Un padre de 40 años trata de concentrarse en la pantalla de su notebook con poco éxito: su hijo de 9 le pide ayuda para hacer una maqueta del Cabildo (que luego tendrá que fotografiar y subir a la plataforma Edmodo). En la misma mesa, la hija de su pareja lucha para aprender a distancia a multiplicar fracciones. En un rato le toca cocinar, y no avanzó ni la mitad de lo previsto con el trabajo. No le encuentra la vuelta a organizarse con los tiempos en cuarentena y, encima, mañana hay limpieza general del departamento y tiene escaso margen para hacerse el boludo si quiere evitar una discusión de pareja.
El Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) por COVID-19 funciona como un laboratorio natural para observar nuestras relaciones sociales. Las rutinas mutaron y en poco tiempo incorporamos otras tantas al punto de volverlas parte de nuestro paisaje cotidiano: el home office (para quienes conservan su empleo), la virtualización de las reuniones de amistades e incluso de fiestas, el sexting (que se vuelve habitual con más de 90 días sin encuentros físicos), las videollamadas a familiares que reemplazan el almuerzo dominguero y sirven para testear el minuto a minuto de su salud y estado de ánimo.
Nuestras formas de relacionarnos cambiaron y, al menos por un tiempo más, no regresaremos a las de ese pasado reciente. Padres y/o madres que solían salir a trabajar, con hijxs que iban a la escuela, ahora conviven (convivimos) en una suerte de casa de Gran Hermano sin televisar, pero sí mediatizada por las redes sociales virtuales. Los tuits, las crónicas, las quejas y las fotos testimonian esa coexistencia forzada e ininterrumpida donde los cambios de humor y sentimientos contradictorios parecen ser la regla.
¿Qué expectativas puede generar una convivencia 24x7 con hijxs? ¿Qué dinámicas de cuidado se reforzaron y cuáles se trastocaron? ¿Qué tareas cotidianas dejaron de ser invisibles para algunos? Y sobre todo, ¿qué podemos aprender como varones y padres?
A continuación voy a esbozar una serie de impactos del aislamiento en la experiencia de algunos padres varones, a partir de mi propia vivencia y de una exploración informal en redes sociales y charlas personales con pares. Es un tema sobre el que vengo pensando hace un tiempo, en sus cruces con los estudios sobre masculinidades. Todas las reflexiones de esta nota tienen los límites de mis propias marcas de clase social, género, edad y nivel educativo. Soy un varón cis-heterosexual de 41 años, de clase media y universitario, divorciado y con un hijo de casi 10 años. No pretendo que sean generalizables para quienes detentan otras coordenadas vitales.
Decretos, resoluciones y fallos que importan
Las medidas de aislamiento impactaron desde el primer momento y en términos muy concretos en las condiciones para el ejercicio de la paternidad y de la maternidad. El decreto que el Poder Ejecutivo Nacional emitió el 20 de marzo estableció que lxs hijxs menores de progenitorxs separadxs debían permanecer sólo en uno de los hogares. Al priorizarse en general la permanencia en la casa materna, los padres varones -sobre todo- estuvieron varias semanas sin encontrarse ni convivir con sus hijxs, pues el decreto no contemplaba la situación de aquellxs menores de edad que tuvieran más de un “centro de vida”. Nota mental: en los casos que conozco y otros que se hicieron públicos en la prensa, se trataba de padres varones en el marco de parejas heterosexuales, pero no descarto que haya habido otros perfiles de progenitores afectados por esta situación.
