Este texto forma parte de Los Anteúltimos, un proyecto de Revista Anfibia y Escuela Idaes para intentar comprender la experiencia de quienes luchan por no caer: trabajadores y trabajadoras que penden de un hilo, sin protecciones laborales ni representación sindical, que no viven en las zonas más relegadas de las ciudades pero que las bordean y circulan.
En la esquina más ventosa de Avellaneda, el Tiburón saca empanadas como un crupier de casino. Vuelan dos de jamón y queso y dos de carne en una bolsa blanca de papel, con la servilleta adentro y el cambio afuera. Calientes, crocantes. Fritas. Pasaron apenas las doce del mediodía de un día cualquiera de invierno. En menos de cinco minutos, un hombre y su hijo ya tienen el almuerzo. Caminan algunos metros, el sol les pega de frente. El Tiburón gira sobre su derecha para seguir repartiendo. Dos de carne. Son doscientos pesos. Bolsa. Servilletas. Pago. Cambio. Chau, gracias. El Tiburón vuelve a parapetarse dentro de su guarida, un carro de venta ambulante de empanadas fritas. Pero se sabe que los tiburones no duermen ni detienen su movimiento. Lo simulan en la más sutil de las quietudes.
Después de dos años de pandemia, el gobierno nacional hace rato que levantó la obligación del tapabocas. Acá, en este triángulo ventoso del conurbano, Mario sigue sin mostrar su cara. Dientes, boca y pómulo: todo permanece debajo un barbijo negro con el escudo de River Plate. Lo protege del frío y oculta su dentadura, el arma con la que combatió el bullying escolar cuando todavía no había terminado la primaria.
—Cuando me querían joder, les hacía así, ¡trá! —dice, y simula el gesto de un mordisco certero.
Se baja el barbijo de un tirón.
—Con estos dientes. ¿Ves como los tengo? Y así le quedaba la marca en el brazo. Era un tiburón.
El Tiburón tiene 58 años y hace 27 que vende empanadas en esta misma esquina. Durante años salía a dar vueltas con su carro traccionado por una moto. Desde hace algún tiempo, tomó la decisión de permanecer con el carro en la misma esquina y prescindir de la moto. Ese mismo carro que ahora es una carpa fija, rectangular, de lona roja, techo blanco y letras que en su exterior se ordenan así:
Empanadas
calientes
El tiburón
Adentro, la estructura de madera contiene varios tuppers divididos según el estado de preparación. Hechas y listas para freír por un lado. Por otro, sólo los ingredientes: jamón y queso y el relleno de carne, la especialidad de la casa.
—Soy clásico. No le pongo ningún invento. Nada de papa ni esas cosas. Carne, pimentón, sal y cebolla, cortada muy, muy fina, casi no la sentís. Pero la sentís.
Sobre un banquito apoya dos cacerolas de aluminio; una es la que está usando para freír las dos empanadas de carne que Claudio, motoquero de unos 45 años, se va devorar arriba de la moto, apenas se saque el casco. Almuerzo resuelto, otra vez el casco. Claudio ya está en pista de nuevo. El Tiburón vuelve a la cueva con la satisfacción de la misión cumplida en tiempo y forma. Hace alarde de sus habilidades e improvisa un show. Agarra una tapa de empanada todavía cruda, le presenta un cucharazo del preparado de carne y, sin mirar, la cierra como un relámpago en una sucesión de dieciséis repulgues simétricos. La presión justa. La distancia perfecta.
El Tiburón agarra una tapa de empanada, le presenta un cucharazo del preparado de carne y, sin mirar, la cierra como un relámpago en una sucesión de dieciséis repulgues simétricos.
—Puedo hacer todas las docenas así.
El Tiburón trabaja desde siempre: changas, venta ambulante por las provincias, pintando carteles para alguna campaña política, administrativo en una empresa mayorista de productos de limpieza. Esta última fue la única que le permitió estar en blanco. Todo lo demás fue a destajo, sin salario fijo, obra social ni vacaciones.
