El domingo 13 de diciembre de 1992, Luis Miguel cantó en vivo en el piso de “Ritmo de la noche”, como se llamaba por entonces el programa más popular de la televisión argentina. Su padre, Luis Gallego Sánchez (hombre que muchos años después Netflix rebautizará como Luisito Rey), había muerto cuatro días antes. En un logro de producción que cuenta cómo eran las cosas por entonces, el hijo estuvo allí aquella vez. Veintiséis años después, el actor Diego Boneta interpreta el papel de Luis Miguel en la serie biográfica del cantante. La serie es un éxito. Boneta viene a la Argentina para grabar un comercial. Marcelo Tinelli invita a Boneta al piso de “Showmatch”. Boneta le pide 100 mil dólares. Tinelli se baja y declara:
—Nos pidieron tanta plata que dije no, chau, olvidate.
Esta elipsis no verifica el trayecto del programa, sino del medio que lo soporta: podemos comprobar, en esta curva sintomática, el ascenso y la caída de la televisión abierta. Como el beeper, el walkman, el diario de papel, la tecnología impacta y produce desplazamientos en los consumos culturales. Y las audiencias consagran, pero también destituyen. En los noventa, cuando alcanzaba los 35 puntos de rating, Tinelli tenía a Luis Miguel en su programa. Hoy, que festeja si toca los 15 puntos, no consigue traer a su fake.
Tinelli consiguió mucha fama, alcanzó cierta riqueza, pero sobre todo construyó poder. Lo hizo desde su presencia en pantalla, culturalmente omnisciente. Pero esa televisión ya no existe. Para quien desde hace tres décadas viene siendo un actor clave de la cultura argentina, se vuelve urgente buscar otro espacio, físico y simbólico desde donde seguir siéndolo. Su programa es como una de esas playas que quedó pequeña porque avanzó la marea, porque se la comió el mar. Marcelo quiere entrar en política, con 59 años, porque sabe huir para adelante.
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Marcelo Tinelli tiene cosas en común con otros que lograron saltar de la vida real a la vida política. Pero no las que parecen obvias. Es un self made man aunque no como Donald Trump, conocido por el reality show y enriquecido dedicarse al real state. Como Mauricio Macri tuvo que superar a un padre que pautó lo que no se iba a ser. La capacidad de construir poder simbólico de Marcelo Tinelli sobrevivió incluso a los peores vaivenes contables. En 1996 fundó Ideas del Sur, un tótem que se fue deshilachando en continuas cesiones societarias que negociaban pantalla a cambio de potencial publicitario. En 2004 se asoció a Raúl Moneta y Daniel Hadad en Azul TV. En 2005 a Artear, del Grupo Clarín. En 2006 se despidió de la promisoria pata de ficción y de Ortega y Culell, que hoy lo miran desde Underground. En 2013 vendió la mayoría al Grupo Indalo, justo cuando empezaba a caer en un abismo del que solo pudo salir dejando marca, edificio e instalaciones, y para empezar de nuevo con La Flia, abreviatura de la palabra que en Argentina significa lo último que se pierde.
En paralelo, hace unos años empezó a mirar más allá del estudio de la calle Olleros. El 20 de octubre de 2007 inauguró en San Carlos de Bolívar, su ciudad natal, a 354 km al sudoeste de Buenos Aires, un complejo polideportivo de 3000 metros cubiertos que bautizó con el nombre de su abuelo, José Domeño. Dos días después recorrieron las instalaciones el presidente de la Nación Néstor Kirchner y Cristina Fernández, entonces su compañera de vida y una semana después, presidenta consagrada por amplia mayorías. Los había acompañado Julio De Vido, que había recibido un especial agradecimiento en la inauguración por el aporte de su ministerio. En 2012, diez meses después de que Cristina Fernández asumiera su segundo mandato, ganó junto a Matías Lammens la presidencia de San Lorenzo. Tres años más tarde, en los dos últimos acontecimientos donde jugó decididamente sobre la arena del realpolitik, Marcelo no salió airoso: su frustrada maniobra para presidir la AFA y su apuesta por Daniel Scioli en las elecciones presidenciales. El primer caso ilustra la hostilidad del nuevo territorio: Marcelo sale del páramo invencible de su pantalla para conquistar tierras lejanas y queda en la adyacencia del ridículo cuando alguien le informa que el resultado de la votación es de 38 a 38, cuando los votos totales debían sumar 75. Y poner a disposición de Daniel Scioli y su cierre de campaña la pista del Bailando- el territorio más sensible en la trama de sus pertenencias simbólicas- fue otra bala perdida.
