Fotos gentileza UNSAM (Pablo Carrera Oser) e Inmunova
En el campus de la UNSAM no vuela un carpincho ni pasta una mosca, pero es un silencio imperfecto. Sobre una esquina, como gases empujados por el calor, se arraciman, febriles, apenas una docena de concurrentes mientras el músculo presencial descansa, el afán del encuentro del resto de la Universidad duerme. Son los investigadores que necesitan de sus laboratorios en Miguelete y que no pueden virtualizar más que una parte de su trabajo, incluso en medio de la cuarentena forzada por el nuevo coronavirus.
“Durante el primer mes, en el ya lejano marzo-abril, sólo saludaba a los perros y a mosquitos hambrientos porque no tenían dónde picar. En Chemtest, dentro de la Fundación Argentina de Nanotecnología (FAN) que está acá en el campus, éramos cinco. Yo iba y venía por los caminos del campus, como abandonado del mundo. Hacia mediados de abril ya había algo más de más gente, y más cuando avanzamos en el desarrollo de tests rápidos en mayo. Y ahora somos 15 personas”, dice Diego Comerci, doctor en biología molecular y biotecnología.
El nuevo virus detectado un Wuhan, una partícula del orden de los nanómetros, en su insignificancia modificó planes, destruyó proyectos y retó la vida de miles de millones de personas que se ajustan como pueden a nuevas normalidades, nuevas obligaciones y al Zoom, más omnipresente que camello en el Corán. Sin contar los cambios que están en proceso, algunos que se avizoran y otros que apenas si se sospechan (políticos, económicos, ambientales, científicos).
Para buena parte de los siete millones de científicos del mundo implicó un cambio en su objeto de trabajo. Brutal para muchos, sutil para algunos. Saltar de la investigación de un coronavirus a otro –éste es el séptimo que contagia a humanos- puede implicar un cambio medible en la secuencia genética del objeto de estudio; lo mismo si el trabajo consistía en buscar maneras de detectar clínicamente agentes infecciosos o la epidemiología de una enfermedad producida por otro virus. O si se estaba en camino del diseño de una vacuna en particular; o si se estudiaban las conflictivas relaciones entre el ambiente y el predador humano. Apenas un “recalculando” camino al objetivo final. Si, en cambio, el campo era la física de partículas o mecanismos del cáncer, la readecuación y lo que los economistas llaman “costo de oportunidad” puede llegar a ser grande.
En ese sentido, la tradición médica investigadora argentina es notable, y como sistema se adaptó bien al drástico giro y logró desplegar una financiación razonable dentro de su historia y posibilidades. La tentación para la cita es remontarse a los estudios de Bernardo Houssay o las investigaciones de Luis Federico Leloir, para nombrar a los primeros premios Nobel, pero lo cierto es que son los emergentes de una tradición que los trasciende y la simple enumeración de científicos argentinos de áreas biomédicas podría llevar páginas.
“Desde lo conceptual hay una conjunción de actitud y aptitud. La universidad ha hecho durante muchos años de la formación básica y la investigación básica una fortaleza. Esa es la aptitud. Y después está la actitud de los investigadores, que pudieron reconvertirse rápidamente y dar respuestas reasignando parte de sus procesos de investigación y desarrollo, y muchísimas horas de sus vidas, a las necesidades urgentes”, dice el rector de la UNSAM, Carlos Greco.
Test moleculares de detección rápida de covid, suero hiperinmune, un proyecto de vacuna: todo se imaginó, proyectó y se desarrolla en las mesadas de los laboratorios del Instituto de Investigaciones Biotecnológicas, una mole hormigonada de 4 mil metros cuadrados en el centro del campus Miguelete de la UNSAM. “El edificio se llama ‘Rodolfo Ugalde’, un científico extraordinario, visionario, discípulo de Leloir. Es imposible no trazar una línea entre el pensamiento y la acción de Ugalde y lo que hoy son estos desarrollos que hace la Universidad frente al covid. Cuando una institución, un país, tiene el talento de unos científicos que entregan los mejores años de su vida a la ciencia, a crear conocimiento, bien común, lo que se debe hacer es valorizar esa tradición, sostenerla y reproducirla”, agrega Carlos Greco.
