Ensayo

Atentado a Cristina


Al odio no se lo lleva el viento

Los políticos y, entre ellos, las mujeres son objeto de una violencia desnuda cada vez más legitimada en la esfera pública. Los discursos de odio laten en el tejido social argentino. Operaciones como la memificación sin fin, la distorsión, la banalización y la negación de las violencias históricas y contemporáneas favorecen su reproducción en redes sociales y construyen las condiciones de posibilidad de la violencia contra el otro político. Condenarlos es imprescindible, explicarlos es urgente para detener la erosión de nuestra democracia.

¿Cómo puede alguien gatillar en el rostro de la vicepresidenta de una nación? ¿Qué condiciones histórico-sociales, políticas, pueden explicarlo? Descartadas las hipótesis del “lobo suelto” y la reducción psicopatológica, quedan las razones sociales, la explicación sociológica que, sin perder el asombro ante un acontecimiento completamente disruptivo, sea capaz de inscribir este hecho en una situación de crisis cada vez más aguda de las instituciones de nuestra democracia. 

Una sensación de peligro inminente transmitía un amigo que cubría el sábado las declaraciones de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Un vallado improvisado mantenía la distancia mínima entre la mandataria y la muchedumbre en la esquina de Juncal y Uruguay. Ese mismo día, vecinos de Recoleta prestaban sus balcones para que las fuerzas de seguridad de la Ciudad registraran rostros e intimidaran a los manifestantes. Desde el handy de un agente se escuchaba a los policías marcar a aquellos funcionarios que, no gozando de fueros, podían ser apresados como meros “militantes”. 

Alguna de estas imágenes reforzaba la sensación de algo “fuera de sus goznes”. Aunque resultaba difícil detectar qué. Si la policía de la ciudad que valló la casa de la vicepresidenta en respuesta a la demanda de un puñado de vecinos que veían perturbado su paisaje y su sueño, dirimiendo además en esos gestos la propia interna; si la decisión de una parte del poder judicial que, con dudosas razones jurídicas, decidió rechazar la solicitud de la acusada de defenderse en los tribunales llevándola a hacerlo en su despacho y con recursos técnicos propios. Si, en suma, la fragilidad evidente de la seguridad oficial que dejaba a una mandataria de primer orden “regalada”. 

Pero quizás lo más preocupante sean las repercusiones que esta serie de pequeños acontecimientos tuvo desde el sábado y que se inscriben en una saga temporal más extensa: la no escandalización ante esas imágenes del escenario improvisado, la falta de contundencia de parte de la más alta dirigencia y una parte significativa de los medios masivos de comunicación en el repudio a ciertos hitos que marcaron estos días (y que encuentran un antecedente no menor en la pobre reacción frente al atentado con piedras al despacho de la vicepresidenta) que van desde la represión directa, la politización de la policía, la judicialización de la política y la politización de la justicia, a la propagación de discursos de odio de todo tipo. Esa “fragilidad de todo” que se tornaba cada vez más patente queda expuesta hoy en toda su crudeza y gravedad institucional.

Sólo se puede volver objeto de una agresión directa aquello que ha sido antes despreciado, desvalorizado, vulnerado con algún grado de legitimidad en la esfera pública.

En ese clima enrarecido, la agresividad de los discursos políticos que justifican la violencia en nombre del orden habilitaron una escalada de discursos de odio en redes sociales que profundizó aún más ese clima. Se vuelve cada vez más evidente que entre la discusión/agresión política salvaje en las redes y lo que “sucede afuera” hay una interacción en sentidos cruzados, una retroalimentación circular. Eso que late en el tejido social se deshilacha en las redes sociales y reemerge en el espacio público erosionando las normas de la convivencia democrática. Por eso, condenar los DDO (discursos de odio) es un paso imprescindible, comprenderlos y explicarlos, la tarea elemental. 

