Crónica

Crónica urgente del apagón: 12 horas en un tren


¿Vivir sin noticias es peor que vivir sin luz?

El apagón que afectó a España, Portugal y Francia encontró a la periodista Cecilia González viajando en un tren rápido a Zaragoza. Recibió la noche en la ruta, entre el cero absoluto de la energía eléctrica y la tensión total de 500 pasajeros. Sin ventilación, sin kit de emergencia, sin noticias. Sobrevolados por helicópteros y por el trauma y la rabia de la catástrofe del DANA. Un país entero sin luz, infraestructuras que colapsan y el sueño o la pesadilla de desenchufarse de todo, de una vez.

Es Trump. Es Putin. Son los chinos. Es la ineptitud de Pedro Sánchez. Es un boicot de la oposición a Pedro Sánchez. Es el Papa Francisco, que partió y apagó la luz. Somos todos nosotros, por agotar al planeta. Es un ciberataque. Son los ambientalistas. Es un atentado terrorista. Es el cambio climático. Es la tercera guerra mundial. Es el fin del mundo. Es el apocalipsis.

Las teorías conspiracionistas, las exageraciones y los chistes se escuchan a lo largo de los 13 vagones del tren de alta velocidad que recorre la ruta Sevilla-Barcelona y que ha quedado varado en pleno campo a unos 40 kilómetros de Zaragoza, una de sus nueve paradas. Es uno más de los trenes que se detuvo de pronto debido al apagón que nadie esperaba, para el que nadie se preparó, ni siquiera el gobierno, y que paraliza España.

Los pasajeros que estamos acá sabemos poco y nada de la crisis energética. Nos quedamos sin internet, sin señal para llamadas, con whatsapp intermitente, sin poder ver redes sociales ni portales. Y así estaremos durante 12 horas, sumidos en una obligada pausa de la hiperconectividad.

El personal del tren pasa apurado entre los pasillos. Nos prohíben  que enchufemos dispositivos y sugieren que usemos los celulares lo menos posible para no quedarnos sin batería: nadie sabe cuándo ni cómo vamos a continuar camino. La mayoría de los baños están sellados y los que sí se pueden abrir, mejor ni intentarlo. No hay ventilación. Afuera no hace más de 20 grados pero aquí el calor nos abruma. Luego tendrán que abrir las puertas para que entre aire fresco y, también, para que podamos bajar a orinar. En el vagón-bar nos amontonamos para comprar papas, sánguches y gaseosas hasta agotarlos. Es justo la hora del almuerzo y la mayoría esperábamos comer en nuestros destinos. Por las dudas, compro un bocadillo extra para la noche.

Y yo que pensaba llegar a mediodía a Zaragoza, comer con mi amiga María y luego irnos a la universidad para hablar con sus estudiantes de periodismo.  Ella me está esperando en la estación. ¿Habrá recibido mi último whatsapp?

Ya sabemos que el apagón es total, que hay miles de personas incomunicadas, sin saber qué pasa en el país, cuándo se acabará este susto. Los azafatas y azafatos están angustiados, algunos más que los pasajeros. Llegan guardias civiles a repartir botellitas de agua, pero no nos pueden dar información. Nadie sabe nada.

Me acuerdo de El ángel exterminador, la película de Luis Buñuel en la que los invitados a una cena de gala se quedan atrapados en una mansión sin un motivo concreto y de a poco se transforman en seres salvajes. Por suerte, acá en el tren eso no pasa. Más tarde, la situación se parece más a “La autopista del sur”, el cuento cortazariano en el que, a partir de un embotellamiento rumbo a París, los damnificados construyen una microsociedad, con roles repartidos. Una representación de la humanidad.

Así, en el tren aparecen los voluntarios-líderes que organizan las filas en el bar y los lugares para fumadores; que reparten agua o leche o comida; que ayudan a las personas mayores y a las que necesitan bajar al baño público en el que se ha convertido el campo del que estamos rodeados. Están los irresponsables que quieren bajar a toda costa o saltar al tren que quedó varado en la vía contigua y que iba hacia Madrid. Los que no están dispuestos a dejar las maletas, a pesar de que ya nos han advertido que es una posibilidad porque hay que priorizar a las personas. Los que fingen una discapacidad para salir primero en caso de que lleguen a rescatarnos. Los narcisistas que lamentan a cada rato y a viva voz: “esto solo me pasa a mí”, aunque están rodeados de más de 500 pasajeros. Los que tienen amagues de ataques de pánico por el encierro. Los que culpan a priori al gobierno. Los que entienden que estamos en una situación extraordinaria de la que todavía no sabemos nada y que ya habrá tiempo de encontrar culpables. Los fatalistas que creen que vamos a pasar ahí la noche y los optimistas que creen que nos rescatarán pronto. Los que filosofan contra las consecuencias del consumo desenfrenado. Los que hacen nuevos amigos, los que se quedan arrinconados en su asiento sin hablar con nadie. El que se emborrachó con cerveza desde que subió al tren y que entiende menos que nosotros lo que está pasando. A la noche, ya entrará en período de resaca.