Cuando termina su horario laboral, a las 14, el Tiburón agarra el gancho, levanta el puesto y lo carga hasta un estacionamiento a doscientos metros. Luego se sube a su moto 110 que no le alcanza para traccionar el carro pero sí para volver a Quilmes, donde vive hace más de diez años. A veces aprovecha para comprar una bolsa de cebollas, porque le sale más barata que en su barrio.
La moto con la que traccionaba el carro la tiene uno de sus dos hermanos, que prefiere no dar su nombre. Por eso, acá lo llamaremos Julio. Fue él quien vio la potencialidad de la venta ambulante hace más de 25 años. Empanadas todo el año. En verano, también helados. Montó su primer puesto sobre una avenida importante de la zona, a unas 20 cuadras del Tiburón.
Julio nos recibe con cara de pocos amigos. A diferencia del carrito de su hermano, este es de color azul y es el doble de grande. Pero acá no hay cuentos de la infancia, recetas secretas o apodos mitológicos. Enseguida, Julio marca distancia y sobreactúa su poder de varón local que conoce como nadie el territorio, sus desafíos y mezquindades.
—Mejor no, mejor váyanse porque no quiero quilombo. Si saben dónde estoy, la Municipalidad me va a venir a romper las pelotas, como siempre. Quieren sacarme el puesto porque dicen que es ilegal. ¿Y a dónde querés que vaya a laburar yo?
El hermano de El Tiburón dice que no quiere hablar. Que está harto de este país. Pendula entre la voluntad de contar su vida y los argumentos por los que no quiere contarla. No quiere hablar pero habla. En esa tensión va a contar que quiso ser policía, que estuvo cerca de matar a un ladrón que entró a su casa pero escapó justo. Que sus hijos trabajan pero a veces “se la mandan”. Que, si bien nadie de su familia se fue del país, sus hijos seguramente tendrán un mejor futuro fuera de Argentina. Aunque por ahora lo acompañen en el negocio ambulante.
La inseguridad es una experiencia que atraviesa a las clases populares de manera cruel y ubicua. Los enfrenta a sus propios límites todo el tiempo: a un ellos o nosotros radical. La institución policial, entonces, se convierte tanto en una salvaguarda moral como en una salida laboral posible, deseada. Allí no parece pesar el discurso ni el estigma de “sos un botón”, el clásico de Flor de Piedra que supo ser himno popular hacia fines del siglo pasado. Frente al riesgo al que se enfrentan a diario, la protección de un policía y de un arma cargada, pareciera ser todo lo que se necesita para defenderse y hacer carne una frase breve y efectiva: “conmigo no se jode”.
Julio asegura, con tono desencantado, que los comerciantes de la calle ya le copiaron la idea.
—¿No ves? Ahí vendían choripán y ahora también venden empanadas. No tienen códigos. Venden empanadas porque a mí me va bien. Yo vendo empanadas y listo. No me pongo a vender lo que los otros hacen.
Acá las empanadas vuelan como en un food truck en el recital de la banda de moda. Quizá por eso necesita la ayuda de uno de sus hijos. Tiene un poco más de 20 años y obedece marcialmente las órdenes de su padre-patrón.
Un camión dobla con fuerza y detiene la marcha de golpe, cruzado en plena avenida.
—¿Me das cuatro de carne?
El camión continúa ronroneando. El hijo acelera la comanda. Julio lo mira fijo. Alcanza como orden de celeridad. Las empanadas están listas. El camión despeja la avenida. Julio ya puede continuar la charla que -dice- no quiere continuar.
—Yo a veces ando armado. A mí no me van a agarrar. Acá no tengo problemas con nadie. Nunca tuve un intento de robo en el puesto. Los únicos que me quieren robar son los de la Municipalidad. Nos quieren mandar a una feria a los ambulantes. Es justamente todo lo contrario a lo que hacemos. Yo de acá no me voy a mover. Ni con la policía ni con los funcionarios encima.
