En la noche del sábado 9 de noviembre una camioneta Chevrolet S10 blanca se introdujo a paso lento en una boca de lobo, en medio de la gente que volvía de la cancha después de un partido entre Rosario Central y San Lorenzo. El alumbrado público sobre bulevar Avellaneda estaba interrumpido y no había policías a la vista, a pesar de los promocionados operativos de seguridad del gobierno provincial. Estaban a cuatro cuadras del estadio. La única ambulancia y el único patrullero que vieron los testigos llegaron a toda velocidad y siguieron de largo. Pero los factores y los antecedentes de la historia no parecen tan oscuros como la escena del doble crimen de Andrés “Pillín” Bracamonte y Daniel “Rana” Attardo, primer y segundo puesto de la barra de Central.
La demostración de los asesinos no pudo ser más elocuente: el líder de la barra cayó en el corazón de su territorio y el tan mentado anillo de hinchas que lo protegía donde fuera resultó impotente ante la ejecución que según los indicios perpetraron dos jóvenes, acaso adolescentes. El fiscal federal Federico Reynares Solari asocia el final de la historia con el de Ciudad de Dios, la película de Fernando Meirelles y Kátia Lund: el diseño de la favela, Zé Pequeno, a fuerza de eliminar a la competencia, termina asesinado por los aspirantes a la sucesión.
La demostración de los asesinos no pudo ser más elocuente: el líder de la barra cayó en el corazón de su territorio y el tan mentado anillo de hinchas que lo protegía donde fuera resultó impotente.
—La pregunta en la película era: ¿cómo se van a animar contra Zé Pequeno? —dice el fiscal—. En el caso de Bracamonte, parece la misma situación.
El crimen de Pillín y de Attardo pone el foco en nuevos personajes, todavía poco visibles detrás de una denominación: la banda de los Menores, un grupo investigado por siete homicidios durante 2023 en la disputa por el narcomenudeo en la zona noroeste de la ciudad. Termina una época y comienza otra en las calles de Rosario, allí donde se dice que el crimen organizado y la violencia estarían en retroceso.
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Andrés Alejandro Bracamonte recordaba, como quien exhibe sus medallas, los veintinueve intentos de asesinato frustrados en su contra. La historia tenía un final predecible. La violencia fue su forma de imponerse en la barra de Rosario Central hacia fines de los años noventa y, pasadas las batallas de la primera hora, se convirtió en un recurso que administró con inteligencia dentro y fuera de la cancha. Pillín fue una autoridad allí donde la policía quedó deslegitimada por su corrupción crónica y estructural, mantuvo una relación con referentes de bandas criminales como quien dialoga con potencias que pueden ser tanto aliadas como enemigas y pudo resguardarse de tardías investigaciones judiciales. Lo que estuvo inscripto en el principio retornó en el desenlace, en una espiral que abatió esa marca del origen multiplicada por la mano del narco, ese actor que no tiene otra forma de remover los obstáculos a sus negocios.
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El asesinato de Sergio “el Cabezón” Enriotti, entonces jefe de la barra y mano de obra multiservicio en el campo de la política y el delito, marca un hito en el devenir de la barra de Central y de las representaciones mediáticas sobre el tema. Fue el 16 de octubre de 1995. Su pareja estaba harta de los maltratos y de las palizas que recibía y aprovechó que Enriotti dormía para descerrajarle cuatro disparos y hacer que el sueño fuera eterno.
Lo revelador del crimen de Enriotti fue que le encontraron un cheque firmado por el presidente de Central, Víctor José Vesco, y que el dirigente, luego, quiso desligarse del asunto diciendo que los barras lo presionaban. Los referentes de las distintas facciones se convirtieron en objeto de interés para el periodismo local y para investigaciones judiciales que no llegaron lejos pero de todas maneras los erigieron en personajes públicos. En la primera línea estaban Juan Carlos Bustos, alias “el Chapero”, y sus hijos Juan Alberto y César Javier, “los Chaperitos”, gente rústica decidida a la acción. Otro grupo respondía a Daniel Paz, una estrella fugaz. Y con apenas 24 años, nacido el 11 de mayo de 1971, unos meses antes de que Central conquistara su primer campeonato, de aspecto pacífico y hasta sonriente, Bracamonte asomó entonces como representante de una generación emergente.
