Le gusta más ir por la ruta del costado que por la autopista. Va parando, pierde tiempo o lo gana, depende cómo se evalúe la acción de tomarse una cerveza con un salame en un bar de la ruta.
Marcos López empezó a sacar fotos a los 20 años, dejó ingeniería y hoy, con 56, piensa que la fotografía es una excusa para exorcizar el dolor, transformar en poesía la resaca de un tequila de segunda marca.
Participó en la creación del grupo Núcleo de Autores Fotográfico, estudió como becario en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba; trabajó en Buenos Aires como realizador de documentales y en varios largometrajes como asistente de iluminación y fotógrafo de filmación.
En 1993, publicó Retratos, un libro con fotos en blanco y negro y, luego, decidió tomar la vida desde un ángulo menos denso: empezó a investigar con el color, desarrollando la serie Pop Latino que publicó en 2000. Después ganó premios, realizó exposiciones, vio sus trabajos en colecciones por todo el mundo, dio charlas y talleres.
A pesar de todo esto (o quizás a causa de todo esto), le gustaría ser otro. Le gustaría pintar igualito a David Hockney, cantar en las iglesias cuando entran los novios, cantar el ave maría y llorar. Llorar mucho, escondido en el oscuro cuartito de los monaguillos.