Atravesamos un tiempo en el que todo se volvió frágil. En la vida cotidiana, en los sistemas económicos o en la esfera política, la fragilidad se ha convertido en la marca de época. La invasión rusa a Ucrania y el estímulo a los tambores de la guerra sólo ha empeorado esta situación, incrementando la incertidumbre y la vulnerabilidad. Inclusive lo que aparece como lo más sólido y racional, el juego de las fuerzas estratégicas en pugna, se transforma rápidamente en lo más irreal e irracional, lo que es propiamente irrepresentable: la posibilidad de una guerra nuclear. En este mundo cultural, lo racional y lo irracional se deshilvanan en interpretaciones incapaces de volver habitable el presente.
De un lado, el sujeto queda plegado a la ideología de la impotencia, que lo asedia con una pregunta engañosa aunque tranquilizadora: ¿qué podrías acaso pretender hacer tú sobre estas ruinas? Del otro lado, en el reverso de esta ideología, aparecen las fantasías de la omnipotencia y los nacionalismos agresivos que sólo construyen identificaciones sociales arrojando la mitología del “nosotros contra ellos” sobre un trasfondo social extremadamente complejo al que se ha renunciado a comprender. En la postpandemia nadie parece estar a la altura de los problemas reales y los asuntos sociales vienen cargados con dificultades que los sujetos parecen incapaces de significar.
La pandemia ya había evidenciado la fragilidad de la vida, pero lo hacía todavía de una manera que permitía un discurso –más o menos– articulable: existe un virus, se demostró muy peligroso y llegó para desordenar el mundo. En la Argentina, ese desorden vital se sobreimprimió al de una crisis preexistente, que también pudo ser articulada en un discurso: la ceguera ideológica del gobierno de Macri lo llevó a perder el rumbo de la economía, su agresividad política no va a ser acompañada sin resultados económicos y en ese contexto se volvió posible –y necesario– crear una coalición política capaz de ofrecer una salida. Pero esos relatos fueron perdiendo vigencia y hoy son pocos los que se esfuerzan en el recuerdo de que fue bajo la presidencia de Macri que se contrajo la parte más significativa de la deuda que afecta a todxs. Más aún, Macri vuelve a ser para algunos una opción viable.
La narrativa de la pandemia no corrió mejor suerte: la vertiginosa reinserción en la misma vieja y –rancia– normalidad de la que muchxs nunca salieron da la sensación de un cimbronazo cuyas marcas carga cada quién en silencio. En este derrotero las palabras se volvieron vacías; los discursos se multiplicaron, pero ya no le dicen nada a nadie.
En este contexto difícil, sostener que la política es el arte de lo posible debería conducir a preguntarse por las posibilidades y las urgencias subjetivas: ¿en qué terreno subjetivo puede surgir la iniciativa política en el presente? Sin esa pregunta, la distancia entre los políticos, sus discursos y “el pueblo” sólo agigantarán la nueva grieta que está avanzando en dos direcciones opuestas: por un lado, un creciente padecimiento de la fragilidad que no encuentra relatos que le den sentido a la experiencia de incertidumbre más o menos cotidiana y generalizada; del otro lado, una serie de discursos políticos herméticos, que sólo usan la escena pública para las exhibiciones personales o para comunicar el diseño tecnocrático de un futuro indeterminado y opaco.
Cuando los conflictos que afectan al común se retiran de la escena pública, quienes ya se sentían espectadores de la política pasan a percibirse como sus rehenes o títeres, como si se tratara de un circo romano en el que los ciudadanos son arrojados al papel de gladiadores y “los políticos” fungen como organizadores y espectadores de la crueldad que se despliega debajo de ellos. Quienes se perciben de esa manera –gladiadores rehenes– consideran que mientras ellos se embarran y desangran en la lucha por su reproducción, otros –los políticos– gozan con complicidad (y sin empatía) mirándolos sufrir. El ciudadano pasa a ser no ya el actor de su vida sino el intérprete de un libreto que desprecia, aunque su ideología –emprendedorista– no le permita admitirlo.