En 1995, con apenas 24 años, nacido el 11 de mayo de 1971, unos meses antes de que Central conquistara su primer campeonato, de aspecto pacífico y hasta sonriente, Bracamonte asomó entonces como representante de una generación emergente.
Carlos Varela recién se iniciaba como abogado y conoció a Bracamonte a través de uno de sus primeros clientes, Marcelo Sosa, integrante de la barra. Desde entonces fue su defensor, y llegaría a engrosar su cartera de clientes con los líderes de las distintas facciones y también con el jefe de la barra de Newell’s, Roberto “Pimpi” Camino.
Varela habló con Pillín unas horas antes del asesinato.
—¿Para qué fue a la cancha? —se pregunta, pero al mismo tiempo lo entiende— Era su lugar. Tenía que estar ahí.
Testigo directo del proceso de renovación de la barra iniciado con la muerte de Enriotti, Varela dice que Bracamonte fue “el que prevaleció” entre los referentes. Como los familiares de Camino, los Bustos prefirieron volcarse al evangelismo y confirmaron más tarde esa decisión cuando tiradores no identificados llamaron por su apodo a Juan Alberto Bustos después de golpear a la puerta de su casa y lo acribillaron.
Entre mediados de los noventa y 2002, año en el que Bracamonte quedó finalmente al mando de la tribuna, se consolidó “una nueva dinámica” en el fenómeno de las barras. Lo explica Nicolás Cabrera, sociólogo, antropólogo, autor de Que la cuenten como quieran. Pelear, viajar y alentar en una barra del fútbol argentino (2022):
—En los años 80 y hasta fines de los 90, la principal dinámica de violencia de las barras era dentro de los estadios, peleándose con hinchas de otros equipos y principalmente con golpes de puño y armas blancas. Con la llegada del siglo XXI se vuelven más evidentes las peleas internas entre facciones de la misma barra, en plazas, calles y clubes, y llegan para quedarse las armas de fuego.
Varela define a Bracamonte como “un barra de la vieja escuela” y “un tipo duro e inteligente” que se manejó “con mano férrea”. Pero no bastaba con la violencia, dice:
—No hay manera de manejar a un grupo de tipos pasionales, si querés decirlo así, o de manejar a quinientos salvajes, si preferís, si no es con verticalidad. Después que matan a Roberto Camino en 2010 ocurren entre 25 y 30 muertes en la barra de Newell’s. Eso en Central no pasó porque siempre hubo verticalidad. En Central nunca hubo problemas con Andrés.
"El que termina mandando en la barra no es necesariamente el más malo. Para eso tiene gente. Tampoco puede ser una carmelita descalza, debe estar preparado para pelear. Hoy no podés conducir si no estás dispuesto a tirar".
Nicolás Cabrera, también integrante del Observatorio Social del Fútbol en Río de Janeiro, descarta las asociaciones convencionales entre barras y violencia:
—El que termina mandando en la barra no es necesariamente el más malo. Para eso tiene gente. Tampoco puede ser una carmelita descalza, debe estar preparado para pelear. Hoy no podés conducir si no estás dispuesto a tirar.
El puesto requiere además la cultura del aguante. “Una forma de ser macho, de pararse, de no ser cagón, de no ser puto, no correr, pelear con la policía”. Y algo más e igual de importante, agrega Cabrera: “Para conducir se necesitan contactos, siempre. Un jefe de barra es alguien que consigue cosas: consigue entradas para el partido de la Selección, pasajes para viajar, un buen abogado para un pibe que esté en problemas, favores de los políticos, de los empresarios, de los dirigentes, de los sindicatos. A veces se habla de las barras como marginales. Al contrario, ser jefe de barra es integrarse e integrar a la barra en redes de poder. Y Pillín Bracamonte lo tenía clarísimo”.