Ahí, en ese pasado y esa tradición, se sostienen los investigadores de la Universidad Nacional de San Martín, en ese campus de 16 hectáreas al borde de la avenida General Paz, que como parte de un sistema nacional científico, a menudo disgregado y vilipendiado, reaccionó ante pandémicas necesidades. Desde tiras reactivas al suero hiperinmune, de la generación de monitores hasta un proyecto de vacuna, desde la detección del flujo de movilidad de los ciudadanos hasta las razones y consecuencias sociales de una crisis que pega redundantemente en los más vulnerables.
Las estrategias
“Descansamos un día a la semana y entre todos cubrimos todos los días. Tratamos de no parar el proceso. Hacemos algunas reuniones por Zoom, cuando se puede, para no juntarnos. Esto fue complicado: somos diez mujeres, de las cuales sietes somos madres, y dos varones. Mis hijas tienen 16 y 13, se la bancan adentro, pero para las que tienen hijos más chicos es complicado”, dice Juliana Cassataro, especialista en inmunología, enfermedades infecciosas y desarrollo de vacunas.
Para acorralar al Sars-CoV2 hace falta saber dónde está. La cuestión de los diagnósticos fue y sigue siendo de las más mentadas, por carencias y por excesos. La más difundida de las metodologías es a través de la ampliación de un fragmento del virus con la técnica por reacción en cadena de la polimerasa (que explica la sigla inglesa PCR). Pero en el afán de testear más y mejor se buscaron alternativas que saltearan esa PCR que requiere un nivel de equipamiento y de seguridad biotecnológica de mediano a alto. Algunos grupos, como el de Diego Comerci, de Chemtest -una asociación público privada entre el Instituto de Investigaciones Biotecnológicas de la Unsam y el Conicet-, lo lograron.
A un costo alto personal: él dice que la vida le cambió desde el 9 de marzo y que ya está “hecho pelota” por la cantidad de trabajo sin descanso (¿qué era un fin de semana?) y por tener que hacer gestiones extra laboratorio. Cuando le dijeron que podía adaptar sus recién estrenadas tiras diagnósticas para dengue al covid, su primera reacción había sido decir no. Pero al otro día ya estaba reunido para definir cómo hacerlo. Había un temor generalizado por la falta de insumos, de diagnósticos, de tratamiento, había que salir a hacer algo, dice, y ese fue el espíritu de ese marzo que hoy parece borroso como un sueño.
“Veníamos trabajando en dengue, esa era nuestra epidemia”, remarca. Los UNSAM/Chemtests se juntaron con investigadores de la Universidad Nacional de Quilmes que trabajaban en detección de clamidia (una infección de transmisión sexual) y obtuvieron la financiación con rapidez de varias vías; una de ellas, la Secretaría de Asuntos Estratégicos de la Nación; otra, la llamada Unidad Covid, creada por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, la Agencia nacional de promoción científica y el propio Conicet.
Algo que a menudo se olvida es que los investigadores no sólo investigan. Hay toda una sociología de la investigación, no sólo de tomar la decisión de qué se investiga, cómo, sino de la financiación y la manera en que se gestionan las relaciones entre el laboratorio y (otras) instancias estatales. “Fue todo muy estresante, porque por momentos me sentía un operador de bolsa. Caminaba por el instituto vacío todo el día con el teléfono. Había que coordinar con la Anmat, con la Afip, con el Senasa, con la Aduana. Fue intenso y positivo. Se estableció un sistema de vuelos sanitarios de Aerolíneas Argentinas a China que sigue funcionando. En un momento hasta me choqué con la guerra que hubo entre potencias por los insumos críticos”, cuenta Comerci a Anfibia. Entre otras cosas, trajeron tres investigadores del grupo de Quilmes que habían quedado en el exterior (Alemania y Colombia) en marzo; gestionaron 30 órdenes de compra en el extranjero con exención impositiva a través de un sistema que estaba herrumbrado, “hasta aprendí de comercio exterior”, se ríe Comerci, que se encontró de madrugada haciendo gestiones con la embajada china. Salvar esas vallas fue una de las búsquedas.
