Fotos: Archivo familia Rivera / Documental "El escritor y su sueño eterno".
El hombre, sentado frente a la ventana de la cocina de su casa en el barrio cordobés de Bella Vista, mira el limonero que se mueve al compás del viento. Ya no escribe, dice: “Yo escribí, hace casi treinta años, una pregunta. Y esa pregunta sigue sin respuesta”. Repite, el hombre sentado frente a la ventana, aquello que escribió, hace ya casi treinta años, a mano, letra apretada en tinta negra, en uno de sus tantos cuadernos de escritura. Repite la pregunta que escribió y la afirmación temeraria que la precedía: “Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres”.
Mirando por la ventana al limonero, hoy, casi treinta años después, sabe que no, que la pregunta todavía no será respondida.
El hombre se llama Andrés Rivera, “el Andrés”, como le dicen en el barrio cordobés de Bella Vista donde se vino hace ya mucho. Su “exilio interior”. Pero no se llama Andrés Rivera. Se llama Marcos Ribak, nacido a las once de la mañana del 12 de diciembre de 1928 en el Hospital Durán del barrio porteño de Caballito. Marcos Ribak, así dice su documento de identidad y esos papeles que varias veces mienten. Es Andrés Rivera. El escritor imprescindible de la larga historia de la literatura argentina. El escritor que hizo hablar, como nadie lo había hecho antes, a los obreros textiles del conurbano bonaerense, a los despojados de todo con sus propias palabras y de sus propias experiencias. El narrador que hizo hablar a Juan José Castelli, a Juan Manuel de Rosas, al Manco Paz y a algunos de los hacendados burgueses del siglo XIX. Andrés Rivera, el hombre que, ahora, se levanta, camina pausado hasta su pieza, hasta sus libros, hasta sus fotos, y sabe que, aún a poco de cumplir los 88 años, la pregunta que escribió en 1987 para finalizar su libro La revolución es un sueño eterno, sigue sin respuesta.
Dos acontecimientos marcan a fuego la posibilidad de la vida de Andrés Rivera. Uno, la decisión de su padre –“Moisés o Mauricio Ribak, según uso y costumbre, el hijo tardío de un varón santo, un rabino”, como el mismo Rivera lo recuerda– de abandonar el pueblito polaco de Lomza, a 15 kilómetros de Varsovia. Cuenta Rivera: “Mi padre era un chico que recitaba la Toráh de memoria. Su padre estaba muy orgulloso y soñaba con que Moisés lo perpetuara en el rabinato. Cuando murió su padre, rompió con la religión judía comiendo carne de cerdo en las gradas de la sinagoga de su ciudad natal, una herejía, y se contactó con los grupos social-demócratas abrazando el ideario de Rosa Luxemburgo, otra enorme herejía”. Cuando el régimen de coroneles y aristócratas polacos acentuó la represión contra las organizaciones de izquierda, Moisés Ribak comprendió que su país, Polonia, ya no tenía sentido. “Como muchos otros judíos obreros de izquierda, él tomó el camino del exilio –cuenta Rivera– y embarcó en el puerto francés de Cherburgo con destino a Buenos Aires. Lo primero que hizo al llegar fue buscar el Sindicato de los Obreros del Vestido”.
El otro acontecimiento: la decisión de su madre, Zulema Schatz. “Mi madre nació en Proskurov, una pequeña ciudad hoy llamada Jmelnitsky, un centro ferroviario muy importante de Ucrania. La ciudad fue escenario del antecesor más directo de Hitler: Simón Petliura, de oficio contador, convertido en atamán de cosacos. Sus tropas degollaron a seis mil judíos en una sola noche de terror en Proskurov. La familia de mi madre se salvó porque mi abuela hizo que sus hijos más chicos hicieran caca en la almohada. Cuando los cosacos petliuristas entraron a la casa, sable en mano, mi abuela gritó una sola palabra en ruso: ‘tifus’. No había salvación para el tifus en plena guerra civil, y los cosacos, brutos y todo, lo sabían y salieron rápido de la casa”. Pero los Schatz sabían que ya nada había que esperar de Ucrania. Emigraron primero a Polonia. Allí, unos parientes les hicieron llegar desde los Estados Unidos 200 dólares para que viajaran, pero al abuelo Schatz no lo aceptaron en la aduana norteamericana porque tenía los cristales de los anteojos demasiados gruesos. Y siguieron viaje a Buenos Aires.
