El concepto de arte es problemático en sí y puede abrirnos el panorama a debates interminables. Y el concepto de queer, parece haber venido a corroerlo y problematizarlo todo.
Aclaremos un poco el panorama. La categoría “arte queer” es un paraguas teórico útil para entender determinadas transformaciones del mundo contemporáneo: el interés progresista del museo por incluir una perspectiva de género sobre sus acervos, los nuevos modos de acercarse a mirar las obras del pasado y la producción efectiva de estéticas interesadas en hacer de la sexualidad un terreno creativo.
El término queer, tal como lo entendemos hoy en día, tiene su origen en un gesto político. A principios de la década del noventa, fue utilizado por la organización norteamericana Act UP como una manera de apropiarse del insulto y convertirlo en un lema de lucha. Sin equivalentes en el español, esta palabra podría traducirse por todos aquellos oprobios callejeros, incómodos y ofensivos utilizados para reproducir la violencia transfóbica, lesbofóbica y homofóbica. Lo queer designa el amplio espectro de identidades por fuera de la norma, es decir, la heterosexualidad. Su ventaja es esta integración de las injurias en un colectivo inestable de nombres. Al mismo tiempo, su propuesta es un ataque a la noción de identidad y así expone su carácter de potencia. Antes que una propiedad de algo o alguien es el contagio anómalo de una fuerza común.
El ojo de nuestra época permite ver algo que siempre estuvo allí, pero que no había sido visto así con anterioridad: las obras nos miran desde nuevas perspectivas. Como dispositivo de visión, el arte queer se puede relacionar tanto con las obras como con los artistas o los espectadores. Se trata de una pulsión visual de potencia disruptiva que se define con la salida del armario, como el movimiento de barajar vestimentas asignadas para elegir libremente abrir las puertas y saltar al vacío. Aunque canalicen tráficos conceptuales diferentes, la sensibilidad camp y los objetos kitsch permiten un diálogo en común, porque implican una política corrosiva de la pose, bajo la sombra de la ambigüedad y el exceso.
Una rasgadura en la superficie del cuadro sugiere una escena erótica a contrapelo: lo queer es un modo escurridizo de mirar y, como tal, se vuelve inaprensible.
Un recorrido por distintos momentos de la historia brinda algunos ejemplos y bosqueja claves sobre estos marcos descentrados para interpelar las obras.
Las obras
Existen quienes entienden el arte queer desde el uso placentero de las imágenes. Por mucho tiempo, los mitos griegos funcionaron como un arsenal disponible para la imaginación que buscaba la reproducción de los desnudos en un mundo sin esa ficción médica divisora de aguas entre heterosexualidad y homosexualidad, paradigmas que lo queer busca descartar. El arte del renacimiento retomó la estatuaria clásica para trazar anatomías basadas en el modelo de perfección apolíneo. El tono muscular y el porte divino de los atletas expresó un ideal de belleza que con leves modificaciones fue incansablemente acariciado por los pinceles de la historia. Ganímedes, raptado por Zeus para servirle de amante, inspiró un fresco (1510) de Baldassarre Peruzzi, un dibujo (1533) de Miguel Ángel y, recientemente, un tríptico (2001) de Pierre et Gilles.
Uno de los espacios con mayor evidencia para esta inclinación se vincula con la escena emblemática de los bañistas. El óleo After the bath (1902) de Henry Scott Tuke o Las bañistas (1919) de Pierre-Auguste Renoir exponen cuerpos exuberantes en un círculo de distención que exhibe cierta disponibilidad queer. Es necesario aclarar para observar estas obras, que recién en el siglo XX se les permitió a las mujeres pintar desnudos en los talleres, ya que estaban destinadas a otros géneros pictóricos considerados menores. Si bien, tradicionalmente la figura de Safo fue la depositaria de una iconografía lésbica, es posible encontrar la mirada de una furia masculina en Diana sorprendida (1878) de Jules Joseph Lefebre que desdibuja los límites de lo femenino desde el conjunto de ninfas.
Así como Magdalena, en sus diversas posiciones, fue utilizada durante la Edad Media como modelo de representación del cuerpo femenino; la figura de San Sebastián, el asaetado, fue trasmisora de la pasión por el sadismo. Al comparar el grabado San Sebastián (1499) de Alberto Durero con la pintura El obrero encadenado (San Sebastián) (1949) de Antonio Berni se puede ver el despojo del primero en contrapartida a la restitución del sentido de carnadura del pueblo en el segundo.