El trajín dio frutos. “Lo bueno fue que cuando se hizo la primera ronda de tests, con diez prototipos, hacia el 13 de abril, todos anduvieron bien. Era cuestión de usar el más simple y más robusto. Ahí me relajé, estábamos en camino, teníamos diagnóstico”. Después vinieron cajas, se hizo el empaquetado, se continuó con las regulaciones, lo comercial. El resultado se bautizó “Ela Chemstrip” y ya se usa en hospitales de la provincia de Buenos Aires y otras provincias (una parte de la producción la distribuyó el Anlis-Malbrán) mientras no dejan de hacer capacitaciones para su uso y comprensión e intentan escalar la producción. La parte humana no es fácil, admite Comerci. Una de las cosas que evidencia la crisis es que un respirador se puede comprar e incluso fabricar, pero la formación de los recursos humanos para su manipulación requiere en ocasiones años.
Ahí no se acaba la historia para los investigadores de UNSAM. Ahora buscan un sistema más sencillo de hisopos, que no requiera tanta bioseguridad en su manipulación post extracción del paciente, y que prescinda de la necesidad de purificar el ARN del virus.
Nutrirse. En la soledad del campus, con el buffet cerrado por las medidas de distanciamiento, los investigadores también tienen que pensar estrategias para una supervivencia más elemental: la propia. Juliana Cassataro se lleva la comida y los miembros de su equipo se alternan para no compartir mesa. María Laura Cerutti apela a la sopa instantánea o al simple café con leche y galletitas; la opción de la estación de servicio está ahí, pero sale bastante cara. Daniel de Florian, en cambio, es de los afortunados que come en su casa.
Los temores de marzo: no sólo había que conseguir testear rápidamente sino que había que atender con respiradores artificiales a quienes el virus les hubiera afectado la capacidad pulmonar. El temor era que la escasez hiciera que los médicos tuvieran que elegir a qué paciente se oxigenaba y a cuál no. Federico Golmar, decano de la Escuela de ciencia y tecnología (ECYT) de la UNSAM, cuenta que en marzo advirtieron lo que se venía y se pusieron a pensar de qué manera colaborar con el esfuerzo colectivo. Entonces, intentaron primero con el prototipo de un respirador, pese a que Argentina tiene una fábrica en Córdoba que abastece buena parte de Sudamérica y que son los que conocen los intensivistas que los manipulan. Lo obtuvieron pero, en distintas pruebas, los médicos dijeron que ya estaban adaptados a usar los que se encuentran en el mercado.
El siguiente paso fue un monitor de variables respiratorias también para terapia intensiva, también financiado por la Agencia de promoción científica. “Es un medidor de parámetros respiratorios. A través de sensores se ve en una pantalla lo que le pasa al paciente las 24 horas. Mide presiones y flujos, concentración de oxígeno”, dice Golmar. Está en la etapa del diseño y tras las aprobaciones de Anmat llegará en algún momento al mercado, previa adopción por alguna empresa. El grupo, que sumó 16 personas, hizo casi todo el trabajo de manera remota.
"Lo que me cambió es que de un día para el otro trabajo en casa y voy a UNSAM una vez cada mucho. Es raro que no haya nadie. Ves el campus vacío y sabés que es la nueva vida. La Escuela cambió muchísimo. Adaptamos las cursadas a virtuales, reordenamos todo el sistema. Fue una logística enorme de gestión. En lo personal, ahora me cuesta más separar trabajo de no trabajo. Tenemos reuniones hasta las ocho de la noche y es normal; sin feriados, sin fines de semana. Es como que uno siempre está. La vida ahora es un continuo de trabajo", dice Federico Golmar, especialista en nanotecnología.