Durante las primeras semanas, en los casos en que ambxs progenitorxs tuvieran voluntad e interés, se rompió esta restricción de forma consensuada y discreta para continuar con el cuidado alternado pre-aislamiento, pero con períodos de permanencia más amplios en cada casa. En otros, la solución llegó a través de la vía judicial. El 23 de abril, cuando había pasado más de un mes de cuarentena, un fallo del Juzgado Civil 102 entendió que la alternancia entre lxs progenitorxs se encontraba dentro de las excepciones del decreto del ASPO, en pos del mejor interés del niño. En este mismo sentido, el 1 de mayo una resolución de Jefatura de Gabinete incorporó al listado de excepciones el traslado de niños, niñas y adolescentes al domicilio del otro progenitor o progenitora, siempre que fuera en pos de su interés superior, hasta una vez por semana.
Pero así como hubo padres que buscaron mantener el contacto, asumir los cuidados y recuperar la convivencia, otros aprovecharon la situación para volcar toda la carga en las madres de sus hijxs. De esta forma lo testimonia un fallo judicial del 12 de mayo, que obligó a un padre a reasumir las obligaciones que había abandonado bajo el argumento del temor al contagio: “Entiendo que resulta justo, razonable y acorde al principio de solidaridad familiar que los progenitores alternen los cuidados de L. y V., de forma tal de distribuir más equitativamente las tareas de cuidado de las hijas, mientras dure el aislamiento, y fundamentalmente mientras se extienda la interrupción de la actividad escolar presencial”.
¿Quién dijo que era fácil?
Más allá de estas interrupciones en los arreglos habituales de crianza, también aparecieron desafíos para quienes conviven con sus hijxs, juntxs o separadxs del otro progenitor. La cuarentena ha significado un encierro sostenido para muchxs y nos ha cambiado la cantidad y/o la extensión del tiempo juntxs.
. Padres que quieren mantener el ritmo habitual de trabajo, pese a estar en su casa, sea por obligación de su empleo, para no perder productividad y reconocimiento en su carrera y/o, simplemente, porque les gusta lo que hacen o al menos lo prefieren a las actividades domésticas y de cuidado (home office en la habitación mata a limpieza del baño y supervisión de las tareas escolares).
. Padres que nunca habían pasado tantas horas con sus hijxs y no saben muy bien cómo administrar ese tiempo, ahora repartido entre los mandatos laborales, la necesidad de ser proveedores económicos (aunque este rol sea compartido se sigue deslizando la marca de género en la vivencia subjetiva de muchos varones de ser los responsables) y el deseo (¿o nuevo mandato?) de disfrutar al máximo del vínculo con ellxs.
. Padres que ven el aislamiento como una oportunidad para conectarse con sus hijxs, jugar, hablar y conocerse más, sin el trajín de la rutina cotidiana extra-doméstica, aunque en medio de la convivencia puedan sentir que los días pasan y, frente a tantas responsabilidades y tareas, no la están aprovechando.
. Padres que tratan de mantener a raya sus miedos por el virus, el aislamiento y las consecuencias económicas que la crisis dejará en la vida propia y de los seres queridos. Padres que ante sus hijxs disimulan la creciente sensación de incertidumbre y vulnerabilidad.
. Padres que experimentan tristeza y angustia por extrañar a sus hijxs, a quienes no pueden ver ni cuidar con la frecuencia que lo hacían, y no temen expresarlo públicamente.
Este panorama refleja la coexistencia entre un modelo de masculinidad tradicional, según el cual el padre (varón) debía ser no sólo económicamente proveedor sino también emocionalmente estable (cuando no, algo distante de sus hijxs), y una serie de cuestionamientos y prácticas alternativas que han ganado espacio, al menos, entre las clases medias urbanas.
Las redes sociales virtuales son un buen espacio para observar esos presuntos cambios. Las nuevas sensibilidades de varones son celebradas (y auto-celebradas), pero también pueden devenir en nuevos mandatos sobre lo que implicaría ser un “buen padre”: la foto del papá comprometidamente amoroso con sus hijxs en Facebook o Instagram opera como certificado de garantía para otrxs y para nosotros mismos de que vamos por el buen camino.
