Fue a una escuela de monjas hasta que a los trece años la echaron porque tenía amigos judíos, por estar a favor del divorcio y por declararse socialista. Quería ser una intelectual comprometida. “Defensora de pobres, menores y ausentes”, le decían sus maestras del Colegio Sagrado Corazón al que iba con falda gris, camisa blanca, zapatos negros, pullover, bleizer y medias bordeaux, y un escudo colgado en la corbata gris con la cara de Cristo ensangrentada.
Siempre le gustó la ropa. Ni qué decir los trajes de La Ropería, una de las diez piezas de su casa, la Casa Grande, construida por un italiano en 1895, que mi abuela había destinado a los disfraces que llenaban un ropero enorme donde una vez encontró a una familia de gatitos recién nacidos.
El olor que salía de allí sumaba a la humedad del ambiente, el sudor de los que nos deslizábamos en el kimono de una japonesa, en los velos de una odalisca, en los pantalones de un cowboy, en el equipo de un esgrimista, en los pañuelos de una gitana, en las bermudas de un pirata, en las flores de seda de una china, o en las polleras de una napolitana. De La Ropería también salían (ocho entre primos y hermanos) exploradores para buscar quién sabe qué tesoro escondido entre las viñedos de su abuelo Victorio.
Tenían pileta de natación, columpios, huerta, frutales, montañas y una abuela, su abuela Josefina, que los obligaba a leer, con lápiz, papel y diccionario, diarios y novelas que comentarían como críticos literarios expertos. Ella amaba la cultura italiana más que su marido Victorio que amaba la historia de su padre, un campesino italiano de Borgomanero, en Piemonte, que a los veinte años desembarcó a orillas del Río de la Plata.
Mientras cursaba la escuela secundaria y la universidad, vendía ropa para pagar estudios y vida cotidiana. Leyó, leyó y leyó y con la danza clásica, el Graham, el Cunningham y el afro, bailó en algún teatro.
En 1988 se fue a Italia para investigar en las colinas vitivinícolas las historias de los campesinos ligadas a la emigración.
Empezó a trabajar como redactora y editora de la news letter para los ejecutivos de una multinacional ítalo argentina. Mientras hacía un taller literario con Grillo Della Paolera. Desde entonces, y casi con la misma dificultad que tenía para adaptarse a Buenos Aires, decidí escribir.
Empecé a sentirse menos extranjera en la ciudad, y muy ocupada por agradecer a la empresa la oportunidad de ganar dinero con la escritura, pero el amor era como un barrio lleno de atajos y calles clausuradas que me volvía extranjera en mi propio cuerpo.
Licenciada en Sociología (USBA). Es autora de Ni ebrias ni dormidas: Las mujeres en la ruta del vino (2012).