Los contactos de Pillín empezaron por la policía y tuvieron un interlocutor decisivo: Ricardo Jesús Milicic, el comisario que llegó a ser jefe de la policía provincial durante el segundo gobierno de Carlos Reutemann, que nunca olvidó su juventud de barrabrava en los años setenta y a su retiro integró la comisión directiva del club. En julio de 2017, cuando falleció, la barra lo recordó “como un hombre de bien” en un aviso fúnebre y agradeció los “buenos momentos vividos”.
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El 26 de junio de 2020 hubo una fotografía inesperada: Bracamonte esposado, cabizbajo, cubierto con una campera y escoltado por gendarmes después del allanamiento al domicilio que ocupaba en el country Los Alamos Club de Campo, de Ibarlucea. En la práctica era su casa, pero, en realidad, le pertenecía a un amigo. Pillín nunca tuvo inmuebles a su nombre.
El procedimiento había sido ordenado por el fiscal provincial Miguel Moreno. El cargo: lavado de activos. Los argumentos: la ex esposa de Pillín y uno de sus hijos, eran considerados supuestos testaferros para comprar y administrar bienes; había conformado empresas fantasma para proveerse de autos de alta gama y otros bienes suntuarios, blanquear dinero de origen ilícito y facturar a expensas de Central. Pareció una desmentida de una frase célebre de Pillín ante Rolando Graña, en 2007, cuando el periodista fue invitado a compartir un asado con la barra: “Nosotros no le robamos a la gente de Central”.
"A veces se habla de las barras como marginales. Al contrario, ser jefe de barra es integrarse e integrar a la barra en redes de poder. Y Pillín Bracamonte lo tenía clarísimo".
La Municipalidad de Rosario informó que había seis chapas de taxi a nombre de personas vinculadas con Bracamonte que acreditaban la misma dirección. Entre el papelerío incautado en la casa, el fiscal Moreno exhibió además un cheque de Rosario Central por 600 mil pesos a nombre de Jorge Andrés Bilicich, representante del futbolista Gastón Ávila. Bracamonte fue acusado de quedarse con un porcentaje del pase del jugador al Ajax de Holanda.
El hallazgo reactivó rumores corrientes sobre la explotación de la venta de jugadores de Central, nunca investigados. El expresidente del club, Horacio Usandizaga, había acusado en 2008 a Bracamonte de moverse en el club con otro representante de futbolistas al acecho de talentos juveniles; la presunta responsabilidad de Pillín y la barra dejó en segundo plano la intervención de dirigentes en negocios poco claros, como la compra gestionada en 2008 por Ricardo Milicic del predio del Club Real Arroyo Seco, propiedad de Patricio Gorosito, condenado a 20 años por tráfico de cocaína a Portugal y España; o el pase de Ángel Di María a Benfica en 2007, donde por un error administrativo del club portugués los dirigentes de Central embolsaron un bonus superior al millón de euros. Según escuchas telefónicas de una investigación federal, Ariel “Guille” Cantero, el líder de Los Monos, estaba convencido por otra parte de que Bracamonte había recibido un porcentaje del pase de Di María de Benfica al Real Madrid (2010) y se molestó porque no compartiera ese beneficio con la banda, en concepto de protección.
Llamado a declarar, Jorge Bilicich dijo que el cheque en cuestión era un reconocimiento de su parte a Bracamonte sin que hubieran mediado amenazas. Los cargos de la fiscalía fueron impactantes en principio, pero las pruebas resultaron insuficientes y Pillín quedó en libertad. El fiscal Moreno, sin embargo, mantuvo abierta la investigación y le impuso condiciones para mantenerse en libertad, como reportarse periódicamente ante la Justicia; y entre los documentos secuestrados habría uno que más tarde fue útil, el nombre de una empresa dedicada a la provisión de baños químicos para el gremio de la construcción.