Pero también en las redes sociales comienzan a surgir las expresiones de agotamiento. Vía grupos de WhatsApp o en Facebook, mediante memes, comentarios irónicos o frases que reflejan la necesidad de desahogo, algunos varones descubren que asumir el ejercicio de la paternidad y las tareas de cuidado 24x7 no sólo es físicamente extenuante, sino que no siempre constituye una fuente de felicidad personal y realización individual (aunque posiblemente sea más satisfactorio que tareas domésticas como la limpieza).
¿A qué normalidad (no) vamos a volver?
¿Cómo orientarnos en este escenario, creo, propicio para observar y cuestionar inercias vitales? Retomar la articulación entre estudios sobre masculinidades y feminismo es un modo fecundo de pensar y actuar sobre algunas condiciones de ser padres.
Luciano Fabbri, investigador y activista antipatriarcal, plantea pensar la masculinidad como un dispositivo de poder, es decir, como un conjunto de discursos y prácticas a través de las cuales los sujetos asignados varones al nacer serán socialmente producidos en tanto tales. “Esta producción se afirmaría en la socialización de los mismos bajo la idea, la creencia o la convicción, de que los tiempos, cuerpos, energías y capacidades de las mujeres y feminidades deberían estar a su (nuestra) disposición”.
Si bien Fabbri no se concentra específicamente en la figura de los padres, nos permite iluminar algunas dinámicas de la desigualdad de género en el ejercicio parental. En lugar de adjetivar a las masculinidades o paternidades (“tradicionales”, “hegemónicas”, “alternativas”, “sensibles”), nos incita a los varones (sobre todo a los cis-heterosexuales) a pensar en qué medida y de qué modos los tiempos, energías y capacidades de muchas mujeres están a nuestra disposición. ¿Quién cambia los pañales y acompaña las tareas escolares? ¿Quién pasa lavandina a las compras antes de guardarlas? ¿Quién cocina, lava, seca y guarda la vajilla? ¿Quién hace la cama, limpia el baño y cuelga la ropa? ¿Quién se ocupa de los cuidados menos gloriosos que exige la crianza de un niñx? “Eso que llaman amor es trabajo no pago”, sostienen las feministas que han logrado instalar la agenda de los cuidados en el debate público. En circunstancias excepcionales que obligan a muchos varones a permanecer todo el día dentro del hogar, espacio históricamente asignado a las mujeres, aquellos arreglos de gestión doméstica “normales” pueden exponer una profunda desigualdad. Pero así como el aislamiento puede reforzar asimetrías de género sedimentadas, también puede habilitar una atención más detallada sobre ellas. Como sostiene la investigadora Eleonor Faur, "hay que seguir apostando a la redistribución de las tareas. Si en un hogar se están compartiendo mucho más los cuidados ahora que antes de la cuarentena, hay que mantener esa memoria".
Esto no resulta sencillo: los privilegios se naturalizan y tornan invisibles para quienes los detentan/mos. “Ningún varón que no elija activamente trabajar para cambiar y desafiar al patriarcado escapa de su impacto”, afirma la ensayista feminista afroamericana bell hooks. El feminismo nos ofrece a los varones una oportunidad para pensar y actuar sobre las desigualdades en las que nos montamos y reproducimos. Específicamente la vivencia de la paternidad es una chance de cambio, ya que, como señala la propia hooks, “para muchos varones fue la experiencia de asumir un rol parental igualitario lo que realmente transformó su consciencia y su comportamiento”.
Si comprendemos la masculinidad como un dispositivo que produce subordinaciones y a los feminismos como herramientas que interpelan y transforman, este laboratorio de nuestras relaciones sociales que es el aislamiento obligatorio por el COVID-19 podría ser un contexto extraordinario para reflexionar sobre una de las principales experiencias generizadas, la de ser padre. Y movilizar cambios personales que nos permitan tomar distancia de aquellos privilegios y mandatos que reproducen jerarquías y desigualdades de género, esa “normalidad” a la que apostamos no volver.