Caballo regalado
Una vez diagnosticado el covid, se sabe, harán falta tratamientos para ese porcentaje del 5 a 15% que requerirá algún tipo de atención hospitalaria. Conseguir una respuesta inmunológica ayudada fue la tarea que se autopropuso el equipo de Fernando Goldbaum. Como Comerci, Goldbaum es investigador (en UNSAM, en el Instituto Leloir) y creó, con apoyo de capitales privados, una pyme de base tecnológica: Inmunova (también incubada en la FAN). “Tengo varios sombreros”, metaforiza. Lo que hizo su grupo fue generar un suero hiperinmune obtenible tras la infección a caballos que pueden generar mucha más cantidad que, por ejemplo, un humano recuperado que dona plasma. “Es una estrategia terapéutica similar o complementaria al plasma; es un tipo de inmunización pasiva. En el caso del plasma de recuperados se les da anticuerpos de otros pacientes; en este caso, se producen a gran escala anticuerpos heterólogos para preparar un medicamento con fragmentos de esos anticuerpos. El objetivo es terapéutico, pero dirigido a pacientes entre moderados o graves con menos de diez días de aparición de síntomas.
El objetivo es evitar que esos pacientes lleguen a terapia intensiva”, dice Goldbaum. A fines de julio comenzaron los ensayos clínicos imprescindibles para saber si la propuesta funciona más allá de la teoría y el tubo de vidrio. Será con 250 personas, en unos 15 hospitales y clínicas, con la técnica de doble ciego en la que ni los médicos que administran ni los pacientes que reciben saben si son uno de los 125 que reciben un placebo o el medicamento.
“Somos optimistas”, se ríe María Laura Cerutti, investigadora del Conicet en el Centro de Rediseño e Ingeniería en Proteínas (CRIP) de la UNSAM, que colabora en una parte –justamente de proteínas- del desarrollo del suero hiperinmune. “El poder neutralizante de estos anticuerpos equinos es muy superior al del suero del plasma, entre 20 y 200 veces superior. Al ser un producto industrializado se produce en la cantidad que uno necesite y no hay que buscar pacientes recuperados”, agrega. “Ella lleva varios meses trabajando más de doce horas por día en el proyecto”, la elogia Goldbaum. “Trabajar tanto en un proyecto así es por un lado gratificante y, por otro, agotador; es un continuo de laboratorio y reuniones virtuales”, dice ella. Pero la concentración en un objetivo puntual le hace olvidar que allá afuera hay una pandemia y que la gente hace meses que está mayormente encerrada: “No podemos pararnos a meditar sobre todo eso. Al estar en la vorágine (del laboratorio) no me doy cuenta del impacto del proceso general, no somos tan conscientes”.
Hasta la irrupción del Sars-CoV2 el grupo de Cerutti trabajaba en la mejora del proceso productivo de un anticuerpo para tratar el cáncer de mama. “No extraño mi trabajo previo porque está bastante relacionado, no cambiamos radicalmente. Es el expertise que llevábamos. No sólo por la articulación con empresas y trabajos a demanda sino porque estamos armando un área de proteínas complejas que se producen en mamíferos”, afirma.
Composición tema: la vacuna
“No pongas que soy la esperanza argentina”, pide Juliana Cassataro.
Y claro: leer que un grupo de investigadores locales está trabajando en una vacuna, si bien es cierto, puede llevar a conclusiones apresuradas y a falsas esperanzas: quizá el principal desliz ético del periodismo de salud, elevado a la enésima potencia en medio de una pandemia brutal.
