El primer recuerdo que tiene Alejandro Montero es de la primera noche que durmió en la calle. No fueron muchas. Dos o tres, dice. Bajo un árbol, y junto a sus siete hermanos, su mamá Emiliana le dijo que contara las estrellas para poder dormirse. Vuelve a ese recuerdo hoy, con 30 años, recién llegado al barrio Santa Teresita de General Güemes, Salta, para celebrar con su familia un título universitario: licenciado en Arquitectura por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
El sábado 12 de agosto por la noche, cuando la veda electoral vaciaba las calles de Güemes, empezaron a sonar los bocinazos de un Peugeot 307 que daba vueltas por la plaza central. En el baúl abierto del auto, Alejandro con un sombrero colorido de carnaval carioca agitaba con ritmo un cartel que decía “Arquitecto”. Otros vehículos de amigxs y familiares se unían a la caravana para agasajar al menor de los Montero que se había ido en 2011 y ahora volvía con un título bajo el brazo. “Felicitaciones por tu logro. Alejandro Montero. Nuevo arquitecto”, decía el pasacalle que colgaron cerca de su casa.
General Güemes es la cuarta ciudad salteña en cantidad de habitantes (un poco más de 50 mil), detrás de Salta, Orán y Tartagal, y queda a 50 kilómetros de la capital provincial. La ciudad, como otras del norte argentino, combina casas “de material” con casas de adobe. La poca lluvia anual le da el aspecto de “ciudad seca”. Las vías del ferrocarril y la ruta 34 dividen a la ciudad en tres. En ese lugar, unas horas después de la “caravana del arquitecto”, y como en tantos otros pueblos y ciudades del norte argentino, en las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), los güemenses le dieron a Javier Milei, candidato a presidente por La Libertad Avanza, el 50% de los votos. El libertario duplicó a un peronismo que, a su vez, duplicó a Juntos por el Cambio.
“Nuestrxs jóvenes están conscientes de que también dejarán de recibir ayuda social, de que les van a quitar derechos y aún así están decididos a apoyar a la nueva imagen”, twitteó Alejandro, quizás enojado, y luego borró el posteo.
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Las clases retomaron hace algunos días y los estudiantes que inician el segundo cuatrimestre se cruzan con otros que están rindiendo finales o presentan sus trabajos finales. Un grupo de personas están sentadas en un pasillo del edificio Tornavías, en el Campus Miguelete de la UNSAM. El edificio es un gran anillo que hasta mediados del siglo XX fue un lugar para reparar locomotoras, hoy convertido en aulas, biblioteca y oficinas.
—Estamos esperando que le den la devolución de su trabajo final a mi hijo, que se recibe de arquitecto —dice Emiliana Montero. Ema, como le dicen sus sobrinas, es madre de ocho hijos, quedó viuda cuando era muy joven y para mantenerlos se empleó como trabajadora rural. El 7 de agosto viajó 1500 kilómetros para presenciar el momento en el que su hijo menor se convertía en el primer Montero en terminar una carrera universitaria.
La escena fue viral: Alejandro se saca los lentes antes de fundirse en un abrazo con Ema y ambos se ponen a llorar. “Esto es para vos, mami. Todo lo que hago es para que vos te rías”. Lo que resuena es una frase de Diego Maradona a su madre, Doña Tota, minutos después de la final del Mundial de 1986: “Yo juego para vos, mamá”.
Si bien su familia es numerosa, sólo viajaron para la ocasión su hermana mayor y su madre. Las más de veinte personas que rodean la escena sienten el mismo orgullo que ella: sus compañeros de clases, amigos que se hizo en un call center en el que trabajó, docentes y trabajadores nodocentes: todos miran arrobados el momento.
La imagen del hijo y su madre se reprodujo más que cualquier spot de campaña. Algunos de los comentarios al tweet y a los posteos contrapusieron la “historia de Alejandro” a otras noticias que afectaron el ánimo social, como las muertes violentas de una nena de 11 años en Lanús, de un médico en Morón y de un fotoperiodista a metros del Obelisco. “No somos un país de mierda”, “un bálsamo de ternura”, “lo sigo viendo y sigo llorando”, “tan rotos no estamos”, “esto también es Argentina”. Las audiencias interpretaron: donde muchos vieron la importancia de la educación pública y el Estado, otros tantos vieron el esfuerzo personal de Alejandro, como si no hubiera síntesis o como si ambas cosas —Estado y mérito— no fueran condiciones necesarias para lograr un título universitario en Argentina.