Moisés, operario calificado del vestido, y Zulema, obrera en una fábrica de caramelos, se conocieron a principios de 1927 en un hospital donde él llegó para una consulta y ella desempeñaba tareas solidarias. Al poco tiempo se fueron a vivir juntos. Rivera lo escribiría años más tarde, en 1994, en la novela El verdugo en el umbral. Y más tarde, en 2006, también, en la novela Punto final.
Andrés Rivera, parado frente a su escritorio, repasa con las manos los cuadernos, los papeles. Recuerda, cuenta: “Mi primer recuerdo es de los 3 o 4 años. Épocas de clandestinidad, gobierno de Agustín P. Justo. Mi padre trabajaba en casa, en una de esas viejas casas chorizo de techo alto. Nosotros alquilábamos una pieza y compartíamos con otras familias la cocina y el baño. Vengo corriendo, sin calzoncillos, por la calle Paranaíbo y entro a mi casa. Detrás de mí, corría un schoije: quería bautizarme, cortarme la piel del pito. Mi padre casi se lo come crudo. El eterno combate de los judíos laicos, militantes sindicales y obreros que traían en sus espaldas la herencia de la social democracia europea, y esos bastiones de la religión judaica que no podían ver a un chico de ascendencia judía sin el bautizo real”.
A los seis, el pequeño Marcos era un pibe enfermizo. Comía poco, pero no por falta de alimentos, sino porque la sopa lo tenía harto. Su madre, preocupada, averiguó que en Necochea, el doctor Alejandro Raimondi había montado una colonia de vacaciones para chicos débiles. Y allá lo mando Zulema, a la primera visión del mar. Y otras no tan agradables: “Pasé 20 días allá y cuando volví mi mamá no me reconocía: había aumentado seis o siete kilos. Los dos primeros años de colonia fueron bien. Al tercer verano, aparecieron las monjas. Las celadoras eran mujeres rudas, podían pegar soberanos cachetazos disciplinarios, pero sabían manejarse con los chicos. Con las monjas fue otra cosa. Cada noche, hacían rezar el Padrenuestro. Ahí lo aprendí, y a pesar de que hoy lo recuerdo de memoria, por entonces no podía repetirlo. Una de las monjas, que lo notó, me preguntó el motivo. Mentí al principio, pero después dije la verdad: ‘Soy hijo de judíos’. La convivencia se dificultó. Los otros chicos eran huérfanos o hijos de policías muertos en tiroteos: muy sensibles a la prédica católica. Yo era el asesino de Cristo. De modo que dejé de ir. Eso me puso en alerta: me dio el primer dato sobre lo que quiere decir el antisemitismo”. Rivera lo escribiría años más tarde, en 1998, en el cuento “Un asesino de Cristo”, de La lenta velocidad del coraje.
Con poco menos de trece años, tuvo su primer abordaje a la literatura. Sus dos tíos maternos eran lectores y cinéfilos empedernidos. “Uno de ellos, Meier, murió borracho; el otro, Felipe, murió trotskista”, dice Rivera. Justamente Felipe, de vasta cultura política y literaria, le dio, una tarde, como al descuido, Los siete locos, de Roberto Arlt. El joven Marcos quedó fascinado. Después le siguieron Los miserables, de Víctor Hugo, y más Arlt: Los lanzallamas, El amor brujo. “Del resto me encargué yo –dice Rivera–, de un modo muy arbitrario, la única manera en que uno debe leer y elegir. Podía vivir lo que leía. Felipe me llevaba hasta un café de Villa Crespo, La Pura, donde siempre había un grupo de judíos jugando al ajedrez o a los naipes. Luego al cine, después a cenar y de allí a casa, un pequeño departamento de la calle Andrés Lamas donde vivíamos todos juntos y donde, por las noches, llegaban los compañeros de mi padre, delegado sindical del gremio del vestido, para las reuniones políticas del Partido Comunista”.
