Fotos: Télam
Casi veinte años atrás, luego de los atentados a las torres gemelas del 11 de septiembre, Estados Unidos y sus aliados comenzaron una “guerra contra el terror” bajo la justificación de liberar a las mujeres afganas de la opresión de los talibán. Tras dos décadas de invasión militar, que incluyeron graves violaciones a los derechos humanos, la caída de Kabul y la nueva toma del gobierno por parte de los talibán volvió a poner el foco en la situación de las mujeres, ubicándolas -una vez más- en el lugar de víctimas pasivas de una sociedad que se presenta como bárbara y atrasada.
La obsesión de Occidente con el sufrimiento de las mujeres musulmanas no es nueva y, sobre todo, no es inocente. El clamor mundial por la libertad y los derechos de las afganas, impulsado en 2001 por las primeras damas del momento, Laura Bush y Cherie Blair llevaba implícita una idea formulada casi un siglo antes con la misma intención: legitimar la invasión de los países de mayoría musulmana. Con este fin se actualizó la construcción del islam como enemigo de Occidente y el imaginario de la mujer musulmana como oprimida y víctima que debe ser salvada.
La clásica formulación de Gayarti Spivak de que los “hombres blancos buscan salvar a la mujer de color del hombre de color” toma una forma más peligrosa cuando las feministas blancas hacen suyo ese discurso que impregnó incluso a los sectores y medios de nuestra geografía que se piensan como progresistas. Allí desfilan improvisados analistas internacionales hablando del islam y el status de las mujeres, dos cuestiones que se presentan como irreconciliables. Las limitaciones de esta premisa tienen al menos tres causas:
-La primera es que sobredetermina el status de las mujeres a cuestiones relativas a “su cultura” y lo hacen inmutable, con la conclusión de que su emancipación es imposible hasta que se liberen del islam.
-La segunda es que oculta la historia del desarrollo de regímenes represivos en la región y el rol de Estados Unidos y sus aliados en esa historia, fomentando únicamente la rivalidad entre Occidente, donde las mujeres son libres, y las sociedades musulmanas donde las mujeres están ocultas bajo un velo que simboliza su opresión.
-La tercera es que la imagen de la mujer musulmana como poco más que una esclava ha contribuido históricamente a la construcción de la libertad imaginaria de la mujer occidental.
Así, el repentino y fugaz interés de los medios en el posible deterioro de los derechos de las afganas se funda en estas limitaciones e informa más sobre los medios y la forma en la que consumimos el sufrimiento ajeno, que sobre la realidad de las afganas. En el marco de las discusiones actuales y del fortalecimiento del movimiento feminista como sujeto político no deberíamos esquivar estas cuestiones y preguntarnos ¿Por qué necesitamos salvar a las mujeres afganas?
La obsesión occidental con el velo y la identificación de su uso con una supuesta opresión/sumisión ancestral de las musulmanas tampoco es nueva. A comienzos del siglo XX, las europeas apoyaban y fomentaban la misión civilizatoria del colonialismo para liberar a sus “hermanas musulmanas” tal como en 2001 lo hacían las primeras damas y hoy lo hace nuevamente el feminismo colonial y buena parte del progresismo global. En el caso afgano, el burka ha pasado a simbolizar invariablemente la opresión de las mujeres y su imposibilidad de cualquier acto de resistencia, sin mediar ninguna contextualización o esbozo de comprensión.
El burka es una pieza usada tradicionalmente por las mujeres del pueblo pastún, uno de los numerosos grupos étnicos de Afganistán. Como muchas otras formas de velación, simboliza la respetabilidad de la mujer que lo porta y la pertenencia a una comunidad específica además de proteger de las miradas y el acoso de los hombres fuera del hogar. De esta manera, se porta como una forma legítima de transitar el espacio público. En los países de mayoría musulmana los motivos que cada mujer tiene para llevarlo son variados, pero suelen responder a los estándares sociales que se consideran apropiados en su comunidad.
Con el regreso de los talibán al poder comenzaron las especulaciones de si se reestablecería la obligatoriedad de su uso, así como otras medidas tomadas en su gobierno de 1996-2001 en relación a las mujeres, sin dar cuenta de las violaciones a sus derechos en el largo plazo, cometidas desde el comienzo de la ocupación soviética y la insurgencia de los muyahidines hasta el reciente fin de la ocupación estadounidense. Lo cierto es que más de cuarenta años de guerra continua destruyeron la sociedad civil, la comunidad de clanes y la estructura familiar que eran el soporte de una economía debilitada y esta nueva instalación de los talibán vino a empeorar una situación ya de por sí negativa para las mujeres.
A pesar de que la maquinaria morbosa de los medios da por hecho el regreso del apartheid de género -¿habilitando el camino para una nueva invasión? - ninguna medida ha sido anunciada oficialmente por el gobierno de Kabul. Una vez más, la narrativa apunta a que el odio intrínseco de los talibán hacia las mujeres, a quienes quieren hacer desaparecer bajo un burka, es por cuestiones religiosas o culturales, invisibilizando los factores históricos, políticos y sociales que propiciaron la instalación de esas medidas.