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El 26 de mayo de 2013 una enorme bandera se desplegó en la tribuna de Central con el rostro de Claudio “Pájaro” Cantero y la frase “Dios le da las peores batallas a sus mejores guerreros”. El duelo por el líder de Los Monos, asesinado esa misma madrugada en Villa Gobernador Gálvez, se renovó el 8 de agosto de 2014 con otra bandera y la frase “Pájaro Cantero, presente”.
En el libro Los Monos, Hernán Lascano y Germán de los Santos recuerdan que en el velatorio Bracamonte se mantuvo siete horas de pie junto al ataúd de Cantero. El registro más antiguo de la relación entre Pillín y la familia “que transformó a Rosario en un infierno”, como dice el subtítulo de ese libro, es una fotografía familiar de julio de 2011. Bracamonte asistió entonces al cumpleaños de 15 de Mariana, hermana menor del “Pájaro” (detenida en diciembre de 2023 con cocaína y marihuana para la venta) y posó para una foto junto con Daniel “Teto” Vázquez —entonces referente de la barra de Newell´s, con un juicio pendiente por lavado de activos— y Ramón Machuca, conocido como “Monchi Cantero”, otro líder de Los Monos, actualmente condenado y preso en la cárcel provincial de Piñero.
El crimen agranda la figura de Pillín, porque lo expone como el factor de un estado de cosas que parece definitivamente perdido en la cancha y porque lo erige en víctima de la violencia irracional en Rosario.
Sin embargo, Bracamonte fue ante todo un íntimo amigo de Esteban Lindor Alvarado, enemigo a muerte de Los Monos hoy sometido a un régimen de aislamiento extremo en la cárcel federal de Ezeiza. Según explica el fiscal provincial Matías Edery:
—Bracamonte visitó varias veces a Alvarado, en las cárceles de Urdampilleta y Campana. Estuvo más cerca de él, porque Alvarado es de Central y siempre quiso influir en la barra. Hay un episodio en el que roban banderas de Newell’s —entre ellos estuvo Daniel Attardo— y esas banderas las tuvo Alvarado durante mucho tiempo, como quedó registrado en escuchas. Y Pillín mantuvo a raya a “Guille” Cantero cuando Los Monos ganaron la calle.
Edery analiza los movimientos de Bracamonte en el tablero de ajedrez del crimen rosarino:
—Bracamonte se supo mover de un modo muy hábil. Primero al ganar la tribuna con violencia y después tejiendo relaciones en todo nivel, porque también se vinculó con el mundo empresario, el de los medios, con los presidentes de Central. Nunca hubo una causa real que vinculara a Pillín con evidencia con el narcotráfico. Y eso fue algo que usufructuó, porque él decía: “yo soy hincha de Central, la violencia en la cancha es lo mío, pero afuera soy un empresario”. Por sus vínculos con Alvarado, con los Cantero y con Marcelo “Coto” Medrano (barra de Newell’s asesinado por una banda narcopolicial el 10 de septiembre de 2020), es imposible que se haya mantenido sin entrar en la droga. Y fue hábil también para aprovechar la información que tenía.
La Justicia Federal de Rosario reclamó en agosto la investigación por lavado de activos contra Bracamonte y Carlos Vergara, secretario general de la filial Rosario de la UOCRA (Unión Obrera de la Construcción). En el requerimiento, los fiscales Reynares Solari y Matías Scilabra mencionaron la denuncia de un testigo de identidad reservada que atribuyó a Pillín “mover” cocaína en la zona norte de Rosario con servicios de delivery organizados con taxis.