Luego de una escuela primaria sin dificultades, llegó el turno de la secundaria en el industrial Ingeniero Luis Huergo. Pero a la hora de elegir entre las tres especializaciones, la pifió: “Tenía que optar entre ser técnico mecánico, maestro mayor de obras o químico industrial. Y opté por químico industrial por esa cosa de los misterios que suponía guardaba la química. Lo único que pude aprender es la fórmula del ácido sulfúrico. Ya en el primer bimestre tenía como 3 o 4 aplazos”. Los misterios andaban por otro lado. Y Marcos Ribak se rateaba al colegio para encontrarlos en las librerías de viejo de la calle Corrientes. Había conseguido un boletín donde se ponía las mejores notas, pero el engaño duró poco. Cuando le contó la verdad a su padre, no hubo ningún reproche, sólo el consabido “si no estudiás, deberás ir a trabajar”. La decisión ya estaba tomada de antemano.
“Mi papá intentó enseñarme el oficio del vestido –cuenta Rivera–. Él era un obrero calificado, y yo con eso no la iba. Pero tenía que trabajar, aportar plata a la casa. Ya había llegado Perón, cambiaban las direcciones de los sindicatos, se creaba una burocracia sindical, pero por medio de sus antiguos conocidos en el sindicato, entré en una textil de Villa Lynch a aprender el oficio de tejedor con uno que alquilaba las máquinas, un façonnier. Era muy raro que un façonnier no fuera un hijo de puta. Y encontró en mí carne tierna: alguien que no sabía nada, cómo se paraba un telar, cómo se cargaba una lanzadera, qué era un rollo de hilo, qué era el satén”.
El muchacho Marcos Ribak aprendió rápido el oficio. Tanto, que cuando llegaron unas máquinas nuevas que hacían los dibujos solas, él se dedicaba a enhebrarlas rápido para después a leer. Y leía todo lo que caía en sus manos. Literatura, claro, y política. Lectura y militancia. “Dejé de ser carne tierna para pasar a ser el secretario de la comisión interna en una fábrica grande –cuenta Rivera–. Me afilié a la Juventud Comunista en septiembre de 1945. Escuché el 17 de octubre de 1945 por la radio como algo muy ajeno”.
Militaba en el local de La Paternal y escribía en el periódico de la Federación Juvenil Comunista, donde fue varias veces reprendido por hacer chistes verdes. Sin embargo, a los pocos años, sin que le dieran ninguna explicación, pasó a ser redactor de la página gremial del órgano clandestino del Partido Comunista, Nuestra palabra. Cuenta Rivera: “Por aquel tiempo andaba leyendo una novela naturalista del escritor colombiano José Eustasio Rivera. Me entusiasmaba mucho. Cuando me dijeron que debía firmar en Nuestra palabra, y yo entendí que con seudónimo, los artículos que escribía, uní el nombre de la calle donde vivía, Andrés Lamas, con el apellido del escritor que estaba leyendo y quedó Andrés Rivera. Fui cargando con ese nombre en el bolsillo hasta que lo adopté. Desde entonces soy Andrés Rivera”.