"Nunca tuve un intento de robo en el puesto. Los únicos que me quieren robar son los de la Municipalidad".
Julio tuvo otros proyectos donde invirtió parte de sus ganancias con las empanadas y los helados ambulantes. Todos anduvieron mal. Una pizzería, un bar, una heladería. Los ciclos de inestabilidad económica del país no le permitieron asentarse ni levantar cabeza de manera sostenida. Para cuando arrancó la pandemia ya había tenido que cerrar todos. Volvió a la calle y a las entregas a domicilio.
***
El Tiburón se disculpa.
—No es tan simpático como yo —dice mientras sale a atajar un nuevo cliente.
Es un adolescente en bicicleta. Se desliza del asiento y, parado en el piso mientras sostiene el cuadro con las piernas, lanza rápido su pedido. Dos de carne, por favor.
—¿Por qué comprás empanadas acá?
—Me lo recomendaron. En realidad yo siempre voy a comprarle al otro carrito, ese que está a veinte cuadras de acá.
—Al hermano del Tiburón.
—Ah, no sabía que era el hermano. Son parecidos. Igual, estas son mucho más ricas, eh.
A diferencia de su hermano, al Tiburón no le preocupa la inseguridad; que se le abalancen unos pibes y le manoteen el efectivo o le quiten las empanadas. En la calle su nombre es referencia de confianza y de sabor. El Tiburón tiene la puntualidad y disciplina militar. Todos saben sus horarios. Su ubicación. Su toque distintivo. En la tradición oral de esta parte de Avellaneda, el Tiburón es un ser mitológico que comparte panteón con los fundadores de pizzerías, fondas, boliches y parrillas que le dan identidad al barrio y a sus vecinos. Incluso a los que ya no viven por acá.
—En veinticinco años no me robaron jamás. Incluso cuando me olvidé en la vereda mis heladeras de telgopor, unos pibes de acá me las guardaron. Todos me conocen. Saben que soy honesto y laburador. Y que las empanadas son ricas, claro.
Recién a mediados de 2022 igualó los números anteriores a la pandemia. Durante los picos de aislamiento tuvo que comer lo que tenía a mano.
En esta esquina, donde el frío y el viento arremolinan como un triángulo de las bermudas del conurbano, El Tiburón sostiene su puesto de lunes a viernes, firme y puntual, para vender las mejores empanadas de Avellaneda. Está convencido de que el Estado municipal es su único predador. Las amenazas constantes de inspecciones, multas, y la posibilidad de secuestro del carro son los únicos temores que lo sacan de la simpatía habitual. Esa que le dio la fama necesaria para vender más empanadas que los locales de comida tradicionales instalados sobre la avenida, a pocos metros de su puesto.
Durante una buena jornada puede llegar a vender cerca de diez docenas de empanadas. Recién a mediados de 2022 igualó los números anteriores a la pandemia. Durante los picos de aislamiento tuvo que comer lo que tenía a mano.
—Nos pasamos la pandemia comiendo papas fritas y pan casero. Por suerte no pagábamos alquiler, [la casa] era de ella.
Habla en plural aunque ya no sean dos. Su mujer enfermó de un cáncer a mediados de 2020.
—No me interesa quedarme con la casa. Si me tengo que ir, me voy. Ya le dije a sus hijos que la vendan o la agarren si quieren.
Ella murió hace diez meses, después de recorrer hospitales, guardias y especialistas y perder días enteros para conseguir los turnos necesarios con los especialistas indicados. Mario no puede explicar mucho sobre la enfermedad, se queda sin palabras frente a las razones que generaron un final tan rápido, tan feroz. Solo se acuerda de una.
—Dicen que una de las causas pudo haber sido la tristeza, lo que sufrió con el aislamiento.