Éxito en idioma argentino no es antónimo de fracaso sino sinónimo de supervivencia. Atravesar los pantanos y mantener la luz intacta es lo que lo hace a Tinelli tan atractivo para la televisión y la política.
La magia de resultar ganador aun en las derrotas confirma su condición de elegido.
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El entorno político de Marcelo Tinelli mantiene un primer acuerdo: el tipo está tanteando. Para ellos, hoy, la palabra es “prudencia”. El calibre de ese tanteo, en todo caso, es lo que abre matices de la interpretación. Cerca del Gobernador Juan Manuel Urtubey lo definen como un hombre que está picando sobre el trampolín, mirando el agua, mientras sigue picando, mientras sigue mirando el agua. Eso sí, saben con certeza que ya eligió su pileta: la avenida del medio que encarna el peronismo federal, con todas sus manos y contramanos, rotondas y boulevares.
—¿Lo ves gobernando la provincia de Buenos Aires?
El que responde es un político y amigo de Tinelli:
—Mirá su programa. Mirá cómo va por las provincias. Es un programa federal.
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Uno de los aspectos que el entorno de Marcelo reconoce como flanco, como zona blanda en la construcción de Tinelli candidato, es su débil formación política. Hay un dato revelador en la historia de sus vínculos con la trama del voto, los partidos y la política en general.
En la Argentina de los noventa el pejotismo liberal importó nuevas formas de comportamiento público. Que el 17 de octubre de 1990, día de la Lealtad Peronista, haya sido inaugurado el Alto Palermo Shopping es un cruce de sentidos que condensa la época en un dato. Desde lo político, el gobierno de Menem fijó las nuevas coordenadas de la sociedad argentina. Desde la cultura de masas, el sujeto clave fue Marcelo Tinelli. Entre ambos formatearon un nuevo paradigma para lo popular.
Ahora bien, en eso estaba cuando llegaron las legislativas del 3 de octubre de 1993. Ese día Marcelo llamó a su productor y, bajando el tono, casi al filo de la confesión, le dijo:
—Voté a Chacho.
Las energías del diputado Carlos Chacho Álvarez, todo su ímpetu progresista, estaban puestas en obstruir el curso de la era que Marcelo estaba fundando. Es posible que a Marcelo le haya quedado el resabio de cuando Juan Alberto Badía lo llevaba a los actos de Oscar Alende, el gran intransigente de la centro-izquierda. Como sea, Marcelo votó contra su propia construcción.
Como corredor de maratones, sabe que la carrera es larga y requiere entrenamiento. Desde 2017 viene formándose discretamente en cultura política y recibiendo orientación profesional. Antoni Gutiérrez-Rubi, Gustavo Waldman, Antonio Solá, son los consultores en esta etapa de formación política. En ese afán lleva estudiando más tiempo que el que demandaría una maestría, que no le insumiría las tres clases semanales que toma con profesores de la Universidad. Lo hace con un equipo de profesores de la Universidad Torcuato Di Tella. El titular de esa cátedra a medida es Germán Lodola, doctor por la Universidad de Pittsburg en política comparada y autor, entre muchas publicaciones, de “Politización y confianza en los medios de comunicación: Argentina durante el kirchnerismo”. El libro que escribió junto con Philip Kitzberger confirma un tema de interés compartido entre alumno y profesor. Tinelli como producto popular siempre fue tratado con desdén por los intelectuales, por eso el primer sorprendido por el contacto fue el propio Lodola. La discreción con que el conductor trata su formación no es menor a la que guardan sus proveedores de conocimientos, que en sus círculos se animan a decir que el desafío es tan interesante como la dedicación del alumno y la generosidad con que retribuye los servicios profesionales.
Lo que empezó como un curso en temas generales de la ciencia política se convirtió en clases particulares sobre temas coyunturales que un equipo docente le da a Marcelo tres veces por semana. La competencia que Tinelli adquiere en realidad social, económica y cultural de Argentina y Latinoamérica se delata en unos tuits con carga política que lo muestran informado y comprometido.
