¿De qué manera pueden las palabras tejer la vida del planeta?
Este ensayo explora las capacidades del lenguaje en el pensamiento ambiental contemporáneo. Dos cuerpos enraizados a orillas opuestas del Pacífico, uno de los paisajes más contaminados del planeta Tierra, Sophie Chao —antropóloga de herencia sino-francesa, en Sídney— y Alejandro Ponce de León —editor colombiano, en California— comparten un interés por provocar lo que Gisela Heffes llama un “mundo con” –alternativo, justo y donde, con suerte, cabremos todos. Trabajan desde las palabras; con ellas enseñan, hacen vida, se confunden y piensan. Durante cuatro meses –entre correos, notas de voz, espacios virtuales y conferencias– intercambiaron textos y experiencias, desde el activismo por la defensa de los ríos en América Latina hasta la política multiespecies en plantaciones de palma en Indonesia oriental. La crisis climática urge sus propuestas, fragmentos de ellas aquí anudadas alrededor de una serie de preguntas sobre cómo los lenguajes ambientales activan –pero también constriñen– maneras de habitar el presente. Anhelar un mundo sin restricciones del lenguaje es fácil; difícil es crear y nutrir palabras que afiancen la vida colectiva. Este reto, que no es otra cosa que el con-vocar un futuro por-venir, es el centro del diálogo.
¿Cómo vocalizar un mundo que nos desborda y se ha hecho innombrable?
Responde: Alejandro Ponce de León
Cada vez me cuesta más saber de qué hablamos cuando hablamos de la crisis ambiental. En las últimas décadas, ha habido una explosión de palabras para atenderla y no sé si esto ha provocado algún consenso: plastiglomerado, islas de basura, ecoansiedad... Tal vez el mejor ejemplo es el 'antropoceno'. Miles de publicaciones y encuentros lo usan para nombrar un presente denso donde el impacto humano es planetariamente evidente. Tras 15 años de debate, no sé si viste el artículo reciente en The New York Times, resulta que ahora la comunidad científica lo rechaza como época geológica.
Es un momento lleno de cambios, solo hay que ver las noticias. ¿Fue una relectura de las señales planetarias? ¿Un cambio en los métodos? Siento que la pérdida de estabilidad del antropoceno, más que un asunto sintáctico, es una pérdida para la postura política que busca contrarrestar el impacto humano en el sistema terrestre. Y si la pregunta ya no es sobre cómo nombrar al humano como fuerza geológica, entonces ¿cómo nombrar aquello que hacemos, como civilización, al planeta?
No me malentiendas, Sophie. Necesitamos nuevas y mejores palabras para nombrar lo que somos incapaces de decir. Sin embargo, esto no solo implica representar hallazgos de las ciencias, sino también preguntarnos cómo las palabras habilitan cambios sociales y ecológicos. Ante la lógica de causalidad que asume el antropoceno —"lo humano" impacta "lo natural"—, Donna Haraway ha discutido las capacidades de alternativas como el capitaloceno, el plantacionoceno y el chthuluceno. Tú también hablabas de esta expansión del lenguaje en tu conversación con Catherine Price, señalando de qué manera conceptos como el más-que-humano, el no-humano y el otro-que-humano permiten pensar la vida del planeta desde perspectivas no antropocéntricas. Creo que el aforismo de Ludwig Wittgenstein, "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", captura bien la dirección en la que todo esto apunta: intervenir en las relaciones entre el decir, el pensar y el habitar un mundo que pierde sus contornos.