—Esa denuncia no se profundizó porque precisamente la Justicia Federal nunca investigó a Bracamonte —aclara Reynares Solari—. Hubo una punta en un momento, con la causa en la que estuvo imputada una ex concejal de Fray Luis Beltrán. El principal investigado era Orlando Villalba, un amigo de Pillín. Había informes que decían que Villalba iba al club y hablaba con Pillín, pero no más que eso. Y otra causa, del mes de julio, en el que fueron detenidos dos barras de Central en relación al secuestro de 464 kilos de cocaína en San Justo, provincia de Santa Fe.
Hay micro historias que vuelven a rodar entre banderas auriazules. Entre ellas, Bracamonte como el gestor de un orden allí donde no había otra autoridad.
Reynares Solari cuestiona en primer lugar a la propia Justicia:
—Bracamonte es alguien al que nunca hicimos responder por lo que verdaderamente debió responder. Todo fue tardío: lo que hizo la fiscalía provincial y ni hablar de la Justicia Federal. Ninguna investigación resultó concluyente. En la causa de 2018 “Los Patrones” (por actividades de Los Monos ordenadas desde la cárcel) hubo una mención a Pillín, en el sentido de que era el interlocutor para estar o ingresar en determinados lugares, pero faltaron datos. Nunca hubo una profundización respecto de sus actividades. El sistema no lo investigó, y así estuvo habilitado para decir que en realidad era un pibe de barrio o para negar que fuera un mafioso.
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El abogado Carlos Varela rememora los tiempos de la transición, cuando Pillín estaba en ascenso:
—En mi oficina se juntaban el jefe de policía y estos muchachos —dice, refiriéndose a la barra de Central—. Se repartían entradas y no había confrontación. Así funcionó muchos años. Podés hacer una crítica, observar una liviandad moral como si yo no tuviera noción de lo que estoy diciendo. Pero sí, tengo noción de lo que digo. Si no existiera eso que resulta intolerable en términos éticos o morales el mundo sería peor y la materialización de la violencia se convertiría en algo concreto y no ya en un mero esbozo. ¿Cómo puede ser que se reúna el jefe de policía con estos tipos, cuando debería perseguirlos? Bueno, hay que pacificar. Parece cinismo lo que estoy diciendo, y quizás lo sea. Lo que sé es que a veces es mejor la concordia que la beligerancia total.
Nicolás Cabrera se niega a definir a las barras como “crimen organizado” o como fenómenos mafiosos y destaca que la violencia está más representada en los medios que otras facetas de su existencia, como acciones de solidaridad o servicios a los clubes sin otro interés que el sentimiento deportivo; los cambios “en las dinámicas de la violencia”, destaca, “se acentuaron con la prohibición del ingreso del público visitante a las canchas” y en el devenir “ganan protagonismo personas que antes no lo tenían” y pueden tender puentes entre barras y criminales.
—Las barras son espacios difíciles de manejar: si hacés una asamblea va a estar complicado —ironiza Cabrera—. Necesitás una voz de mando, y eso se valora. La gente quiere un líder, un referente, alguien que diga “es por acá”. Una barra es ante todo un colectivo organizado con códigos de hermandad y de solidaridad, y la jerarquía es parte de ese armado.
La requisitoria de la Justicia Federal puntualizó cuarenta y seis viajes de Bracamonte por el mundo —algunos frustrados como el viaje a Sudáfrica para el Mundial de 2010, que terminó con su deportación— y un movimiento patrimonial que no se correspondía con ingresos declarados como monotributista en la categoría F. La violencia no dejó de atravesar a la barra durante los veintidós años en que mandó Pillín, pero la sangre corrió lejos de la cancha: los asesinatos de Julio César Navarro, llamado “Cara de Goma” por su inusual resistencia a los golpes de puño, y de Mario Sebastián Visconti, en 2016, entre otros casos resonantes, quedaron sellados por el misterio y por más investigaciones defectuosas.