Como muchos otros países musulmanes, algunos sectores de la élite afgana atravesaron un proceso de modernización en las primeras décadas del siglo XX que dejó atrás prácticas tradicionales como el uso del velo y la reclusión femenina, promoviendo la igualdad de las mujeres. Sin embargo, su situación comenzó a degradarse a partir de la invasión soviética de 1979, el comienzo de una sucesión de conflictos armados y la militarización de la sociedad. Durante la década del ochenta la ayuda humanitaria se ocupó del pueblo afgano mientras la CIA y Arabia Saudita financiaban a los muyahidines en su combate con la fuerza invasora, pero luego de que las tropas soviéticas se retiraran en 1989 la ayuda se detuvo.
Tras la salida de esta potencia las muchas facciones de muyahidines comenzaron a pelear entre ellas y de una segunda generación surgieron los talibán, un grupo que creció en los campamentos de refugiados pakistaníes. Entrenados con manuales estadounidenses regresaron a Afganistán en el marco de la guerra civil y nacieron oficialmente como organización en 1994. Dos años después, establecieron el Emirato Islámico de Afganistán beneficiándose de las divisiones entre los muyahidines y el vacío de poder dejado por una gran potencia, tal como sucedió ahora.
Todavía usan los manuales estadounidenses, sólo que tacharon donde decía “soviético” y escribieron “americano”.
Así, los talibán nacieron atravesados por los proyectos imperiales y los resabios de la guerra fría. Esto forjó su particular carácter intolerante y segregacionista; se criaron en una sociedad completamente masculina, en un ambiente donde el dominio de las mujeres y su exclusión era un símbolo de virilidad y reafirmación de su compromiso con la yihad. No son producto de una cultura basada en el islam, sino de una cultura de la guerra que buscó “limpiar” a la sociedad y donde la discriminación de las mujeres se convirtió en un elemento de resistencia a los gobiernos occidentales. En ese momento, como ahora, las mujeres fueron las primeras en rebelarse contra sus excesos. Las agencias internacionales optaron por “respetar las costumbres y la cultura local” y luego se retiraron del país abandonando todos los proyectos en los que muchas de ellas trabajaban. Cuando los talibán cerraron las escuelas para niñas y comenzaron las prohibiciones, nadie alzó la voz.
Los nuevos gobernantes provenían de las provincias pastunes más pobres, conservadoras y menos educadas del país, donde sus mujeres siempre habían usado el burka y no iban a la escuela simplemente porque no las había. Los talibán trasladaron su experiencia con las mujeres a todo el territorio nacional y justificaron su política basándose en su particular interpretación del Corán. El resto del país, diverso como es, en aquella época no compartía estas tradiciones.
En algunas ciudades las mujeres habían abandonado a comienzo de siglo el uso del velo y vestían a la occidental, como se ha visto en alguna foto que circula por las redes en estos días, donde la ecuación ya formulada entre libertad occidental y opresión musulmana se resume en minifaldas versus burkas sin dar cuenta de la dimensión de clase: sólo una pequeña élite vestía a la moda occidental mientras el país tenía apenas un 18% de su población alfabetizada. Un asesor en seguridad de Donald Trump usó esta misma foto hace exactamente cuatro años como prueba de que si la cultura occidental una vez había cimentado en la sociedad afgana bien valía la pena quedarse allí algunos años más. Dos décadas de ocupación no pudieron imponer la minifalda sino más bien fomentaron la insurgencia de los talibán que finalmente volvieron a tomar el poder. Para los afganos estas imágenes recuerdan un pasado en el que el futuro parecía prometedor, que traería secularismo, desarrollo, modernidad. Un futuro que quedó trunco por la revolución, la guerra, la represión y la ocupación.
En su ensayo fotográfico “Érase una vez en Afganistán”, Mohammad Qayoumi recupera su archivo de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta donde se puede ver a mujeres asistiendo a la universidad, trabajando como enfermeras o tomando un autobús. Si bien las imágenes han sido utilizadas para ejemplificar cómo era la vida antes de los talibán, el mismo año de su publicación, 2014, el presidente Hamid Karzai aprobó un Código de Conducta que dictaba que las mujeres no podían viajar sin un tutor varón y habilitaba la violencia doméstica. Karzai, que gobernaba con el beneplácito del gobierno estadounidense, había luchado contra los soviéticos y sido parte del gobierno derrocado por los talibán en 1996. De regreso al poder y al momento de la publicación del Código, sostuvo que no restringía las libertades de las mujeres y que se basaba en el islam. Convenientemente, las fuerzas de ocupación miraron para el costado por respeto “a la cultura local”.
El uso del relativismo cultural, el reduccionismo y la difusión de las imágenes de las mujeres musulmanas, son también armas que se utilizan para hacer de sus derechos una moneda de cambio entre los señores de la guerra y los poderes imperiales. La vieja retórica salvacionista (Abu-Lughod, 2002; Mignolo, 2008) se actualiza como parte de un discurso colonial que legitima los imaginarios construidos en torno a las mujeres musulmanas y el uso político que se hace de ellas para llevar adelante proyectos coloniales. Promover una narrativa salvacionista sin escuchar las voces de las afganas ni demandar un proceso de justicia transicional en el que se juzguen las violencias cometidas contra ellas por todos los actores del conflicto es ser cómplice de esta narrativa y de sus usos políticos. Es necesario historizar la violencia de género por fuera del análisis coyuntural -apurado, dicotómico- y a las miradas sesgadas que absuelven a una amplia gama de perpetradores, así como las complicidades y silencios históricos evidenciados en las representaciones contemporáneas de la violencia de género en Afganistán.
*Este artículo fue publicado el día 19/08 y editado el día 24/08