Andrés Rivera tenía 26 años en 1955 cuando ocurrió el bombardeo a la Plaza de Mayo. “Unos días antes, el intento de golpe se olía en el aire. El secretario de la asociación obrera textil de San Martín llegó a la fábrica y nos comunicó que en el sindicato había armas para defender al General. Yo paré la fábrica y dije que el que quisiera acompañarme que me acompañara. Íbamos al sindicato a buscar las armas que nos habían prometido para defender a un gobierno constitucional. Salimos, a la cabeza de un grupo de trabajadores, yo y un excelente tejedor al que le decíamos el Petiso. Caminando, ya que no había colectivos. Y en cada esquina, cuando el Petiso y yo mirábamos para atrás, íbamos viendo que el grupo se reducía. Cuando llegamos al sindicato, las puertas estaban cerradas, y éramos sólo el Petiso y yo. ‘¿Y si nos vamos a tomar una ginebra?’, me dijo el Petiso. Cruzamos la General Paz, agarramos por Avenida San Martín y encontramos un bar que estaba abierto y desierto. Y pedimos las ginebras”.
En ese mismo año 1955, mientras escribía la que sería su primera novela, El precio, Andrés Rivera conoció a Renée Dana. “Ella había sido nombrada heroína de la Federación Juvenil Comunista en un picnic organizado por el PC. Al mediodía, empezaron a estallar balazos por todos lados y vi pasar corriendo delante mío a esa muchachita heroína a quien le sangraba el brazo derecho. De pronto no la vi más. Vi policías. Fuimos a parar, detenidos, a una comisaría, donde nos tuvieron un día y nos soltaron. Al poco tiempo, en otro de los habituales festivales comunistas, la encontré de nuevo. Y nos pusimos de novios”.
De familia árabe sefardí, con una madre nacida en El Cairo, Renée acostumbró a Andrés a las comidas de carne cruda que le traían hasta la cama donde le decían que se acostara a descansar. “Sin la madre y sin la hija, claro –cuenta Rivera–. Las costumbres de la juventud comunista de entonces eran tan tremendas como hipócritas: se suponía que los jóvenes no debíamos tener relaciones sexuales. Un día de semana salimos a dar una vuelta juntos: mis hormonas estaban en todo su esplendor. Y a eso de las 4 de la mañana, como dicen los muchachos, me fui en seco. Falté al trabajo, volví hasta su casa y le pedí casamiento”.
“Yo estoy convencido de que ningún libro, por bueno que sea, puede cambiar el mundo. Pero tengo que escribir”, dice Rivera. Lo dijo mucho tiempo después, pero la afirmación estaba dentro suyo cuando comenzó a escribir El precio, su primera novela. Editada en 1957, El precio le da voz a los obreros textiles que Andrés conocía, al obrero textil que era él mismo. No la voz del amo, sino la propia experiencia de clase dicha con sus propias palabras. Palabras que había que domar, que recomponer. Palabras de las que había que adueñarse. Y de eso sabía Andrés Rivera. “Se advierte que El precio puede ser muy discutido, pero merece serlo”, dijo Bernardo Verbitsky. “Determinados demonios lo exasperan: el del equívoco, el de la injusticia, el de la miseria, el de la soledad, el de la indiferencia. Y trata de conjurarlos. Celebramos el nacimiento de una rara actitud en el Río de la Plata, región tan propensa al diletantismo literario”, dijo Jorge Onetti. Pero también hubo lo que Rivera señala como “un pequeño escándalo originado por algunas personas que se autotitulaban, con exceso de énfasis, burgueses progresistas, y sostenían que la novela los agraviaba”. Rivera se refiere a la crítica de la revista nacionalista y cristiana Mayoría, que cerraba la nota sobre su novela con un “en el libro se siente el aliento demoníaco de una ideología poseída por el odio y amasada en el rencor”. Rivera, al repasar la nota, sonríe: “Marxismo. Ni odio ni rencor. Marxismo. Ni siquiera pudieron decirlo”.