La eficacia de los DDO

Contra la creencia de que “a las palabras se las lleva el viento” es preciso anteponer lo que ciertas formas de articulación del discurso es capaz de hacer. Desde el LEDA entendemos por DDO a cualquier tipo de discurso pronunciado en la esfera pública que procure promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización y/o la violencia hacia una persona o un grupo de personas en función de la pertenencia de las mismas a un grupo religioso, étnico, nacional, político, racial, de género o cualquier otra identidad social. Estos discursos generan, con frecuencia, un clima cultural de intolerancia y odio y, en ciertos contextos, pueden provocar en la sociedad civil prácticas agresivas, segregacionistas o genocidas. 

Los DDO se inscriben en una densa trama de prejuicios histórico-sociales. De ellos se nutren a la vez que reproducen y consolidan: xenofobia, machismo, racismo, clasismo, antipolítica. Desde hace varios años analizamos las formas de autoritarismo social en las que cuajan y resuenan estas expresiones públicas de agresividad y justificación de la desigualdad y la violencia. No fuimos, quizás, lo suficientemente enfáticos cuando alertamos sobre aquello que emergía en nuestros últimos relevamientos como objeto privilegiado de odio en las redes sociales: lxs políticxs (todos) y, entre ellos, las mujeres.  Asistimos a un desfondamiento de los fundamentos de la creencia en las instituciones de la democracia y de los políticos todos, sin importar su adscripción partidaria, que debería concitar el compromiso y la atención de quienes se sienten comprometidos con los valores de una sociedad democrática.

Sólo se puede volver objeto de una agresión directa, de una violencia desnuda, aquello que ha sido antes despreciado, desvalorizado, vulnerado bajo distintas modalidades pero con algún grado de legitimidad en la esfera pública. Las redes sociales contribuyen a ello a través de la puesta en práctica de una serie de operaciones ideológicas como la memificación sin fin, la distorsión, la banalización y/ o la negación de violencias históricas y contemporáneas. Paradójicamente esas operaciones que favorecen la reproducción de DDO en redes sociales y construyen las condiciones de posibilidad de la violencia contra el otro político, no han dejado de aparecer en las reacciones al atentado a Cristina Fernandez de Kirchner que brotaron en esos espacios virtuales.  

La memificación de todo no es sólo un recurso del lenguaje en las redes sino que inaugura nuevos códigos de interpretación y de enunciación que vuelven difusos los límites de lo decible en la esfera pública. Los memes llevan al extremo la lógica del chiste y en ese gesto en apariencia ingenuo vuelven enunciables deseos de violencia contra otros que “no podrían ser enunciados” - según los propios usuarios intensos de las redes- por fuera de los confines de la vida digital. Sin embargo, con ese corrimiento de lo decible, la esfera pública deja de ser progresivamente el espacio de la convivencia con las diferencias que habilita la discusión democrática. El chiste que ficcionaliza la violencia no se reduce a un código propio de las redes -como pretenden sus usuarios, incluso cuando justifican discursos de odio por reconocer que su intención es producir risa- sino que tiene efectos sobre la esfera pública democrática. Esto no implica que haya que desconocer la diferencia entre el “pasaje al acto” y sus múltiples e infinitas enunciaciones previas, pero sin duda ese acto se volvió posible en un espacio público en el que la destrucción del otro político era decible y teatralizable. 

Es esa misma clave interpretativa la que eligió parte de la oposición mediática y política para reaccionar al atentado contra la vida de la vicepresidenta. Pudieron preguntar -con sospecha acusatoria- si no se trataba de una escena montada y así desprenderse de la gravedad institucional del acontecimiento porque, en efecto, ya se han montado escenas teatralizando la muerte de Cristina en la plaza pública. La ficcionalización de la violencia política promovida por “el lenguaje de las redes” al diluir los límites de lo verosímil habilita el “pasaje al acto”. 

