Fue el primero de doce hijos: un chico mofletudo de mirada curiosa.
Llegó a Cartagena en 1948, a los 20 años, para trabajar en el periódico El Universal. Estudiaba derecho y aceptó la recomendación de un amigo antropólogo que le preguntó por qué no mudarse de Bogotá. Hizo su primera nota sobre el Vallenato: en un momento en que era música de campesinos, de vaqueros, de gente pobre, muy poco conocida. “Qué cosa tan rara tiene la música de acordeón, que cuando uno la oye se le arruga el corazón”, escribió en el primer párrafo. Años después, el ritmo se transformaría en un ícono colombiano. García Márque z no sólo escribe: también predice qué música va a venir.
Recibió el Premio Nóbel vestido con una guayabera blanca, escribió novelas, crónicas, cuentos y guiones y, de a poco, se fue haciendo famoso. Cada vez más, cada vez más. Vendió millones de libros, fue traducido a más de 30 idiomas.
Cuenta su hermano, Jaime García Márquez, que paseaban por Cartagena en coche cuando vieron una mujer impresionante (cosa no poco común en esa ciudad caribeña) contoneándose por la vereda.
Gabo pidió al conductor que se detuvieran. Bajaron los dos. Pero la mujer ya no estaba. Caminaron un par de cuadras, dieron la vuelta a la esquina: y nada.
A partir de ese momento, Gabo empezó a pensar qué podría haber pasado. Cada vez que se encontraba con Jaime inventaba una nueva posibilidad, elaboraba una nueva teoría.
Un día, cuenta Jaime, iba caminando por el centro cuando la vio. Al principio, pensó si no sería una aparición. Pero se acercó, la detuvo y le pidió los datos. Llamó a México, pidió con su hermano Gabriel y, eufórico, le contó que la había encontrado.
– ¡Pero qué pendejo eres! –fue la respuesta– me acabas de dañar el cuento.