“Somos el plan Z”, exagera en su modestia con la intención de que el mensaje quede claro. Lo cierto es que Cassataro lidera un equipo de doce investigadores cuyo objetivo es avanzar lo más posible en la obtención de un producto que logre inmunizar a las personas; eso generó algunos de los títulos exagerados que la incomodan. No es el único grupo argentino que encaró semejante tarea y se anotó entre el centenar de laboratorios que reconoce la OMS: un equipo de la Universidad Nacional del Litoral está en semejante camino y con idéntica estrategia, lo que hace factible que se genere una colaboración.
El laboratorio donde Cassataro y su equipo investigan está al lado del de Comerci, así que las discusiones y charlas se pueden dar barbijo y puerta mediante; también está cerca el grupo de Cerutti. “Lo lindo de nuestro grupo es que es multidisciplinario: dos de las virólogas ven si las secuencias mutan; el resto estamos haciendo proteínas que vamos purificando. Y tratamos de empezar a probar las fórmulas en ratones”, dice. En general, Cassataro cree que hay bastante poca producción de vacunas en el país, que existe la capacidad de producirlas pero hay que generar la maquinaria.
“Aunque seguramente habrá otra vacuna antes que la nuestra, quedaremos capacitados para la próxima pandemia”, dice. En tal sentido, reconoce que para los grupos que están atrasados es difícil la parte mental, pensar que igualmente el esfuerzo vale la pena aunque haya proyectos de vacunas que estén por empezar la fase III de los ensayos clínicos (incluidos en varios países de Sudamérica, como Argentina) a la vez que advierte que a veces la primera camada de un intento de vacuna no funciona. Algo en extremo peligroso en un mundo con una minoritaria pero intensa campaña antivacunas. “Hay que tener un fuerte compromiso entre lo rápido que van a largarlas sin evaluar detalles y la seguridad y eficacia. Para mí es fundamental. No quisiera que la mía se hiciera en dos meses, que se evalúe el tiempo que se tiene que evaluar, con los tiempos que corresponden”, concluye.
Ciencia para quién
"Dejamos buena parte de nuestra tarea habitual de investigación, horas de familia, para trabajar 18 horas por día. El costo personal fue grande. Pero es una época muy especial, son trabajos que no se hacen normalmente", dice Daniel de Florian.
De Florian es físico, investigador superior del Conicet y director del Centro Internacional de Estudios Avanzados (ICAS) de la Escuela de Ciencia y Tecnología de la UNSAM. Él también reacomodó en tiempo récord su trabajo. En equipo con la empresa Telefónica se dispuso a estudiar la movilidad ciudadana durante la pandemia para ver cómo se mueve el virus transportado por los humanos que transportan celulares. “Queríamos encontrar indicadores precisos de movilidad ciudadana para darles a los organismos de gestión de gobierno y a la vez respetar la privacidad de la gente, no usar datos comprables con GPS o redes sociales. Queríamos evitar eso. En esa tensión entre salud y privacidad hay un camino intermedio”.
Lo que hicieron en concreto fue registrar los movimientos de los celulares que se comunican miles de veces por día con las torres de recepción de señales más cercanas, lo que permite triangulaciones. Son una diez millones de líneas. “Nos interesaba ver los patrones de movimiento colectivo, no individuales, en una determinada localidad. Y darlos desagregados por día y barrio”. Eso confirma por un lado que los humanos modernos van adosados a sus celulares como si fueran una imprescindible prótesis de silicio y estadísticamente deja saber cuál es la movilidad que además permite distinguir sábados, domingos, ver si llueve o si hay manifestaciones y cortes. El índice es simple y determina cuánto se mueve en promedio alguien y lo comparan con la primera semana de marzo, belle epoque con clases y sin restricciones. “Vemos que bajó drásticamente al comienzo de la cuarentena (20 de marzo) y fue subiendo de manera constante, 0,3% diarios, hasta las nuevas medidas que terminaron este fin de semana (17 de julio). Ahora bajó pero no tanto, estamos como la primera semana de mayo”, detalla.