La banalización puede imaginarse como otra modalidad de normalización de las violencias que contribuye a comprender las condiciones de posibilidad del acontecimiento del atentado. En otro de nuestros informes a propósito del antisemitismo afirmábamos que “hoy en día, la banalización del Holocausto funciona transformando a la memoria de la tragedia y el sufrimiento del exterminio en algo intrascendente para la actualidad. En este sentido, la banalización normaliza léxicos y formas discursivas en las que la memoria del holocausto es reducida de manera acrítica a un mero acervo de imágenes y metáforas lingüísticas vacías, que luego se utilizan instrumentalmente en las conversaciones y las disputas públicas”. Podríamos tomar prestada esta conceptualización para analizar críticamente cómo y a partir de qué operaciones esa banalización opera también con la memoria de la dictadura cívico-militar como emblema de la violencia político (económica) en nuestro país corriendo el eje de lo condenable y normalizando la apelación a términos cargados de aquel pasado dramático para nombrar acontecimientos del presente con los que, en principio, no serían conmensurables. El “Nunca Más del populismo” o “la CONADEP de la corrupción” podrían integrar algunos de esos tristes ejemplos. 

El efecto de esta banalización es el borramiento de la herida histórica que portan los términos y el olvido de lo que con ellos se nombra, propiciando la intensificación de la violencia que, con su memoria, se busca conjurar. El Nunca Más es preciso en insistir que es el nunca más de la violencia política, de la tortura, del plan sistemático de desapariciones y muertes. Es el grito que sella la recuperación de la democracia como forma de organización de una sociedad que es capaz de tramitar y dirimir sus diferencias a través de canales institucionales sin temor de ser perseguido, condenado, amenazado. No es otra cosa lo que está en riesgo y las operaciones de banalización de esa memoria histórica nos empujan cada vez, un poco más, a esta cornisa en la que un intento de asesinato a una figura como la vicepresidenta puede ser interpretado como un “intento de tapar el ajuste”.   

Las operaciones de distorsión de escenas violentas (históricas o contemporáneas) deben también ser atendidas y analizadas. A través suyo se invierten las cargas de la prueba, se responsabiliza a los que padecen de su propio padecimiento, se inculpa a los sujetos antes de toda posibilidad de juicio. La distorsión inscribe en el escenario público una angustiante y alienante ausencia de parámetros que tornen comprensible para quienes interactúan aquello sobre lo cual se está hablando. Así se contribuye a la difuminación de las fronteras de lo verdadero promovida por la lógica de los memes que torna a las violencias justificables. Algo de esto aparece en las reacciones al atentado que destacan la intención o la posibilidad de la victimización por parte de la vicepresidenta anudadas a una responsabilización de ella por la “crispación” que por sí misma habría desatado. La víctima se desplaza así hacia la victimaria y en última instancia responsable de la violencia que padece. 

El chiste que ficcionaliza la violencia no se reduce a un código propio de las redes, tiene efectos sobre la esfera pública democrática.

La negación -que es respondida con una acción penal en países como Alemania- siembra la intriga y sospecha sobre la verdad de los hechos, suscitando ideas conspiranoicas y redoblando el prejuicio. A partir de ella no sólo se desconoce el hecho sino que se produce una narrativa que instituye a la pretendida víctima en el dramaturgo de la escena montada con fines inconfesados pero por todos sospechados. La negación da rienda suelta a las fantasías de operadores en la sombra que urden planes en beneficio y vanagloria propia para la ruina de “todos". Las operaciones de negación van más allá de la justificación de la violencia porque cuestionan el discernimiento o la capacidad pública de distinguir lo que es violento de lo que no lo es. En un escenario público en el que la negación se ha vuelto no sólo decible sino defendible la violencia tiene un camino abierto por donde correr.

La gravedad institucional inusitada que este acontecimiento inscribe no puede ser banalizada, distorsionada, o negada. A poco tiempo de cumplirse los 40 años ininterrumpidos de la democracia no habrá mejor manera de honrarla que rechazando con ímpetu y sin matices, a lo largo y ancho de todo el espectro político, cualquier atisbo de justificación de la violencia política. No condenarla es autorizar la radicalización del deseo de segregación, discriminación y muerte de aquellos a quienes alguna parte de la sociedad señala como culpable de todos los males.