La meritocracia no nació en el 2016, con el primer gobierno de Macri. En los ‘80, con Margaret Thatcher y Ronald Reagan como figuras centrales, se potencia un discurso que hizo carne: “No hay tal cosa como la ‘sociedad’; sólo hay hombres y hay mujeres”. El individualismo, el mérito como único camino, el enriquecimiento personal. “La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma”, dijo Thatcher. Como si el “éxito” no dependiera de otras instancias institucionales, familiares, afectivas, de infraestructuras estatales. La narrativa universitaria tiene por donde colarse: más de la mitad de los estudiantes de carreras de grado del Gran Buenos Aires trabajan y son primera generación de universitarios en sus familias. Mérito y Estado. Esfuerzo individual y becas. La historia de Alejandro —su origen, su ciudad, su esfuerzo— tensa los lugares comunes. Incomoda.
El nuevo arquitecto estudió en una Secundaria Técnica de su ciudad natal, pero solía quejarse de que no le gustaba. Hoy, en retrospectiva, le dice a su mamá que había sido un gran acierto, que le sirvió mucho en la carrera. Cuando terminó su formación del ciclo básico, decidió probar suerte en Buenos Aires. “Qué va hacer allá, solito”, pensaba su mamá en aquellos días. Emiliana le tenía fe: Alejandro, dice, era su hijo más inteligente, el que primero aprendió a leer y a hacer cuentas. Con un bolso y 700 pesos, llegó en 2011 a una pensión húmeda de Munro. Uno de sus hermanos, que había estado viviendo un tiempo en ese mismo cuartucho del municipio de Vicente López, le dejó el espacio para que pudiera comenzar una nueva etapa lejos de Salta.
Después de conseguir donde dormir, lo segundo que hizo Alejandro fue buscar trabajo. En la primera semana tuvo cinco entrevistas y lo contrataron como telemarketer en un call center. “La llamé a mi mamá y le dije que había conseguido trabajo en blanco y ella se puso a llorar, porque acá conseguir trabajo siempre fue difícil y lo que me ofrecían en Güemes era muy en negro, muy mal pago, muy explotado, muchas horas”, dice Alejandro.
El 7 de agosto Ema viajó 1500 kilómetros para presenciar el momento en el que su hijo menor se convertía en el primer Montero en terminar una carrera universitaria.
El resto de los hermanos Montero también dejaron la casa familiar de Güemes en busca de otras oportunidades. Se desparramaron por Santa Cruz, Tierra del Fuego y el AMBA. Luego volvieron y compraron terrenos en el pueblo que los vio crecer. En Güemes, además del comercio local, la docencia y la educación, se frecuentan los trabajos por temporada en ciudades cercanas. Los amigos de la infancia de Alejandro también eligieron probar suerte en Buenos Aires y unos pocos se quedaron para cursar carreras terciarias en la zona. Esta circulación de vecinos que se van, que vuelven, que se quedan, que no miran atrás es propia de Güemes y también de muchas otras ciudades chicas del interior argentino.
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Alejandro no tiene fotos de su infancia. Lo que sí tiene son recuerdos. Ema salía a trabajar todas las mañanas al campo, con las cebollas y los tomates. En algunas oportunidades, cuando las vacaciones o los recesos escolares dejaban a los Montero sin actividades curriculares, llevaba a sus hijos con ella. Ema recuerda que Alejandro era el que menos la hacía renegar: “Hacía las cosas sin que yo le estuviera atrás”.
Alejandro aprendió a palpar tomates para poder sacarlos cuando estuvieran maduros. El campo es también parte de su identidad: “marrón y rural”, dice él. Ema no terminó sus estudios primarios y quedó viuda cuando era muy joven. Tuvo que sostener sola a una familia numerosa, pero siempre convencida de que sus hijos tenían que terminar la secundaria. Eso, dice hoy, era lo que ella podía darles.
El barrio Santa Teresita, donde vive la familia Montero, solía ser un cañaveral que fue donado a la comunidad y en el que las familias pobres podían marcar terreno. Una joven Ema, “a cara de piedra”, relata su hijo, eligió un pedacito de tierra y construyó, como pudo, una primera pieza de adobe y barro que creció hasta convertirse en la casa familiar que albergó a los ocho hermanos durante tantos años. La pieza de adobe fue el semillero del sueño de Alejandro Montero: cuando veía que sus compañerxs de escuela tenían otro tipo de casas, más grandes y pomposas comparadas a la suya, le preguntaba a su mamá por qué no podían tener una casa así. “No hay plata. Necesitamos un arquitecto para esas cosas y no podemos pagarlo”, decía Ema. “Yo dije dentro mío: cuando sea grande le voy a hacer el plano a mi mamita. Le voy a hacer la casa”, recuerda Alejandro.
No empezó por Arquitectura. Se anotó en una carrera que le garantizara un ingreso inmediato, mejor que el sueldo de call center. Estudió Radiología en la Cruz Roja (en 2011, un sueldo como telemarketer le alcanzaba a Alejandro para pagar una pieza, un terciario privado y vivir). Se recibió. Ema recuerda una llamada en la que Alejandro le dijo: “Mami, ahora voy a estudiar Arquitectura”.