La discreción con que el conductor trata su formación habla también de su reserva en la construcción de equipos: Marcelo es un hombre cauto, profundamente escamado, un tipo de mesas chicas de muchos años, de esos que desarrollan ojos en la nuca. El persistente eje Galaretto-Scoltore es el síntoma de esta condición. Hay empleados cruciales alrededor de él a los que les costó más de un año, más de dos, más de tres, que el tipo les confiara una media página de su agenda. La deriva de este comportamiento es que Marcelo sea un OneChipMan, es decir, un hombre de un solo teléfono: nadie le regula su comunicación y en el mismo aparato donde atiende las cuestiones de Lorenzo, su hijo de 5 años, resuelve también sus encuentros con Roberto Lavagna –generalmente vía su hijo Marco Lavagna. Percibirse único gestor de su operatividad pública y privada, hacedor solitario de sus discursos, tiene sus consecuencias: alguien debería advertirle que la metáfora “boleto picado” para referir el perigeo de Mauricio y Cristina deja afuera a los millenials porque desde 1993 el transporte público automatizó el boleto.
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Esta noche, un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires, un pueblo que tiene avenidas con nombres de caciques, va a celebrar una copa, la Copa Libertadores de Vóleibol que sus muchachos ganaron hace apenas unos días en San Pablo, Brasil. Las Águilas del Club Ciudad Bolívar se volvieron de allá con un trofeo que van a levantar frente a sus vecinos. Que las autoridades hayan puesto la entrada libre y gratuita es un llamado, un vengan todos. El Estadio República de Venezuela tiene capacidad para 3500 espectadores. Y está lleno.
Durante la tarde, en los bares del boulevard, en los pubs frente a la Plaza Alsina, se habló de él. De que parece que viene, de que va a hablar. Eso, a la tarde. Ahora, en esta noche del jueves 21 de febrero, efectivamente, él habla.
Arranca, Marcelo, como cuando arranca su programa, con un resonante buenas noches pero que esta vez no termina en la palabra América, termina en la palabra Bolívar. El estadio entero aplaude el saludo porque comprenden que su voz en el micrófono implica la puesta en marcha de la noche.
Dice Marcelo Tinelli, desde el centro mismo del estadio, brillante con el mic en una mano, que los felicita a todos, y rápidamente se acuerda de los descreídos, de los que le dijeron “dale, Marce, venís un año y te vas”. Dice, en este estadio-ágora, en este estadio-plaza pública, con la escucha de su platea algo rendida, que cuando decidió impulsar el vóley en la ciudad, en el 2002, lo decidió en serio. Y que ahora, 17 años después, ese compromiso sigue firme.
El estadio aplaude a su Hacedor.
Mientras tanto, en el TimeLine del diputado nacional Marco Lavagna un tuit pasa algo desapercibido.
Felicitaciones a @BolivarVoley por la obtención de la Copa Libertadores!!! Una gran fiesta estamos viviendo junto a @BuccaBali y @MarcosEPisano pic.twitter.com/5AWDKjOGzd
— Marco Lavagna (@MarcoLavagna) 22 de febrero de 2019
Marcelo sigue unos minutos más hasta que vuelve a su palco de sillas negras y se sienta junto a Marco, que acaba de tuitear. Al lado, Eduardo Bali Bucca aprecia que todo vaya bien.
Bucca gobernó la ciudad desde 2011 hasta 2017, restaurando el sello del PJ después una larga sucesión radical. Después, como todos los que jugaron en el randazzismo, tuvo que reacomodarse. Hoy es Diputado Nacional por la provincia de Buenos Aires y su sueño es, algún día, ser Gobernador de la provincia. Mientras, lo vamos a ver detrás de Marcelo cuando Marcelo vaya a Salta porque Urtubey, a Tigre porque Massa, a Bolívar porque el Vóley. Bucca sentó a Lavagna en este palco y lo hizo con la venia previa de Marcelo, porque si no, no se le ocurriría. Y Marcelo, unos días antes, le dio el okay porque Lavagna le parece el gran apellido de la concertación nacional. Ahora, los tres miran una pelota en el aire.