Además de la movilidad en sí, se puede mirar cuántas personas ingresan por ejemplo a la Ciudad de Buenos Aires. Esos insumos son usados por el Ministerio de interior y Jefatura de gabinete y 23 de las provincias (curiosamente, Misiones lo rechazó) con una herramienta web. Esa primera parte del trabajo derivó en otra: analizar los llamados al 148 de emergencias en la provincia de Buenos Aires para ver dónde hay brotes. Como la correspondencia entre llamados y casos no es una a una, usan algoritmos de Inteligencia Artificial para enseñarle anomalías o excesos de llamados y a partir de ahí sí identificarlos. Así, dice de Florian, hallaron el brote de Villa Azul, donde se dispuso de un gran operativo para evitar contagios con barrios aledaños. El servicio es gratuito al menos hasta septiembre; si se cotizara el valor sería de varios miles de dólares.
Si no se sabe a quién y cómo afecta el virus, quizá la ciencia queda en un plano de abstracción. Esa es la pata a menudo obliterada de la investigación: las imprescindibles ciencias sociales. En especial, los cruces (palabra que gusta particularmente; o, mejor: entrecruzamientos) entre salud y análisis sociológicos. En eso está un grupo de investigadoras del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la UNSAM, cuyo proyecto también obtuvo financiación de la Unidad Covid. “Relevamos zonas con necesidades básicas insatisfechas, hacinamiento, falta de agua potable, como asuntos estructurales que inciden en la salud y específicamente en el covid”, dice Flavia Demonte, una de ellas.
El grupo trabaja en los lugares con más alta prevalencia de covid al momento de armar el proyecto: el área metropolitana de Buenos Aires y el gran Resistencia (Chaco), donde identificaron los hogares con dificultades de vivienda en barrios puntuales. La intención es monitorear semana a semana el estado de la población. El tema es que por razones de cuarentena deben hacerlo a través de referentes y personajes claves de la vida de los barrios que les cuentan si hay infección por covid y les dan detalles de la experiencia del aislamiento social obligatorio, y los impactos sociales y a todo nivel que genera. “La presencialidad del trabajo de campo no puede ser disputada, es imprescindible. Pero la sorpresa de estas situaciones es que sí se puede relevar información seria, sistemática, crítica, ensayando otras maneras. Eso es un aprendizaje”, explica Demonte. Y no sólo: “Articulado con eso hacemos un relevamiento de medios, redes sociales para ver dónde aparece la discusión pública, que rumores circulan”. La certeza es que hay relaciones entre condiciones de vida y la salud y la atención. “Agregamos información más compleja y minuciosa, con un listado de obras de infraestructura y servicios públicos necesarios para mejorar la situación. Con covid y otras enfermedades, porque el covid empeora situaciones preexistentes”, insiste.
El proyecto generará resultados en sesenta días, seis meses y un año. Como se trata de información para la toma de decisiones y para argumentar y mejorar políticas, las investigadoras buscan que el resultado sea “amigable”. “Ese es otro desafío porque la academia está acostumbrada a divulgar el conocimiento en soportes clásicos, ponencias, artículos, pero este proyecto nos cambia también la manera de difundir. La idea es que lo pueda leer un funcionario, más allá de la comunidad científica. Un desafío ad hoc”, dice; por eso, cuentan en el equipo con un diseñador web, entre otros expertos en esa interfaz.
“Es un virus que se amplifica con condiciones de vida deficitarias”, resume Demonte.
Una sentencia que vale tanto para el Primer Mundo (el virus pegó más, por ejemplo, en latinos y afrodescendientes de los Estados Unidos), como para la región más desigual del planeta: América Latina. Un silencio que continúa y se profundiza. El 2020 se recordará -entre otras cosas- como el año en el que se detuvo el mundo. Aún no se sabe cómo volverá a moverse, en qué sentido, bajo qué paradigma; lo seguro que la ciencia, vía tratamientos, vía vacunas, tendrá bastante que ver. Desde este rincón del planeta, los investigadores argentinos habrán hecho su parte.