Lo que sí me preocupa es que la fuerza de este impulso pueda mermarse por una "economía del concepto," donde las dinámicas de intercambio y generación de valor absorben los lenguajes ambientales, alejándolos de sus contextos y paralizando su potencial disruptivo y transformativo. En el mercado del conocimiento —instituciones públicas, universidades, editoriales, etc.—, términos emergentes, como el ‘antropoceno’, son rápidamente etiquetados y distribuidos, y su valor es determinado por su capacidad de llamar la atención —valor que, en parte, depende de quién “ocupa” o "posee" qué palabra, reproduciendo otras formas de inequidad y explotación. Palabras que en su momento activaron discusiones interesantísimas —zonas de sacrificio, simbiosis, posthumanismo—, ahora cobran una existencia como abstracciones, muchas veces sin una relación clara a su ecología de éxitos y fallos, alianzas y disputas. Esta dinámica también ahonda en ciclos de desecho y desperdicio: lo que no logra sostener su capacidad para generar retornos es abandonado, como si fuera fast fashion. No me es fácil pensar mi práctica por fuera de estas relaciones, pero si me fuerza a preguntarme qué, cómo, con quién y para qué escribo.
¿Puede el silencio habilitar otros encuentros sensibles con el planeta?
Responde: Sophie Chao
Ale, mucho de lo que estás diciendo resuena con la retroalimentación que recibí de los estudiantes de un curso que di sobre el Antropoceno el año pasado. En este, creamos "bancos" de palabras (¡disculpa los matices capitalistas!), trayendo términos emergentes a conversaciones que para ellos cobraban importancia: entrelazamiento, semiosis material, el cyborg, intra-acción…. Muchos de los estudiantes ven estos conceptos útiles para pensar, pero les es mucho menos evidente en qué grado son útiles para vivir o llevar a la acción, el reconocimiento, la justicia o la reparación. Así que creo que esta "economía político-semántica" del lenguaje ambiental es importante no solo para quienes trabajamos con las palabras, sino también para quienes, y de sus propias maneras, están atrapados en las dinámicas que propones.
Me encanta la frase "economía de concepto" —¡aunque su acuñación, de alguna manera, replica el reempaquetamiento que nos preocupa!— porque nos lleva a pensar en los conceptos como capital cultural, o para llevar la metáfora más lejos, como inversiones estratégicas, especialmente cuando se trata de subvencionar nuestras investigaciones, donde invocar conceptos clave puede hacer toda la diferencia: cambio climático, resiliencia, adaptación, etc. No digo que las palabras de moda se utilicen de una manera puramente performativa, por supuesto. Pero anclar un proyecto a la palabra que convoca diferentes intereses también puede ser estratégico a la hora de acceder a recursos institucionales y financieros –la importancia intelectual de los términos convive de forma incómoda con un pragmatismo necesario.
En parte, mi trabajo etnográfico se interesa por estas convivencias tanto incómodas como inciertas, sus fronteras o límites, sus zonas grises. Me inspira un concepto de mis interlocutores Indígenas marind en Papúa Occidental, conocido como "abu-abu", que significa "gris" e "incierto", y que amalgama comunicaciones inter-especie en una ética de respeto por la ininteligibilidad, incognoscibilidad y alteridad del Otro. Aquí, el impulso por entender importa a la par del imperativo por reconocer y aceptar momentos de silencio, de no-lenguaje o de no-comunicación. Es importante escuchar al viento, por ejemplo, pero es igualmente importante reconocer que nunca podrías saber qué piensa el viento de ti. Este reconocimiento de la diferencia e incognoscibilidad, como Astrida Neimanis y Sria Chatterjee han sugerido, invita a renunciar a la centralidad del significado, a ir contra la corriente del conocer como una forma de dominar, a quedarnos con el silencio y lo inconmensurable.
¿Cómo tejer un lenguaje atento a los ritmos de los cuerpos sociales y no con los ciclos de producción?
Responde: Alejandro
Las palabras son muchas cosas, pero nunca "cosas fijas" rodando por el mundo. Resultan de encuentros ordinarios entre cuerpos vibrátiles, saturados de hábito e instante. Hay algo generativo en esta ética de la incognoscibilidad de la que hablas para pensar un futuro donde los modelos de lenguaje y las inteligencias artificiales son inevitables. También me hace pensar en la fuerza poética que habita en las palabras, donde siempre hay algo que escapa entre las ranuras que separan el sonido del silencio, o en las variaciones tonales que declaran un estado de insolvencia en medio de un austero intercambio de signos. Hace unos días, Marie Bardet muy bellamente llamaba la atención a los cambios en la respiración, el tono de la voz, el recorrido de la lengua, como motores del deseo en la teoría –yo diría, los lenguajes– que cultivamos.