Cuando este partido termine, en algún lugar de la ciudad, Lavagna hijo y Tinelli cerrarán el cruce que les dará tapa a los diarios en dos semanas. Cuando el lunes 11 de marzo el ex ministro de economía Roberto Lavagna visite a Marcelo Tinelli en su departamento de la torre Le Parc y Marcelo salga a declarar que “Lavagna puede ser un gran candidato a presidente”, entonces se completará el círculo que está comenzando ahora, en esta noche de jueves, en un palco de un gimnasio, con un partido de vóley ocurriendo ahí abajo.
El arco político de Tinelli es tan amplio como el que abarca las distintas fracciones en que se disgrega hoy el partido justicialista y más allá. Con su amigo Sergio Massa eligió la fotografía que mejor los identifica: una visita a inicios de abril a un taller de oficios afín a la fundación de Ideas del Sur, en el distrito afín al candidato. La amistad que los une hace años hace sus acercamientos menos protocolares y más estratégicos. La foto no es para mostrar acercamiento entre políticos sino con la gente de a pie, que es el capital que todos políticos quieren mostrar y pocos pueden.
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El carisma es un elemento central en las culturas cristianas acunadas en la esperanza de milagros. Carisma tiene la misma base etimológica que eucarística, kharis. En la religión católica, consiste en la gracia divina que se recibe para servir a la comunidad. En los templos laicos del espectáculo, la celebridad es el don equivalente que apoya la construcción de poder. Los feligreses asisten disfrazados a esa comunión con sus estrellas para que la mirada del conductor se pose en sus gracias y los saque de la chatura cotidiana. Y a esos fieles que asisten religiosamente al programa se suman los personajes de la farándula que quieren recibir algo de la devoción que genera el culto marceliano. Sin embargo, el carisma bendice al que cree pero no se transfiere.
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Políticamente hablando, Tinelli es pura paradoja. El carisma de Tinelli se construye no desde la divinidad sino de la cercanía con la gente. Su programa es el que despierta más quejas y escándalos en los observatorios de TV, que reciben denuncias de gente que no lo mira. La esencia del conductor construye una simetría que lo autoriza a reírse de y con sus televidentes y participantes. Tinelli políticamente correcto es un Tinelli sin carisma: ese sería el único pecado que el culto carismático no perdona. Su don consiste en seguir siendo un pibe como cualquiera, aunque se saque fotos en su bañera de mármol o en las verdes extensiones de su chacra. En la Argentina se puede ser popular siendo millonario, pero no políticamente correcto.
La encrucijada política en la que está Marcelo es que para ser outsider como Trump o Bolsonaro, hay que aceptar una popularidad construida desde la incorrección política. O ser actor como Volodymyr Zelensky, pero estar dispuesto a criticar feroz y sostenidamente al sistema político para batirlos tres a uno en las últimas elecciones de Ucrania.
El rechazo de los outsiders por el grupo ilustrado y la élite política los confirman como fuera del sistema: un signo positivo para aquellos hastiados de la política de siempre que buscan un candidato fusible que haga saltar el sistema recalentado. Trump, Bolsonaro y Zelensky se diferencian de Marcelo porque se posicionaron claramente en contra de los políticos de siempre, que a su vez los despreciaban. Tinelli se saca fotos con veteranos en elecciones y frustraciones que coquetean ansiosos con el potencial candidato.
Comparado con cualquiera de los nombres que circulan como posibles candidatos en las elecciones 2019, es el que mejor posicionado está en las redes. Pero poco más que unos de cada diez comentarios tienen que ver con la política, y la mayoría de estos, cuando aparecen, son negativos. Las mediciones que lo incluyen como candidato demuestran que popularidad no equivale a intención de votos, por más que los periodistas se apresuren en ver predicciones de triunfos en indicadores de mera visibilidad. Hay momentos sociales en que cuanto peor, mejor. Pero Tinelli no parece ser alguien que soporte el rechazo. Posiblemente por eso sus jugadas en la política y el fútbol sean amagues, muy distintos de las jugadas de gol que se le conocen en la televisión. Él se adelantó al protagonismo de la persona común en YouTube con los videos caseros a medianoche. Hizo reality show con los amigos que se juntaban apenas estaba naciendo el género de la telerrealidad. Antes de que apareciera la cultura selfie, él ya se sacaba fotos con el que se la pidiera. El magnetismo de Tinelli reside, justamente, en tensar esas fibras que nos habitan. Esas que se viven con culpa porque son repudiadas en los congresos de comunicación pero que resulta la cultura mainstream que habita la televisión argentina. Y que persisten a pesar de que los manuales escolares llevan años con capítulos dedicados al televidente crítico. Entre los millenials, Tinelli está quinto en popularidad, apenas después de los youtubers Soy Germán y Mariano Bondar, pero antes de Lali Espósito y de El Rubius. Es lo que buscan en él candidatos que tuvieron su cuarto de hora cuando esta muchachada ni había nacido. Pero en el abrazo político todos pueden perder.
