinmune, en general causada por el estrés, en el que el propio sistema inmunitario ataca células y tejidos sanos. Esto genera, entre otras cosas, fuerte dolores en las articulaciones. A Natalia le costó levantarse por la mañana: “Siento que los huesos son como de cristal, no me podía mover”. Desde su casa de Burzaco, la misma que compartía con Diego, se tomó el colectivo, el tren y un taxi.
Cuando habla de Diego no llora, pero sus ojos se ven empañados. Recuerda que cuando lo conoció, él no mostraba interés hacia ella. “Cuando nos despedimos la primera vez que nos vimos, me dio un beso en el cachete. Me subí al remís y le dije ´sabés qué, desde hoy vos te convertiste en mi desafío´”. Unos meses después él la llamó, la invitó al cine y cayó rendido a sus pies. No se separaron más.
Desde que estaban juntos Natalia había decidido no trabajar. Estaba estudiando para ser profesora de lengua en un instituto de Adrogué, y se dedicaba a la casa y a Santino. Ese verano trágico estaban pensando en tener otro hijo.
Se acuerda casi de memoria del día en que falleció Diego. Recuerda que después del llamado de Fernando llegaron algunos representantes de Metrovías. “Apenas entraron a mi casa se empezaron a quejar de que habían tardado mucho en llegar porque había piquetes y porque yo vivía demasiado lejos. Me dijeron que Diego se había mojado la cabeza y se había desvanecido”. Natalia asegura que la empresa quiso adulterar la escena para deslindarse de la responsabilidad. “Ellos quisieron esconder la máquina soldadora y que pareciera que Diego tuvo la culpa de su propia muerte, por quedarse electrocutado al tocar un dispenser de agua. Si no estaban ahí los compañeros que se dieron cuenta de la estrategia de Metrovías y no permitieron que tocaran las pruebas, la historia hubiera sido otra”. Hay dos causas, una penal y otra civil. La primera está radicada en el Juzgado de Instrucción 36 a cargo del Juez Manuel Gorostiaga bajo el número de expediente 16107/2012. Por la muerte de Diego hay seis imputados que pertenecían a la cadena de mando: el entonces jefe del almacén, el del taller, el supervisor y el jefe. Según explicó la abogada de Natalia, Andrea Forgueras, “la pericia de la soldadora fue determinante. Se demostró que no tenía los cables originales, que había empalmes hechos en dos o tres partes. Que las fichas de los tableros no estaban en condiciones y que ni los tableros ni la soldadora tenían cable a tierra. Esto quiere decir que Diego funcionó como cable a tierra y por eso se electrocutó”.
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Son seis horas en donde el subte es vacío y es silencio. Si el ruido y la furia reinan en las restantes dieciocho horas, de 23 a 5 de la mañana, el submundo paralelo bajo tierra se convierte en el túnel del tiempo.
Hugo, Sergio y Kike son los nocheros de la estación estación Pasteur de la línea B, que conecta las estaciones Juan Manuel de Rosas con Leandro N. Alem. Llegan un ratito antes de las 23. Algunos pasajeros corren para tomarse el último subte, son pocos. Hugo y Sergio están al lado de los molinetes. Parecen de una sitcom de El Gordo y el Flaco. Uno hace un chiste, el otro le responde. Hace muchos años que trabajan juntos como nocheros, encargados de la limpieza durante las horas en las que no hay servicio. Pertenecen a la categoría más baja en la escala del subte.
A las 23, Kike cierra las puertas y se apagan los ventiladores, los extractores y las escaleras mecánicas.
Primero limpian las escaleras del hall, el hall y después bajan a las vías. Escoba, lampazo, baldes de agua y trapos.
Hugo vive en Florencio Varela y entró al subte hace quince años, cuando aún el sector de limpieza estaba tercerizado por la empresa TAYM. Todavía se acuerda cuando en 2004 hicieron el primer paro de los trabajadores de limpieza por el despido de cinco compañeros, en medio de una disputa entre los sindicatos para pasar a ser parte de la empresa.