Ante la ausencia en la política contemporánea de un reconocimiento de la necesidad de narrar la crisis, el único relato capaz de alojarla es el discurso antipolítico. Este discurso se vale de una estética y de un juego de roles carnavalesco que se vuelve especialmente potente cuando la realidad es la que aparece delante de la ciudadanía como irracional. Para afirmar una narrativa que politiza, la antipolítica se restringe a demarcar imaginariamente zonas de culpabilidad y le señala objetivos a la indignación moral: los culpables de la crisis son los políticos, todos los políticos. Se trata de un relato simple, que –como los conspiranoicos– reduce la complejidad y otorga un sentido en el medio del caos. A través suyo se desplazan (y eluden) muchas de las causas reales de los malestares contemporáneos que se han venido diagnosticando desde diferentes perspectivas: la dinámica de la creciente desigualdad social, la precarización del trabajo, la silenciosa reproducción de jerarquías culturales excluyentes, la aceleración tecnológica de los controles sobre la opinión pública, las consecuencias del cambio climático y una globalización económica que carece por completo de una gobernanza democrática.
Todos estos problemas tienden a desaparecer del discurso antipolítico o pasan a ser distorsionados con el lenguaje de una derecha agresiva que pretende exaltar y convertir en motivo de orgullo personal la negación y el desconocimiento de las causas eficientes de los males que nos aquejan. En esa línea articulan un festival ideológico en el que el cambio climático no existe; la precarización de la vida aparece como la realización de la libertad; lo que se experimenta como desigualdad debe ser visto como estímulo imprescindible para el desarrollo económico competitivo; las injusticias culturales como algo que reside sólo en la mente de quienes las padecen; donde las nuevas tecnologías sólo traen bienestar y la globalización del mercado ya implica todo lo que lo se puede pretender de la democracia.
El síntoma del peligro al que nos confronta este escenario se vuelve evidente cuando la des-identificación con las figuras de la política democrática se traslada sin más a las instituciones, los valores y las memorias de la lucha por la democracia; o bien cuando esas fuerzas del desencanto y el malestar encuentran escucha y acogida en oídos que sistemáticamente buscan transgredir los límites de lo democrático. Ambos fenómenos se dan en la actual coyuntura. Cuando las sombras de la desilusión política se proyectan sobre las instituciones de la democracia, nos situamos ante el umbral de formas de racionalización que legitiman el uso de la violencia contra ellas. Así, “quemar el Banco Central”, “sacar a patadas a quienes van a dormir al Congreso” o “tomar la Casa de Gobierno” no solo se vuelve imaginable sino incluso deseable para una ciudadanía que pretende recuperar el poder popular cuando interpreta que este se le ha enajenado. La democracia sigue operando como ideal normativo aunque, paradójicamente, se la use para legitimar ataques contra sus reglas y sus instituciones cuando se consideran que ellas no se corresponden con el ideal que ellos pregonan.
Algunas de las voces que interpelan a estas subjetividades desencantadas se afirman como novedad absoluta, punto de quiebre y disrupción de todo lo que las antecedió. Es esa promesa de nuevos aires la que insufla la fantasía de fundación de lo inédito. Una gesta heroica que, des-responsabilizándose de las penas de los últimos cien años, convoca a jóvenes y no tan jóvenes a concretar la aventura.
Pero la promesa refundacional tiene un risco difícil de atravesar: se abisma en tanto se avanza y se vuelve parte de esa estructura política a la que prometía destruir. La institucionalización de la anti-política es, al fin y al cabo, un desafío que puede operar como límite para el crecimiento de esas posiciones, pero también como catalizador de una sed de violencia (de revancha) a la que se necesita alimentar para sostenerse en el poder.
Frente a estas encrucijadas de la política en la postpandemia, resultaría ilusorio proyectar un camino de salida que pretenda desconocer sin más este océano de desconfianza, ira y desorientación que ha ido creciendo en los últimos años. Tal vez uno de los grandes desafíos de la política contemporánea consista en redescubrir un significado laico para el famoso poema de Hölderlin: “allí donde hay peligro, crece también lo que nos salva”. Habría que poder traducir de otra manera, con lógicas novedosas y horizontes esperanzadores, esa frustración con la idea de soberanía popular como búsqueda de una realización personal que respeta la libertad y la igualdad de todos. La fragilización alcanza, hoy, tanto a los principios que impulsan la exploración de nuevas formas de libertad social, como la promoción de la igualdad y los mecanismos de auto-determinación popular. Pero este profundo malestar con la democracia (que antes que a alternativas antisistema, lleva a la antipolítica) puede ser también una oportunidad para su expansión y para superar los problemas reales que ya no resisten ser barridos debajo de la alfombra. El desafío está planteado.