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Tinelli tira y encesta. El gobernador Urtubey tira y no, afuera. En esta mañanita del viernes 5 de abril, los dos salen como se sale de los vestuarios a la cancha y ahí vienen caminando, ahora, picando con unas pelotas que aparecieron de la nada, como para entibiar el brazo probando el aro y hacer del fotograma político algo menos institucional.
Están parados en el Delmi, que es como los salteños llaman al polideportivo Del Milagro –todo, acá, está cruzado por la palabra de Nuestro Señor. En esta cancha juega habitualmente Salta Básket, el equipo de la provincia impulsado fuertemente por la gobernación. Como Tinelli en Bolívar, como el gobernador Sergio Uñac en San Juan, Urtubey comprendió que los deportes que no son el fútbol proyectan energías limpias sobre la construcción de los espacios políticos y los programas que nutren esos espacios.
Tinelli tira de nuevo y encesta otra vez. Urtubey otra vez falla. Detrás del aro, unos diez periodistas, fotógrafos y corresponsales esperan la palabra de alguno de ellos. Tinelli está acá porque vino a ver locaciones para su nuevo programa de talentos Genios de la Argentina, con el que está recorriendo el país, y es fascinante ver cómo en un mismo movimiento el tipo teje recorrido símil campaña y televisión. Es infrecuente, para esta ciudad, un operativo de seguridad como el que permanece en los alrededores del Delmi.
La foto dura veinte minutos y los dos se van sin hablar con la prensa. Urtubey se sube a la Amarok que él mismo conduce por la ciudad y Marcelo viaja, nuevamente, con Bali Bucca sentado al lado.
Sobre la calle España al 700, en las vereditas angostas que la ciudad heredó de su matriz colonial, un pelotón de personas se amuchan. Hay algo de sorpresa menor, cuando sale el gobernador. Y hay un estallido de fascinación cuando el que asoma es Marcelo Tinelli. El personal de seguridad forma un cordón para que Marcelo haga los pocos metros que van de la puerta del museo a la puerta del vehículo debidamente protegido, pero Tinelli rompe el cerco y se deja bañar por la transpiración popular que lo busca y se le cuelga del cuello. Hay señoras con la bolsa de las compras, desprevenidos casuales y un chiquito con la camiseta de Juventud Antoniana. Su camisa celeste bajo el saco azul va ganando arrugas que no estaban en el plan.
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Para comprender la relación de Marcelo con la política argentina conviene rastrear sus procedencias. Y en general, todos tenemos las mismas: una casa, una mamá, un papá, una familia, una ciudad, en este caso un pueblo.
Marcelo Hugo Tinelli nació el 1 de abril de 1960 en San Carlos de Bolívar, un enclave del vigoroso interior rural de la Provincia de Buenos Aires. Fue el nieto de José Domeño, el hombre fuerte del lugar, dueño de los medios de comunicación y los almacenes de abastecimiento. Es decir, en el principio, Marcelo fue un niño acomodado que vivía en el centro mismo del damero urbano, a unos metros de la plaza Alsina, centro físico y simbólico que organizaba la vida administrativa, política y cultural de la población.
La madre de Marcelo, María Esther Domeño, fue una maestra rural que se enfrentó a su padre cuando Don José no quiso aceptar al novio ese del que su hija se había enamorado. Y el novio ese del que su hija se había enamorado era Dino Hugo Tinelli, el hombre que con su vida y con su muerte explica de Marcelo lo que ninguna otra vida ni ninguna otra muerte es capaz de explicar.
