La revista Anteojito traía una tira con dibujitos y textos de Blanca Cotta para que las niñas cocinen. Y con seis años Silvina Beccar Varela, la menor de seis hermanos de una familia en donde sentarse a la mesa era una gran ceremonia, la guardaba para cocinar todo lo que la dejaban Pocho, su niñera o Herminda, la cocinera. La escena culinaria transcurría al mediodía y a la noche con entrada o sopa, plato principal, postre de frutas con cáscara para pelar y bol de agua para lavarse las manos, café, vino y agua sin gas, relatos del día y alguna que otra charla agradable pero eso sí, nada de discutir ni levantar la voz.
Su padre leía las críticas gastronómicas de Dereck Foster en el Buenos Aires Herald; las de Alicia Delgado en la revista La Nación y las de Miguel Brascó en la revista Status. Luego llevaba a todo aquel que estuviera dispuesto a comer afuera a lugares remotos y no tanto. Así conoció la comida china y vio a María Kodama ayudando a comer a un Borges ya ciego en el restaurant Asia; ciertos recovecos de la provincia de Buenos Aires; las parrillas de barrio con ruidos fuertes y olores que encendían la imaginación; los bodegones de los domingos a la noche que hoy llamaríamos cool pero, en ese entonces, eran simplemente restaurantes como la Zi Teresa di Napoli, el Rivadavia o la pizzería Caballito Blanco.
A los 12 años ya la situación había cambiado y no se podía ir a comer afuera los domingos; entonces emergía del horno una pirex gigante de fideos con salsa blanca con pedacitos de jamón y queso rallado bien gratinado o ella preparaba ñoquis con estofado para alegría de su madre cansada de cocinar o pensar siempre en la comida diaria para tamaña multitud. Y amó la cocina, ese refugio caliente donde el frío no penetraba jamás y el tiempo se detenía en los afectos y la harina, los huevos, la manteca, el dulce de membrillo para la pasta frola, los cuentos de hadas mezclados con otras voces y otros relatos mucho más intensos de vidas difíciles de un mundo real tan lejos y tan cerca a la vez.
A los 14, comenzó a estudiar cocina con Pelusa Molina, Carmen de la Boulleríe, Elisa Vidal, Andrés Mandalari. Nombres de cuando la cocina se aprendía sólo con personas y no en institutos; tampoco los cocineros tenían tanto glamour. A los 16 confeccionaba tortas para vender por el barrio y más tarde realizó cursos de vinos y enología y cursó la carrera de Administración Gastronómica para trabajar primero de ayudante de cocina para caterings y luego en dos restaurantes donde vivió de cerca los rigores del oficio de cocinero.
Le gustaba escribir desde chica; entonces se codeó con escritores a través de su hermana Inés, estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA, taller literario con Antonio Dal Massetto. De milagro logró unir sus dos pasiones cuando en un viaje de prensa del papá de sus tres hijos, el periodista Alejo Luna, alguien le propuso seriamente que escribiera de cocina y viajes: era Ricardo Carpena. Y empezó. Una escritora amiga de una amiga, Esther Cross, le dio el contacto de Martín Caparrós que en ese entonces como distracción y para viajar dirigía una revista de cocina. Y siguió.
Escribió entrevistas a cocineros y crónicas de viajes gastronómicos y no tanto entre otros temas para el diario La Nación; y de cocina, restaurantes, ingredientes, ferias y vinos para las revistas Sal y Pimienta, Cuisine et Vins, Belle Epoque, Mirá quien Vino, El Conocedor, Vinos y Sabores, Bacanal, El Gourmet, Glamout, entre otras. Actualmente escribe para el diario La Nación, guiagustosa.com, Sólo por gusto, da cursos de periodismo gastronómico en la revista Anfibia y colabora en la redacción y edición de libros, también de cocina.
El arroz con leche la salvó de hundirse en el oprobio de la infancia y luego tantas veces, tantas veces… También la salvaron las manos de su madre, preparando huevos quimbos, sopa rusa o peceto con crema y ciruelas negras con corona de arroz para cuando había mantel de lino y llegaban invitados a comer.