Cuando Arturo Frondizi asume la presidencia en 1958, con el apoyo explícito del comunismo, el PC saca un matutino, La Hora. El periodismo, por entonces, aún el partidario, permitía ciertas maravillas. Por ejemplo, que la redacción de La Hora tuviera como responsable a Ernesto Giúdice, y como editores de las distintas secciones a Juan Gelman y Osvaldo Dragún (Internacionales), José Luis Mangieri (Cultura), Juan Carlos Portantiero y Roberto Tito Cossa (Nacionales) y Andrés Rivera (Gremiales). Pero la rápida entrega por parte de Frondizi de las banderas con las que había logrado la presidencia incluyó el cierre por decreto del periódico. Toda su redacción paso entonces a trabajar en un nuevo formato, también del PC, pero no oficial, el semanario El Popular.
Rivera, ya casado con Renée, y con un primer hijo, Carlos (nacido en 1957), sigue escribiendo: publica en 1959 Los que no mueren, y comienza a borronear cuentos, cada vez más con lo que sería su marca incontrastable: la condensación, la síntesis, el hueso de cada historia.
“Mi primer matrimonio fue violento –cuenta Rivera, yendo también en el diálogo al hueso– con algunos momentos de oasis. Apareció el primer hijo, Carlos, y el segundo, Jorge, en 1961. Renée se apartó de la militancia y se dedicó a cuidar a los chicos. Teníamos una relación estrecha con Juan Gelman. Charlar con él era como ponerse en contacto con la poesía. Era un excepcional poeta y un hombre demasiado sensible al alcohol. No se emborrachaba, pero descargaba sus secretas penas pegándole un puñetazo al vidrio de la puerta de la cocina de mi casa, destrozándolo. Yo, que había leído a Arlt y manejaba ciertas ironías, le preguntaba tranquilo si se había cortado. Hasta que una tarde me fui de casa y lo dejé allí a Gelman. Los ‘60 fueron años difíciles, muy difíciles. Y nosotros los hacíamos más difíciles”.
Tiempos difíciles. Gelman, Mangieri y Portantiero habían abrazado la causa maoísta en clara diferencia con la línea de coexistencia pacífica con el capitalismo que impulsaba el PC de Nikita Kruschev. Y habían sido sancionados duramente. Rivera, en su cuento “Cita”, estampa una rotunda dedicatoria: “A Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero, mis amigos, que no se entregarán jamás”. En 1964, cuando se publica el libro en la editorial de otro expulsado, José Luis Mangieri, la repite. “La dirección del Partido me llamó a rendir cuentas de esa afrenta. Y pasamos de una dedicatoria en el campo de la literatura a la discusión política. Me cayeron todos los calificativos que el PC usaba para ese momento: nacionalista burgués, enemigo de la clase obrera, populista. Y pasé a militar en la larga lista de los expulsados. Yo era un hombre joven y molesto. Y eso no lo podían perdonar”, cuenta Rivera.
En 1968, Rivera se fue a vivir con Susana Fiorito. De su mano, comenzó a leer distinto. “Durante mis años de PC –cuenta Rivera–, había ciertas prohibiciones: Faulkner, por ejemplo. Faulkner era un campesino conservador dispuesto a tomar el fusil en la defensa del Sur. Pero ese hombre escribió El sonido y la furia. Una nada sutil comprobación de lo que escribieron Marx y Engels sobre Balzac: que era un hombre monárquico, pero que sus héroes eran republicanos. Con Susana leí a Borges, un escritor al que hay que volver para aprender a escribir”.
Leer y escribir, leer y escribir. Rivera abandona las filas del realismo socialista y se mete de lleno en una literatura que no olvida ni por un segundo la política. Ni el pensamiento político, ni los recuerdos políticos: el Cordobazo, las luchas de Sitrac-Sitram. “Viví en Córdoba de 1970 a 1974: fui un testigo privilegiado de las luchas obreras y de la represión descargada contra ellas. Conocí a muchos dirigentes de Sitrac y salvamos varias veces nuestras vidas por azar. De haber seguido en Córdoba, ninguno de nosotros estaría vivo. Nuestro teléfono estaba en las agendas de todos. Susana viajaba una vez por mes de Buenos Aires a Córdoba a llevar dinero para las mujeres de los dirigentes del Sitrac que estaban presos. Esos hombres, ahora, hoy, son hombres olvidados, viejos, cansados”, dice Rivera.