Hay quienes asocian lo queer con lo monstruoso. Las sirenas y los querubines, a medio devenir entre lo humano y lo animal, son modos de plantear un cruce híbrido de fronteras que revindican la potencia de lo extraño. Lo queer se vincula a lo dionisíaco, lo extranjero y la colectividad de las bacantes. Aparece en el espesor de la materialidad del Barroco, en la costra de capa sobre capa de pintura. La violencia de la luz y la espada, así como la cofradía femenina intergeneracional, en el Judith y Holofernes (1599) de Caravaggio y la perspectiva interna, los juegos de miradas y la puesta en abismo que habilita Las meninas (1656) de Diego Velázquez son huellas de este tipo de afectación de la forma.
Hermafrodito durmiente (1620) de Gian Lorenzo Bernini presenta una figura cuyo poder, entre Venus y Baco, es la indefinición del género. Esa misma ambigüedad, inspira la pintura El reposo (1889) de Eduardo Schiaffino que se encuentra en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Las primeras décadas del siglo XX estallaron con una ebullición en la imaginación estética. El arte queer podría pensarse en directa relación con el surrealismo porque, de algún modo, sus procedimientos intentan liberar la sexualidad del inconsciente. Les mamelles de Tirésias (1917) de Guillaume Apollinaire fue un drama surrealista que retomó la transexualidad del personaje oracular desde una puesta en escena lúdica y provocativa. Por otro lado, el mediometraje La sang de un poete (1930) de Jean Cocteau plantea un reencuentro con la figura del hermafrodita y propone el cruce del espejo como proceso reflexivo que evoca una mirada erótica sobre sí, de un modo comparable a Figure writing reflected in mirror (1976) de Francis Bacon. Tal vez, la corriente expresionista haya dejado las obras más perturbadoras: el dedo que señala la genitalidad en Autorretrato con muñeca (1920) de Oskar Kokoschka, las piernas cruzadas del retrato de la periodista Sylvia von Harden (1926) que realiza Otto Dix o el modo descarnado de trazar los cuerpos de Egon Schiele (1890-1918) con miembros como prótesis desencajadas y posiciones abiertas al sexo.
Durante la década del sesenta, Andy Warhol (1928-1987) puso a funcionar The factory, un estudio que transformó la concepción del arte desde un gesto que se puede apreciar en la instantaneidad de sus Polaroids, entre el coqueteo con el modelo industrial de producción y una nueva referencialidad de la figura del artista en la sociedad. A su vez, Robert Mapplethorpe (1946-1989), también reconocido por sus autorretratos, planteó en la fotografía una nueva forma de encuadrar con la cual dialogaron la serie Being and Having (1991) de Catherine Opie, con la persecución de un retrato comunitario, y Hustlers (1993) de Philip-Lorca diCorcia desde el contraste de los cuerpos con los carteles de los paisajes urbanos en una alegoría al precio del sexo.
Las décadas del ochenta y noventa trajeron imágenes de la sangre que asecharon como un fantasma comunitario sobre el imaginario asolado por la crisis del sida. El filo de la muerte generó formas desesperadas. Una película como Near dark (1987) de Katerine Bigelow flota sobre la metáfora del vampiro y preconiza la idea de que lo queer es una ausencia de futuro, desde la negación de los modos de vida reproductivos ligados a la familia heterosexual. De un modo diametralmente opuesto, Alejandro Kuropatwa con Cóctel (1996) realiza una interpelación directa a la materialidad misma de los antirretrovirales en una exposición de la galería Ruth Benzacar.
En Belleza y Felicidad, Roberto Jacoby presentó Darkroom (2002), homonimia de los espacios de relacionamiento sexual gay, que consistía en la experiencia física de inmersión, con una cámara infrarroja, dentro de un cuarto oscuro habitado por doce performers enmascarados. Desde el año 2007, el autopercibido no-grupo de Serigrafistas queer sale a las calles y manifestaciones públicas con shablones para sublimar remeras o parches y recordar que siempre hay nuevas consignas políticas por revindicar. En el Museo de Arte Latinoamericano, Osías Yanov con VI sesión en el parlamento (2015) hizo ver cuerpos envueltos en trajes de color rosado brillante que los transformaba en aliens o androides. Al ritmo de coreografías Vogue, estos seres asexuados estaban a medio camino entre lo extraterrestre y lo maquínico. En Isla Flotante, dentro de la muestra Las cosas amantes (2015), mientras que las telas de Ariadna Pastorini recordaron tanto la heterogeneidad genérica de las ferias como el cirujeo de materiales, Mariela Scafati amarró los bastidores para colgarlos del techo como si se tratara de una sesión de bondage.
El arte queer tensa los límites de la percepción y permite, desde un nuevo ángulo de visión, el desarrollo de un deseo estéril.
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Para participar del panel sobre "Géneros, arte y cultura. Lecturas desde el activismo trans y las lecturas queer" del jueves 24 de agosto, inscribirse en lecturamundi@gmail.com . Entrada gratuita.