Donde muchos vieron la importancia de la educación pública y el Estado, otros tantos vieron el esfuerzo personal de Alejandro, como si no hubiera síntesis, como si ambas cosas no fueran condiciones necesarias para lograr un título universitario.
De las universidades posibles, optó por la UNSAM. “Es una carrera que tiene una mirada de poder pensar en el otro, de poder pensar en la importancia de lo social en las comunidades y eso me parece súper importante para poder desarrollarlo como arquitectos y arquitectas, pero más que eso, como profesionales en la vida”, dijo Alejandro minutos después de haberse recibido, todavía con los cachetes rojos de los nervios de la devolución del jurado sobre su trabajo final.
“Alejandro fue un estudiante muy activo que aprovechó todas las articulaciones que brinda la carrera de Arquitectura: combinó formación con trabajos de investigación y de extensión”, dice Graciela Runge, Secretaría Académica de la Escuela de Hábitat y Sostenibilidad, la “facultad” donde está la carrera de Arquitectura (en la UNSAM no hay facultades, sino Escuelas e Institutos). Runge explica que Alejandro, como otros estudiantes, aprendió a escuchar al “territorio”: lo observó, exploró, escuchó a los vecinos y pensó soluciones a los problemas de hábitat y habitacionales.
La arquitectura y la construcción son inescindibles: la práctica tiene un lugar fundamental, no sólo con aplicación en las comunidades, sino también a través de una perspectiva que sea sustentable en lo ambiental, lo económico y lo técnico. Un arquitecto de la UNSAM debe realizar abordajes macro que le permitan “pensar fuera de la caja”, como les gusta decir a algunxs, pero con los pies bien firmes en el terreno. “Dar respuestas a las necesidades territoriales”, así define la Secretaría Académica el objetivo de la carrera.
Cuando unx estudiante entra en una universidad pública pasan muchas cosas: primero, la emoción de poder formarse en una disciplina que le interesa. Después, la alegría de encontrar personas, futurxs amigxs con quienes compartir pasiones, gustos y formas de entender el mundo. Pero llega un momento, cuando pasa algún tiempo y aún la recta final se ve muy lejana, en el que puede surgir un atisbo de duda trascendental: “¿Vale la pena todo este esfuerzo? ¿Por qué estoy acá?”
Ahí es cuando se revela el corazón de las universidades públicas: la mirada. Una forma de concebir los vínculos y el mundo. La mirada atraviesa, transforma. Obliga a mirar a los costados. Ese es el distintivo que llevan quienes pasan por una universidad pública: la mirada es otra, es empática, es territorial, es, sobre todo, social.
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Para Alejandro, estudiar siempre tuvo una carga simbólica importante: en Salta él sentía que no era nadie. Así lo dice. Cuando llegó a Buenos Aires y comenzó su recorrido en la UNSAM recuerda que se sentía tonto cuando sus compañerxs podían interpretar textos, realizar consignas y comprender enunciados teóricos con facilidad y él no. “Me di cuenta que el hábitat en el que yo me crié, el campo rural o asentamiento, no era igual al de mis compañerxs que tal vez ya tenían el hábito de la lectura incorporado. Yo conocí una biblioteca recién a mis 18 años”. Fue la primera vez que pensó que no se trataba de inteligencia, méritos y capacidades, sino más bien de posibilidades frente a sus condiciones materiales de existencia.
Alejandro aprendió a palpar tomates para poder sacarlos cuando estuvieran maduros. El campo es también parte de su identidad: “marrón y rural”, dice él.
Hábitat. Hábito. ¿Habitus? El trabajo final que lo gradúa como arquitecto se llama “Hábitat y hábito” y es una tesis sobre la construcción de viviendas para el barrio Cuenca en Villa Lynch, partido de San Martín. “El hábitat nos genera el hábito que después podemos modificar. No nos condiciona exactamente, pero tiene una ponderación en el desarrollo que pesa”, explica Alejandro. Esas características de la cotidianidad de las comunidades, sostiene, tienen que incorporarse en el ejercicio de la profesión de aquellas personas que construyen y moldean los espacios públicos. Arquitectura por y para el territorio.
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En la Escuela Técnica Juana Azurduy de Güemes, un Alejandro Montero adolescente comienza a garabatear piezas de motores y planos. Pronto se recibirá de electromecánico y tendrá que decidir qué hacer con su vida. Diseña el buzo de egresados. En un aula que da a la calle Islas Malvinas encuentra su destreza: eso que le gusta y que se le da bien. Dibuja. Pero no cualquier cosa: los primeros dibujos de Alejandro Montero son casitas de barro.
Fotos: Télam