En 1972, publica los cuentos policiales de Ajuste de cuentas. Y después, el silencio: “Después de Ajuste de cuentas, vino la dictadura, y yo no quería publicar por dos razones. Primero: ningún editor habría querido hacerlo. Segundo: si publicaba, iba a dar lugar a equívocos peligrosos. Pero escribí: Nada que perder y Una lectura de la historia. Los dos libros que se publicarían más tarde. Allí estaba el trabajo de diez años de silencio forzado. El mismo silencio que le ocurrió a muchos”.
El silencio editorial de diez años de Andrés Rivera, entre 1972 y 1982, fue el silencio de un país, el silencio de las clases desposeídas. Rivera tomó nota de ese silencio: lo vivió, lo sufrió. Y leyó. Leyó, por ejemplo, en 1980, recién salido, Respiración artificial, de Ricardo Piglia, un amigo de los que le gustan a Rivera: pensador, de los que no hablan por hablar. Allí sabe que su obra va a empezar a dialogar con otros textos. Leyó, en aquel Respiración artificial, la frase inicial “¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años”. Rivera lee esa pregunta, y responde yendo más hacia atrás. Así, cuando en 1982 aparecieron Nada que perder y Una lectura de la historia, el silencio estaba resuelto. Entonces Rivera retomó la palabra y comenzó a rehacer su historia y la Historia. En 1984 publicó En esta dulce tierra, notable contrapartida de la Amalia, de José Mármol, con la que ganaría el Segundo Premio Municipal de Novela. Allí, Cufré, el personaje central, mantiene un diálogo con un viejo profesor. Diálogo que retumba, para siempre, en toda la obra de Rivera y en el oído de todo el país:
–¿A qué se refiere usted, amigo mío, cuando dice “soy argentino”? ¿A una particular categoría de suicidas?
–¿Peleó contra toda esperanza, señor? Eso es, hoy, ser argentino.
En 1986 fue el turno de Apuestas. Un año antes, Rivera había comenzado a escribir La revolución es un sueño eterno. “Leí, en el invierno de 1985, que Juan José Castelli, que fue llamado 'el orador de la revolución', tenía y murió de un cáncer en la lengua. ¿Parece que el doctor Sigmund Freud estaba por ahí, verdad? Bueno, ese dato mínimo disparó la novela. Juan José Castelli, el orador de la revolución, tiene necesidad de decirlo todo. Y llena dos cuadernos con su caligrafía, antes y después de que le cortaran la lengua”.
Rivera, a mano, con apretada letra en tinta negra, escribe y escribe en sus cuadernos la voz de Castelli, los sueños truncados, las persecuciones, la sinrazón de la derrota, el corte a sangre y fuego del fin de una revolución. “Con esa novela –cuenta– tenía dos opciones. O quedarme sólo con el dato disparador, que consistía en el cáncer en la lengua, o buscar información en los libros de Historia. Revisé veintidós libros y leí los segmentos que me hablaban de Castelli. No me aportaron nada. De modo que quedaron borrados y me metí a convertir a Castelli en nuestro contemporáneo”.
Ese “nuestro contemporáneo” pone en entredicho la frase “la única verdad es la realidad”. Rivera lo intuye, lo presiente, lo sabe. “Quien lo dijo, mentía. Si la realidad es esto que estamos viendo, eso no es la verdad. Ahora, ¿cuál es la realidad? ¿La que dicen los partes oficiales, el optimismo del Poder Ejecutivo, la desesperanza que recorre a la mayoría de la sociedad argentina? La verdad puede ser otra. ¿Estamos tan seguros de que la sociedad argentina bajó los brazos? ¿Estamos tan seguros de que no tiene reservas para, en algún momento, manifestarse y no aceptar este mundo que le imponen?”.