Me gusta pensar en las palabras como vibraciones que convocan sintonías compartidas. Cuando Francia Márquez se postuló a la presidencia de Colombia en 2022, lo hizo con una consigna sencilla pero cargada de fuerza vibrátil: “vivir sabroso”. Márquez, feminista negra y ganadora del Goldman Environmental Prize, había dedicado su esfuerzo a proteger su territorio de la minería ilegal. El lenguaje de su campaña, cotidiano y resonante, era más cerca del activismo comunitario que de la política electoral. "Vivir sabroso" proponía simultáneamente una vida alegre y a gusto, y tejer el bienestar y el florecimiento desde las experiencias sensoriales. La fuerza de esta consigna radica en esto mágico del lenguaje; las capas de sentido que se desplegaban y conmocionaban ante una disposición a la escucha.
Me pregunto qué pasaría si, en lugar de remar en esta marea de nuevos términos, imaginamos prácticas editoriales, de enseñanza y escritura que amplifiquen las muchas capas de sentido que anidan en cada fonema, grafía y gesto declarativo. Suely Rolnik habla de "palabras fosilizadas" refiriéndose a palabras que se han vuelto estáticas y sin vida, comparándolas con nudos en la garganta que impiden articular una voz viva. En el lenguaje cotidiano hay palabras ricas que, liberadas de su fosilización instrumental, pueden habilitar deseos colectivos y nuevas formas de vivir en la Tierra. Como en la convocatoria de Francia Márquez, estas modulaciones vitales, aunque imperceptibles, pueden ser revolucionarias.
¿Desde qué esquinas y movimientos atravesamos la escritura?
Responde: Sophie
Me recuerdas al trabajo de Gastón Gordillo sobre el "terreno", que conceptualiza como "la capacidad irreducible del terreno del planeta Tierra, por un lado, para interrumpir los lugares y territorios humanos en medio del calentamiento global y, por otro lado, para facilitar movilizaciones colectivas por la justicia social, climática, de género y racial". Gordillo describe terrenos geofísicos, pero me pregunto si el lenguaje podría ser visto como un terreno animado por diferentes formas de habitar y coexistir, también marcado por transgresiones, supresiones y olvidos. El lenguaje podría ser un común que incluye y excluye diversos modos de pensar, sentir y actuar. Me pregunto qué podría regalarnos el lenguaje si se reinventara así.
El terreno también me lleva a pensar sobre materialidades afectivas, que podría ser otra ruta para pensar esta “magia vibrátil” de la que hablabas. Los terrenos son volumen y verticalidad, se atraviesan y nos transforman, al igual que ocurre en el lenguaje. Pensando en lo que dices sobre Francia Márquez, es fascinante cómo cambia la economía de valor en el espacio del lenguaje cuando las palabras cotidianas se enmarcan como manifiestos o eslóganes, y luego se transforman en conceptos o teorías políticas. Pienso en otro concepto, “corazonar”, propuesto por el ecuatoriano Patricio Arias Guerrero y teorizado por la antropóloga Jenny García Ruales, y que ha sido clave en muchas luchas Indígenas y campesinas por la justicia ambiental en América Latina. Corazonar es una forma de ser y actuar que urde pensar y sentir, la lógica y la emoción, el conocimiento y el cuidado. Corazonar es razonar con el corazón, pero además es pensar con otros: co-razonar. Este concepto-práctica puede ser una base para aferrarse a la vitalidad colectiva, un terreno bellamente generoso que rechaza la separación entre cognición y sentimiento, habilitando un trabajo afectivo juntos en y a través de la diferencia de lo colectivo.
¿Cómo abonar lenguajes que habilitan formas cuidadosas de acompañarnos?