Según relatan los investigadores Patricia Vetrici, Federico Vocos y Manuel Compañezen su libro “Metrodelegados. Subte: De la privatización al traspaso”, el acatamiento de esta medida de fuerza fue altísimo y forzó la reincorporación de los cinco cesanteados y dio lugar al inicio de una larga ronda de negociaciones que terminaría el 1 de marzo de 2005 con la incorporación de los trabajadores de TAYM al convenio de la UTA . “El segundo gran paso fue la incorporación de estos trabajadores al plantel de la empresa Metrovías: A partir del 1 de enero de 2007, trecientos empleados de la ex empresa TAYM fueron reabsorbidos por la empresa Metrovías bajo la figura del sector de limpieza”.
A Hugo le gusta trabajar de nochero.
—Vos viste lo que es el silencio, de día es un quilombo—dice.
—Vos porque no querés volver a tu casa— lo chicanea Sergio, mientras se golpean en el hombro. Él, en cambio, no aguanta más el horario, y está en tratativas para ascender a auxiliar.
—Llego a mi casa a las 9 de la mañana y duermo todo el día, cuando me levanto ya tengo que volver para acá. Es muy sacrificado—dice Sergio.
Lo peor del trabajo es cuando tienen que limpiar caca. “Empezamos a sentir un olor terrible acá abajo y sabemos que dejaron regalitos en la escalera, es muy asqueroso, pero lo tenemos que limpiar”. O cuando tienen que despegar un chicle del piso.
El submundo bajo tierra nunca duerme. Los tres noctámbulos son los encargados de darle vida a aquel universo paralelo, que parece estar quieto, pero ellos lo saben, es tan solo una sensación. El subte siempre está vivo.
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Natalia se había quedado viuda a los veintinueve años y con un hijo de tres. “Tenía un alquiler que pagar y un hijo que mantener. No tenía otra opción ni otra forma de seguir, tenía que ponerme a trabajar y la única opción que tuve en ese momento fue entrar a Metrovías, ellos me ofrecieron la vacante por el fallecimiento de Diego”. Así fue como el 1 de junio de 2012, a tan solo tres meses de la muerte de su marido, Natalia entró a trabajar como boletera en la línea A. “Cuando ingresé odiaba a todos, estaba trabajando en el lugar en el que se había muerto mi marido. No distinguía compañeros, supervisores, jefes. Tenía una bronca increíble. Con el tiempo me fui calmando aprendí a saber quién era quién”. Pero Natalia debía cargar con otra mochila. Santino dejó de hablar.
Hasta el día de hoy su hijo de ocho años está con tratamiento psicológico y con una maestra integradora en el colegio. Ya habla un poco más, pero todavía no sabe leer ni escribir. “Fue su manera de hacer el duelo”, explica su mamá.
Natalia sueña todos los días con dejar de trabajar como boletera. “Le tengo mucha bronca al subte, mi única meta es que el día de mañana cuando mi hijo me pregunte quiénes fueron los responsables de la muerte de su papá, yo se los pueda señalar”.
Natalia lo sabe, y se lo repite todos los días: “Yo no me quiero morir en el subte como Diego”.
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En el edificio de Carlos Calvo y Pichincha, en de la Asociación Gremial de Trabajadores del Subte y Premetro (AGTSyP), los empleados de Metrovías, habitantes del mundo paralelo bajo tierra, siguen con sus uniformes. Pero ya no están inmersos en el ruido, las vibraciones, la temperatura, la humedad, la ventilación y las radiaciones. Allí nadie los escupe ni los insulta. En el edificio de Carlos Calvo y Pichincha los respiran cofradía y respeto. Respiran lucha y reivindicaciones. Para ellos, que crearon de cero un sindicato, no hay sistema judicial que los acobarde aun cuando amenacen con disolverlos. Van a esperar. Los trabajadores del subte saben que en pocas horas tienen que levantarse y volver allá abajo. Que cientos de miles de transeúntes dependerán de ellos para llegar a sus casas y a sus trabajos. Que como ellos, son trabajadores, que como ellos tienen una familia, que como ellos deben mantener un hogar. Que como ellos padecen jefes buenos y jefes malos, días buenos y días malos. Que como ellos tienen sus historias, y sus problemas. Que ellos no son tan diferentes aunque, a veces, algunos quieran que los veamos así.