Después de La revolución..., Rivera escribe y publica Los vencedores no dudan, en 1989, y El amigo de Baudelaire, en 1991. Esta nouvelle (ese género que tomó otra dimensión en la literatura luego de Rivera) arranca con una afirmación temeraria: “Un hombre, cuando escribe para que lo lean otros hombres, miente”. ¿Fatalidad? Nada de eso. “Yo no me quiero escudar en el personaje –dice Rivera–, pero quien dice eso es un gran burgués. Y él es el que supone, con algún acierto para el momento en que lo dice, que aquellos que tienen capacidad para escribir y trascender mienten. Y esa trascendencia proviene de un origen de clase”. Clases que Andrés Rivera conoce bien. Muy bien. “Saúl Bedoya, el personaje de El amigo de Baudelaire, es un digno representante de la burguesía argentina. Él es como los otros burgueses que constituyeron este país como nación: en general, hombres cultos. Los burgueses que hoy conocemos, los que aparecen en las revistas, son personas groseras e incultas. No se salva nadie. Ahí hay una diferencia”. Al año siguiente, edita la versión femenina de El amigo..., La sierva, con Lucrecia como personaje central que cuenta la misma historia. Y recibe el Premio Nacional de Literatura por La revolución es un sueño eterno. Le siguen los cuentos de Mitteleuropa, en 1993, y la novela El verdugo en el umbral, en 1994.
Allí, comienzan a tomar forma los dos rumbos literarios de Rivera: las construcciones con los personajes de la Historia, y la búsqueda de sus propios recuerdos de la mano de un alter ego notable: Arturo Reedson.
La Historia lo llevará a Juan Manuel de Rosas y al general Juan José Paz, el Manco, pasando siempre por la voz de un Sarmiento que parece dictar lo que Rivera escribe pero a quien Rivera jamás se le animará. Un Sarmiento que habla por la voz de Rosas, por la voz de Paz, por la voz de Rivera: “Sarmiento es un personaje imposible para la literatura, o al menos para mí”, dirá una y mil veces mirando a una lejanía que nunca se acerca. Su historia lo llevará del lumpenaje del barrio Bella Vista en la Córdoba del siglo XXI a la aldea de Proskurov devastada por Petliura a inicios del siglo XX, pasando por los telares y las luchas obreras del San Martín industrializado, la plaza de Polonia donde su padre come cerdo y rompe con el linaje y la religión, Perón y el golpe brutal contra Perón. Del pueblo al pueblo, siempre.
“Rosas dijo –dice Rivera– que quien gobierne este país podrá contar siempre con la cobardía de los argentinos. Y otra cosa: que en la Confederación Argentina la revolución es imposible porque no saben hacer otra cosa que andar a caballo. Esas afirmaciones, que están en El farmer, pertenecen al brigadier general don Juan Manuel de Rosas, y no a mí. Claro que indican algo así como que no hay nada que hacer con este país. A veces, el señor Rosas podía decir algunas verdades. Me resultan atractivas esas palabras de Rosas”.
El inicio de Ese manco Paz es tan furioso como el de cada libro de Rivera: “Sé que anoté, como un maníaco, como si grabara en piedra y en hierro las últimas letras de mi testamento, a lo largo de mis nueve años de cárcel: En los pueblos es ya como extranjera la causa de la Patria”.