Dino Hugo fue un hombre profundamente carismático, seductor, bohemio, incapaz para los negocios, tanguero de Julio Sosa, futbolero de San Lorenzo, bohemio de los bares y bebedor compulsivo. Cuando Domeño comprendió que no iba a poder con él, puso reversa y lo inventó como periodista de El Mensajero de Bolívar, el diario que fundó después de perder La Mañana en un enfrentamiento societario. Dino quedó a cargo del fútbol y del horóscopo, entre otras secciones. Se lo podía ver a Dino tomando algo en la barra del Club Buenos Aires, pidiendo silencio porque estaba por escribir –imaginar– la suerte de Sagitario. Por más que ahora Marcelo, oportunamente, quiera reescribir la historia y declare que su padre fue “híperperonista”, nadie en Bolívar recuerda a Dino Hugo por sus filiaciones políticas. Es decir, no es que no lo haya sido sino que lo fue en un sentido cultural, como lo era cualquier muchacho de los billares dueño de un costumbrismo popular. No fue un cuadro, no fue un militante, fue un hombre de su época y de su clase, ambas atravesadas por el peronismo sentimental.
Dino Tinelli murió de cirrosis a los 38 años, en enero de 1971, tres meses antes de que Marcelo cumpliera los 11. Como toda muerte abrupta, arrebatada, se estampó sobre el hijo y quedó fijada en la memoria del cuerpo. Esa muerte determinó a Marcelo en un sentido físico, territorial, porque fue la que lo puso a vivir en Buenos Aires. Y en un sentido des-político, porque lo dejó enamorado del fútbol, antes que del Mayo Francés.
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Hasta sus detractores repiten que es el número uno de la televisión aunque a veces haya sido segundo o tercero o, como en 2018, resultara séptimo. La prensa repite que su programa mide 30 puntos de rating aunque esa marca solo la alcanzara una vez en años de mejores encendidos. Su talento está, justamente, en hacer una apertura de ciclo que capture toda la atención por romper marcas y esquemas y así alimentar el mito y blindar al hacedor ante eventuales fracasos. El mejor momento de Showmatch no fue en los tan mentados años noventa, sino en 2010, cuando alcanzó cimas de audiencia que en la TV argentina solo arañan hitos mundialistas. Y en 2009, cuando forjó uno de los grandes mitos políticos de la Argentina reciente.
El relato del poder político de Tinelli confirma sobre todo su talento para hacer del error fortaleza. El pase de comedia llamado “Gran cuñado” nunca cimentó la audiencia del programa pero lo convirtió en referencia política. La prensa engrandece el prodigio en cada nueva elección al repetir, sin pruebas, que esa sátira concebida para una audiencia que apenas en 2001 berreaba “que se vayan todos” logró que un candidato ganara las elecciones de 2009. El supuestamente favorecido fue Francisco de Narváez, que encabezó la lista ganadora de Unión Pro que llevaba también a Felipe Solá y Gladys González, (34,58% de los votos de la provincia). A unos puntos quedó la lista del Frente Justicialista para la Victoria (32,11%) con Néstor Kirchner, Daniel Scioli, Nacha Guevara y Sergio Massa. La tercera fuerza se llamaba Acuerdo Cívico y Social y llevaba a Margarita Stolbizer y Ricardo Alfonsín (21,48%) Las candidaturas ayudan a comprender cómo se forjó el mito y qué relación guarda con las elecciones 2019. Engrandecer el poder de los medios fue un argumento de época que, así como sirvió para enjuagar la derrota, explicó los dones otorgados en nombre del potencial político de Tinelli como obras en su pueblo, licencia de radio, pauta publicitaria, salvataje financiero, acuerdos en el fútbol, por nombrar los más promocionados.
Aunque la memoria popular recuerde el “Alica Alicate” más que al candidato del retruécano, se insiste en explicar el triunfo de De Narváez con esa parodia, obviando que a otros parodiados les significó la peor elección de su historia. Tampoco la magia de pasar por el programa le alcanzó a Daniel Scioli para llegar a la presidencia en 2015, aunque el ex vicepresidente, ex diputado y ex gobernador fue un peregrino infaltable en los cierres de campañas y en las aperturas del ciclo que tuvo al distrito bonaerense como principal anunciante. Pero si el poder era de Scioli, el carisma sigue siendo de Tinelli. Mientras toda la franja peronista hasta el Pro difunde las fotografías que se sacan con el presentador, la comunidad artística a la que pertenece no parece darle apoyo similar. Personajes tan distintos como Mirtha Legrand, Luis Brandoni, Susana Giménez y Dady Brieva coinciden en expresar con claridad que no lo votarían, que no logrará mantener el amor del público si da ese salto. Aunque eso solo es un enorme mérito político: podría decirse que logró consenso de uno y otro lado de la grieta.