***
Comienzos de la década del 80. La hiperinflación pulverizaba los salarios y vaciaba las góndolas de los supermercados. El mercado laboral, quebrado durante la dictadura, se encaminaba hacia el precipicio del neoliberalismo y tardaría más de 20 años en recuperarse. Todavía faltaba mucho para que el Tiburón aprendiera a hacer los repulgues más rápidos del conurbano. Así que por ese entonces se la rebuscaba como podía. Hacía changas. Se inventaba negocios donde no los había. Tenía que encontrarle la vuelta a la situación para criar a su hija. Se había casado a los 22. Su novia había quedado embarazada a los 18.
En la secundaria José Hernández estudió administración de empresas. Los trabajos se le escurrían como los australes. Después del colegio entró como ayudante de camionero en la empresa Minicostos, en la sección de ventas de artículos de limpieza. Después pasó a depósito, donde vivió por un tiempo el sueño de la clase media: trabajo en blanco, vacaciones y obra social. La situación era difícil en todo el país y llegar a fin de mes era una aventura. Sus compañeros de trabajo juntaron plata y le regalaron la heladera. En total trabajó 10 años como administrativo hasta que el depósito se incendió y quedó en la calle.
Otra vez a las changas. Recorrió el país para vender libros para chicos. Vendió muñecos en la calle. Fue ayudante en una pizzería. Salió a hacer pegatinas para distintas campañas políticas: Samid, Duhalde, Herminio Iglesias, Rousselot.
En medio de todo eso tuvo la oportunidad de conseguir su propia casa, compartida con sus cuñados.
Hasta que en 1995 dejó de rebotar de changa en changa y aceptó la propuesta de su hermano de ayudarlo en la compra del carro para vender empanadas y helados.
—Me gustaba cocinar, pero no tanto.
Tiene dos hijas y tres nietos, de 10, 12 y 15 años. También dos hermanas con discapacidad cognitiva que viven con su hermano mayor. Dice que a veces quiere largar todo, hacer lo posible para jubilarse e irse con ellas a Bell Ville, la ciudad de Córdoba donde varios parientes tienen unas casitas de la familia.
—¿Y qué querés hacer en Bell Ville?
—Nada, no quiero hacer nada más. Solo descansar.
Ahora, El Tiburón repulga y repulga sin mirar. Quiere mostrar un truco que aprendió a fuerza de hacer miles de empanadas. Como mago de fiesta de cumpleaños, presenta el material con el que hará su acto. Muestra una empanada todavía cruda, se la lleva a la espalda con las dos manos para atrás y la cierra con 16 repulgues perfectos.
Su rutina comienza a las 6.30 am, toma mate y empieza a organizar todo lo necesario para que el puesto funcione. Tapas, relleno de carne (roast beef u osobuco, corte sin mucha grasa), cebolla, verdeo, adobo para pizza y pimentón, papel manteca y bolsitas para los que se las llevan. Además de la grasa, claro, el gran secreto del sabor que lo distingue.
—Freír en aceite no es lo mismo.
Alguna vez le propusieron ir a cocinar a cumpleaños o bautismos, pero él prefirió quedarse en el carro. Las empanadas se hacen y se comen en el momento.
Compra la mercadería en comercios de barrio. Las tapas a un colega paraguayo que se las entrega en un paquete transparente y sin marca, pero que garantiza un buen producto. El relleno no le dura más de 4 días, por lo que tiene que ser exacto en el cálculo. Si las ventas no van bien, toca comer las empanadas que sobran. Siempre.
Alguna vez le propusieron ir a cocinar a cumpleaños o bautismos, pero él prefirió quedarse en el carro. Las empanadas se hacen y se comen en el momento, si se las trasladan -dice- se humedecen y dejan de estar crocantes y deliciosas. Y el Tiburón dejaría de ser sinónimo de comida popular. Porque ese carro -que alguna vez circuló por Avellaneda y ahora espera paciente a sus clientes- no es un estadío temporal que aspira a pasar a un local sobre alguna avenida iluminada. Como cualquier especie en extinción, el Tiburón de Avellaneda resiste -y sólo es posible que sobreviva- en su hábitat natural: la calle.