Esas referencias quedan desplazadas por los reconocimientos póstumos en las redes sociales. El crimen agranda, además, la figura de Pillín, porque lo expone como el factor de un estado de cosas que parece definitivamente perdido en la cancha y porque lo erige en víctima de la violencia irracional en Rosario: “Se fue el 1. El que pacificó la cancha. El que nos cuidó cada vez que viajamos. El que no permitió que nos choreen en el Gigante. Descansa en paz, cuidaste a toda una generación”; “Siempre diste la cara y fuiste para adelante, te hiciste respetar por la gente de Central”; “Nos quedamos sin un gran estandarte”. Hay micro historias que vuelven a rodar entre banderas auriazules: Bracamonte y su guardia al frente para cuidar a la hinchada en una parada complicada en Asunción del Paraguay, en un partido de Copa Libertadores contra Olimpia; Bracamonte interviniendo para salvar a hinchas de Estudiantes de una paliza de policías perversos; Bracamonte en la caravana que celebra un regreso a los estadios, como “un guerrero con todas las letras” y como una voz de cordura ante la violencia narcocriminal; Bracamonte como el gestor de un orden allí donde no había otra autoridad.
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El 29 de noviembre de 2023 volvió a ser detenido y ahora acusado como integrante de una asociación ilícita. El fiscal Moreno se había preparado mejor y entre otros datos contó con la denuncia de Juan Menucci, un delegado de la UOCRA en Villa Constitución. El negocio presunto: extorsiones a empresas constructoras, contratación obligada de personal allegado a la barra, licitaciones dibujadas para encubrir la concesión del servicio de viandas y de baños químicos a Pillín y asociados en las obras en construcción. Los métodos: amenazas de muerte y presencia intimidante en las seccionales de Villa Constitución y La Plata, donde Carlos Vergara fue interventor.
El frente judicial incluyó el reclamo de la Justicia Federal y como un agregado final un juicio por violencia de género contra su ex pareja, iniciado el día anterior a su asesinato. Bracamonte se habría opuesto a los negocios de la banda de los Menores, que querían vender cocaína en la cancha y en la zona norte de Rosario, por razones de seguridad. Primero lo explicó por las buenas: la droga iba a traer a la Justicia Federal, que ya estaba sobre sus pasos. Y después por las malas: dos integrantes de Los Menores recibieron una paliza. Pero su muerte parece demostrar que las discusiones ya no se arreglan con los puños.
—¿Qué va a pasar en la barra de Central? —se pregunta Nicolás Cabrera— Queda un vacío gigante y muchos grupos querrán ocupar ese lugar. Una barra se gana con la pelea: no hay un mecanismo formal para resolver la sucesión de los líderes.
¿Qué va a pasar en la barra de Central? Queda un vacío gigante y muchos grupos querrán ocupar ese lugar. Una barra se gana con la pelea: no hay un mecanismo formal para resolver la sucesión de los líderes.
El fantasma es la barra de Newell’s, cooptada por bandas criminales y narcopolicías, y a la vez el inicio de un nuevo ciclo en la violencia narco que azota a Rosario.
—Los reinados en el crimen rosarino terminan cuando generaciones jóvenes quieren tomar la corona —dice el fiscal Edery, que llevó adelante el juicio contra la banda de Alvarado—. Evidentemente Pillín había pasado a ser un anacronismo y su único poder real estaba en la cancha. Por eso lo matan en ese lugar y no cerca de su casa, o cuando iba a los Tribunales para el juicio por violencia de género. El crimen a cuatro cuadras de la cancha es un mensaje de poder.
Carlos Varela define a Bracamonte como “el último de los mohicanos: los otros están muertos o están presos” y adelanta una definición críptica sobre la coyuntura que se abre con el crimen:
—Se van a caer las máscaras —dice, y apenas sugiere que se refiere a cuestiones internas de la barra y al entorno de relaciones—. “La caída de las máscaras” podría llamarse la época que viene.