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Los 30 años de televisión de Marcelo significan más de cuarenta ciclos de diversidad de programas, incluyendo exportación de formatos y latas a más de quince países. Pero cierta memoria colectiva insiste en reducir su carrera a una escena crítica de Showmatch. Dentro del “Bailando por un sueño”, que desde 2006 puso a estrellas y estrellitas vernáculas a bailar más de treinta ritmos, el que obtuvo más resonancia pública fue la cumbia, gracias a las imágenes en las que el conductor cortaba unas diminutas falditas que emulaban a las de las bailarinas de los cuartetos en los boliches conurbanos. La escena se convirtió en metonimia de Showmatch, a pesar de que la práctica fue abandonada rápidamente. Los que explican la procacidad del espectáculo con esos episodios delatan que no lo ven. El programa tuvo bailes lascivos y exhibiciones escandalosas de tetas al aire y desfiles de concursantes con apenas un hilo dental en el culo que no despertaron indignación equivalente. Sin embargo, por ese fotograma del corte de polleras es reincidentemente condenado y es por esa escena que en 2018 pidió expresamente perdón.
Marcelo demostró un talento notable para el cliché, para hacer de su programa un abrevadero de lo que se ha consagrado entre las multitudes. En 1997, Videomatch presentó Machísimo, un sketch donde Freddy Villarreal respondía preguntas del público.
—Público: ¿Por qué mi mujer tiene el cerebro de un mosquito?
—Freddy: Porque lo tiene inflamado.
Luego la pieza discurría por el resto de los sitios que podemos imaginar, una chistología de la degradación de género que hoy sería inaceptable. Tan inaceptable como la violencia que suponía la desnudez de Listorti avasallando impunemente a una conductora en trance de angustia.
En este 2019, 22 años después de Machísimo, Marcelo convoca, con la gramática del mensaje sordo y la comunicación gestual, haciendo política, a Griselda Siciliani, figura del colectivo de actrices argentinas, expuesta al embate neo conservador. Elige, Marcelo, abrir su ciclo (y una apertura tiene la carga simbólica que un segundo programa jamás) con una chica que bate pañuelo verde desde el vamos. De los nombres que están jugando en la primera de la política argentina, pocos han declarado su convicción acerca de que debe haber aborto legal en el hospital con la decisión indubitable con la que Marcelo Tinelli lo ha hecho. Ahora bien, su viaje, una vez más, no es un viaje personal: es el viaje de una sociedad y una cultura que Tinelli se toma la molestia de condensar primero para enunciar después.
El aborto existió hoy y siempre.Con dolor ,en silencio,las mujeres abortan clandestinamente en condiciones aberrantes.Muchas mueren.Hoy podemos cambiar la historia.Por una educación sexual clara,los anticonceptivos para no abortar, y el aborto legal para no morir.
Que así sea— marcelo tinelli (@cuervotinelli) 11 de junio de 2018
Lo que hizo Tinelli con su televisión de toda la vida -la actual también- no ha sido más que resonar una exhalación pública, replicar el consenso de las masas: su televisión ha sido siempre una televisión de mayorías. Así que si un chiste llega a su pantalla es porque ha hecho un largo camino desde los arrabales de una platea en conformidad. Y si una idea noble llega a la misma pantalla dos décadas después, el que se ha movido es el cuerpo social argentino. La pantalla de Marcelo no hace más que interpretarlo.
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La narrativa de Showmatch es penetrante, un golpe directo a las emociones. Pero lo que tiene de intensa lo tiene de efímera. Un día tiene la mayoría pegada a la pantalla y otro, “chau, chau, chau, chau”, como reza la oración de cierre con que el pastor Marcelo nos despide hasta el próximo programa. Sea mañana o cuando el dios hegemónico que regula la televisión y nuestros destinos lo decida.