Están, también, los que cantan, duermen, leen, escriben, resuelven crucigramas, escuchan música. Los solidarios que sacan comida de sus maletas y reparten queso, pan, fruta, jamón. Los que posan para selfies, pasean a sus perros y hasta bailan entre las vías y las piedras cuando nos permiten bajar a airearnos.

Abundan los que advierten, una y otra vez, que había que hacerle caso a Ursula Von der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea que hace un mes, como parte de la cuestionada política armamentista, propuso a la población tener a mano un kit de emergencia con pilas, comida, radio, medicamentos, agua, dinero, cargadores inalámbricos. Otros que sobresalen son los que se quejan porque, con el apagón, “España parece un país del tercer mundo”. Al escuchar a uno de ellos, una chica colombiana y yo nos miramos cómplices, con un dejo de burla por el sentimiento de superioridad que tanta gente tiene por estos lados y que, en muchos casos, no hay manera de sostener.

En el tren sólo hay una destartalada escalera que se pone en la puerta de uno de los vagones para que la gente pueda bajar a tomar aire y estirar las piernas cuando ya han pasado siete horas de encierro. Nos amontonamos. Se acerca la noche, ¿traerán comida? Los trabajadores del tren pasan agitados ida y vuelta entre los pasillos y hay que detenerlos para preguntarles si nos pueden decir algo.

–Ni Sánchez sabe – dice una azafata.

―Es un caos mundial  ―responde al borde del llanto una guardia civil, que anímicamente está peor que nosotros.

Llegan camiones de bomberos. Sobrevuelan helicópteros.

Igual, seguimos sin saber nada. En las charlas grupales que se arman en las puertas del tren aparece el trauma del desamparo que sufrió la gente en Valencia con el DANA, el año pasado, y que le valió la muerte a cientos de personas. Pero aquí las vidas no están en riesgo. Los casos más graves son los de una señora que viajaba a Zaragoza para una operación y otra que avisa que puede sufrir un coma diabético si sigue encerrada sin alimentación especial. Ambas son trasladadas por la Guardia Civil. Otros pasajeros también son rescatados por sus familiares que logran llegar en autos.

Poco después de las nueve de la noche, aparece un azafato:

―Ya están pasando cosas-, anuncia.

Nos dice que el tren varado en la vía contigua será remolcado. A nosotros nos llevarán en autobuses a Zaragoza.

¡Alegría!

Pero pasan dos horas, y nada. Los vagones quedan por completo a oscuras, salvo por las lámparas de los escasos celulares que todavía tienen algo de batería.

Casi a las once de la noche, las luces de un pueblito cercano se encienden de pronto. Parece un nacimiento. Aplaudimos. Nos ilusionamos. ¿La electricidad volverá en cualquier momento al tren? A lo largo del día transitamos el apagón con sorpresa, desconcierto, enojo, fastidio, incertidumbre, impaciencia. Ahora estamos agotados.

Las luces y pantallas de los vagones, por fin, se encienden. Ya no hará falta evacuarnos en autobuses. 

―Se me eriza la piel ―dice un joven sentado en el piso cuando el tren arranca.

Ahora sí podemos cargar los teléfonos, comunicarnos con amigos y familiares y ver las noticias que nos hemos perdido durante tantas horas. Nos enteramos de que España ha vivido el apagón más grave de su historia. Que Vox culpa a Sánchez y le pide su renuncia, que Sánchez dice: “Esto no puede volver a pasar jamás”, que descarta que hayan sido hackers de Trump, de los chinos, de los rusos o de los ucranianos; que apunta a la empresa Red Eléctrica y anuncia investigación y reformas de infraestructura. Tampoco fue, qué pena, el espíritu del Papa Francisco.

Ya ha vuelto la luz en las casas de millones de españoles, franceses y portugueses; en cárceles y colegios; en hospitales y supermercados; en buses y en el metro. El tráfico ferroviario es el último en normalizarse. El apagón afectó a más de 35.000 pasajeros. Hay millones de damnificados pero no se desató ninguna guerra mundial, mucho menos el mentado apocalipsis. Estamos por llegar a Zaragoza, tenemos Internet y mi amiga me espera en la estación. Parece que pronto podremos volver a la normalidad, por lo menos hasta el próximo apagón.