Arturo Reedson, en esa “saga familiar”, como la define Rivera, dirá una y otra vez, “ahora es mi turno”. Una manera de decir, como dice Rivera, que “uno sabe cuál es el principio y el final de una historia, pero el resto no lo sabe. El resto pertenece al campo de la escritura, que modifica muchas primeras intenciones, muchas reflexiones, buena parte de su imaginación”. Siempre sabiendo que “no hay lector que le dicte a un narrador honesto lo que debe escribir. Hay, sí, un lector que está allí enfrente del escritorio y que es más inteligente que yo y puede juzgar. Es un lector ideal, claro. Con él me mido. Pero, de alguna manera, está hecho a mi semejanza”.
Por eso, cada mañana, durante años y años, narrador honesto, Andrés Rivera se levantó temprano, y se puso a escribir a mano, en cuadernos, con lapicera fuente: “Nunca fui como Marcel Proust, que necesitaba paredes almohadilladas. Ninguno de los escritores argentinos trabaja en condiciones tan especiales. Solo la mañana, ese momento en que puedo concentrarme, y la necesidad de tener la lapicera de tinta cargada y dos o tres más a mano, de esas cuyo trazo de pluma me gusta, una manía. Después, siempre corregí lo escrito a mano y tipié dos o tres borradores a máquina. Primero, porque nadie podría entender las correcciones. Segundo, porque de paso vuelvo a corregir”.
De esas mañanas de tinta negra y cuadernos nacieron los cuentos de Cría de asesinos, Por la espalda y Estaqueados, y las novelas Esto por ahora, Punto final, Traslasierra, Guardia blanca y Kadish. Hasta 2011, momento en que mirando por la ventana de su casa del barrio cordobés de Bella Vista, mirando su propia vida, dijo, se dijo, “mucha producción; mucha; ya está bien”.
Hasta hace un par de años, Rivera caminaba la avenida Corrientes. Una Corrientes muy distinta a la de sus recorridas cuando se rateaba al colegio y husmeaba en las librerías de viejo. Así y todo, Rivera se sentía renovadamente porteño cuando, como siempre dice, “bajo del lumpenaje de Bella Vista al lumpenaje de Baires”. Hasta hace un par de años, Rivera caminaba esa avenida Corrientes mirándolo todo, con esa forma de mirar leyendo que siempre tuvo: las caras jóvenes y viejas, los carteles de películas que ya no le interesan, los autos acelerando para ganarle al semáforo, las vidrieras de las librerías repetidas hasta el hartazgo, los quioscos donde compraba sus infaltables Pall Mall light que le fueron ganando a los Particulares de casi toda su vida. Y caminaba para llegar al Pippo de Montevideo al 300, cada jueves, cada quince días, infaltable, siempre con algún amigo: Ricardo Piglia, Alberto Díaz, José Luis Mangieri, Alberto Catena. Amigos. Y bife de chorizo cortado mariposa con ensalada de radicheta y cebolla. López tinto (“un vino del que no se esperan sorpresas, pero tampoco las da”, repetía). Hielo. Y largas charlas sobre el país y la literatura que se escribe en este país. “Hay algo más similar al desarrollo de este país que la literatura de este país”, preguntaba, para saber, para seguir. “Ahí está Walsh”, decía. Y hacía silencio.
Ahora, en las mañanas frías, Andrés Rivera ya no escribe. Mira, por la ventana de la cocina de su casa, al limonero que se mueve al compás del viento helado y repite que, hace casi treinta años, escribió una pregunta sobre la revolución y las penas de los hombres, una pregunta que todavía sigue sin respuesta. Quizás por eso, o, mejor, sólo quizás por eso, repite, la voz ronca como siempre, precisa como siempre: “Nací en un hogar obrero. Mi padre, que era dirigente sindical, necesitaba leer, necesitaba saber. Por esa época se reunían en mi casa otros hombres como mi padre. Bajaban de los andamios, salían de los talleres metalúrgicos, emergían de los talleres de sastres, y allí estaban. Tenían pocos escritores para citar, pero los citaban; necesitaban ese mundo abstracto de la letra para afirmarse. No hubo alternativa para mí. En un momento abrí un cuaderno y empecé a escribir”.