Responde: Alejandro
Yo vivo perdiéndome entre lenguajes e idiomas, que en últimas son terrenos complejos, pero en ellos también se pueden construir y habitar espacios comunes que pueden llegar a ser generosos. Cuando la palabra se cultiva como aquello que atraviesa y conecta cuerpos y personas, se habilita un espacio para que anide la sorpresa y lo inesperado, que son semilla para el pensamiento. Me emociona mucho encontrar escritos desde esta sensibilidad, donde el lector no es llevado por un camino, sino que es llamado a construir terrenos comunes, resonar con las palabras, a habitarlas y hacerlas propias. Los ensayos orales de Aílton Krenak, por ejemplo, tienen una potencia impresionante para movernos en el pensamiento Indígena contemporáneo en Brasil. O la trilogía de Fred Moten, marcada por una yuxtaposición de palabras e ideas de artistas, raperos y filósofos, termina revolcando nuestros hábitos de lectura y escucha. Son trabajos que provocan duda y sorpresa, que llevan a preguntarnos por lo dicho, o al menos a suspender patrones de lectura, abrirnos a otras formas de resonar, y sin duda a pensar.
¿Cuáles —y de quiénes— son las historias y conocimientos que estamos amplificando o silenciando con nuestras palabras?
Responde: Sophie
Otra manera de hablar de esto es haciendo un paralelo entre la diversidad lingüística y la biodiversidad. En la diversidad lingüística, la relación entre signo y significado nunca se resuelve, permanece abierta a una pluralidad de formas y expresiones que ocurren, necesariamente, en el encuentro encarnado. Es perderse un poco en los bosques y selvas del idioma. El "monolingüismo", en cambio y parafraseando a Vandana Shiva, fomenta un "monocultivo de la mente" que reduce peligrosamente el mundo a una sola dimensión: la transacción. Al igual que sucede con los monocultivos, siempre hay el riesgo de que una pequeña variación inesperada desencadene un efecto dominó que lo destruya todo. La diversidad lingüística, que se nutre de una ecología robusta de experiencias y conocimientos, enriquece nuestro pensamiento y nuestra relación con el planeta, contribuye a la flexibilidad y resiliencia de los sistemas ecológicos y culturales, ofrece otras formas de enfrentar los desafíos del presente. Esta relación entre la diversidad a través del lenguaje y los paisajes se encuentra en la propuesta del grupo de Investigación en Biodiversidad, Conservación y Cultura que lidero junto a Thom van Dooren en el Instituto Ambiental de Sydney (SEI).
Pero hay una cosa que sí me preocupa de esta diversidad lingüística, en el contexto de la economía de conceptos, y es el riesgo de que las experiencias y voces de los pueblos indígenas sean instrumentalizadas para validar o 'probar' el valor del lenguaje académico. Pienso en piezas que he visto, donde las comprensiones indígenas de la sentiencia vegetal se usan como ejemplos para 'probar' la fuerza de la filosofía occidental. Hay algo problemático, incluso colonizador, en aprovechar el encuentro con un mundo vivido para demostrar el valor de una teoría académica, en lugar de mirar a esos mundos vividos, y sus palabras, como fuentes legítimas de conceptos. Es algo que podríamos seguir recordándonos: que lo que consideramos como válido, y de dónde vemos que surge, importa a la ética y política de la producción del conocimiento.
Quizá un punto clave aquí, y que atraviesa nuestra conversación es: a quién o qué estamos buscando hacer justicia con nuestras palabras. Ese "quién" y "qué" puede ser humano o más-que-humano, pero creo que para pensarlo, es realmente importante quedarnos con algunas preguntas: ¿Qué tipos de trabajo — equivocación, traducción, multiplicación, refracción — intentamos lograr con las palabras? ¿Cómo hacemos lenguajes y conceptos que sean accesibles, inteligibles y accionables? ¿quién, en últimas, tiene el derecho de hablar con, por y contra comunidades socio-ecológicas, y sus vidas rápidamente cambiantes?