Nos pasa cada vez más seguido: nos enfrentamos a eventos que no entran en nuestro marco de percepción cotidiana. Son instantes en los que el tiempo se detiene y se altera de manera concreta y radical cómo se nos presenta el mundo. No entendemos nada. ¿Qué está pasando?
Puedo identificar cuándo fue ese instante en mi vida, la primera vez que me topé con una presencia inesperada y hasta ese momento invisible. Fue al ver las paredes antiguas de un aljibe, en el Monasterio de Santa Catalina, esquina San Martín y Viamonte, en CABA, cuando descubrí las comunidades vegetales que habitan la ciudad, en cada pared agrietada, en cada baldosa rajada. Modestas plantitas que nacen, habitan, mueren y vuelven a nacer en cantidades que difícilmente podemos medir. El encuentro con estos seres a los que nunca había tomado en serio, me resultó abrumador. Me puso ante un fenómeno de cuya escala no había tenido conciencia, y que tampoco en ese momento pude comprender o definir. Lo vegetal perturbó mi capacidad de aprehender el mundo que habito, la forma en la que este mundo se despliega, mi presencia en él.
Desde entonces volqué parte de mi investigación artística hacia ese tema, y me contuvo el pensamiento del filósofo inglés Timothy Morton vinculado a los hiperobjetos. En El pensamiento ecológico Morton dice que un eslogan para estos tiempos puede ser “Dislocación, dislocación, dislocación”. ¿Qué hay que dislocar? Entre otras cosas, la escala en la que pensamos. Y entre otras cosas más, el lugar que las personas humanas ocupamos en esa escala.
Dislocar la escala, por ejemplo, podría ser asumir que esos yuyos que pisamos a diario caminando por las veredas de casa o cruzando calles adoquinadas son parte de una extensa red dilatada en tiempo y espacio, en relación con la cual nuestra presencia es fugaz e insignificante. Sólo un pensamiento “dislocante” nos permite entender la magnitud de ambas realidades. Los hiperobjetos son cosas “‘hiper’ en relación con alguna otra entidad, más allá de que sean producidos o no por seres humanos”. Un hiperobjeto puede ser un agujero negro, un campo petrolero, el plutonio, el planeta Tierra, la atmósfera, el calentamiento global. No es una función de nuestro conocimiento, existe en relación con “los gusanos, los limones y los rayos ultravioletas, así como con los humanos”.
Calentamiento global, cambio climático, acidificación de océanos, pérdida de biodiversidad, contaminación de suelos y aguas, interferencia en los ciclos globales de nitrógeno y fósforo, presencia de microplásticos y metales pesados en el suelo, en el agua y en organismos, incluidos los humanos. Nuestra experiencia de los hiperobjetos es parcial porque su manifestación es siempre no-local, en parte porque involucran magnitudes temporales y espaciales que escapan a la escala humana y se manifiestan en múltiples dimensiones. Por eso nos resultan invisibles, salvo en lo que Morton llama sus efectos interobjetivos gracias a los que pueden detectarse por sus propiedades estéticas. Cuando el mundo vegetal me dio ese “sacudón” pude experimentar —aun sin saberlo en ese entonces— una pieza, una pequeña porción, de una magnitud espacio temporal de 500 millones de años y de toda una extensión planetaria.
La viscosidad hace que los hiperobjetos nos atraviesen virtualmente, seamos conscientes de esto o lo ignoremos. La galaxia que aloja el planeta en el que vivimos, las partículas cósmicas que lo bombardean, las células que conforman nuestro cuerpo son hiperobjetos de los que no podemos deshacernos. Si nos sentimos ajenos a esa inmensidad del cosmos es por una construcción psíquica e ideológica, quizá para protegernos de la cercanía de las cosas.
La perspectiva de Timothy Morton es algo pesimista: negamos para protegernos de la cercanía de eso que ya está aquí. Graciela Speranza también se refiere al tema, y aporta: “aquieta pensar que el arte puede ver lo que no vemos y convertirse en caja de resonancia”.
¿Qué formas narrativas pueden desplegarse desde el arte para atraer la mirada y acelerar la reflexión, estimular derivas de pensamiento para imaginar un futuro posible para el planeta? Dentro del contexto latinoamericano, hay nuevas escenas que generan relatos sobre el Antropoceno y los sufrimientos socio-bio-territoriales que el cambio climático provoca. Muchas se inscriben en activismos más o menos locales, pero en conjunto confluyen en la idea de que el mundo que habitamos no pertenece exclusivamente a la especie humana. Así, aparecen gestos poéticos que cuestionan la dicotomía naturaleza-cultura, entablan diálogos interespecies, resignifican y hacen estallar los usos de la tecnología y de la ciencia habituales cuestionando, incluso, el propio concepto de vida y sus resonancias. Generan piezas, instalaciones y performances que señalan las marcas imborrables del Antropoceno en los cuerpos atmosféricos (planetario, humano, no-humano). Señalan, también, futuros posibles. Permiten hacer visible lo que no se ve y aquietar, aunque sea aun poco, la sensación de alarma, con el fin de construir desde lugares más amables, desde zonas de transdisciplinariedad y de mezcolanza.
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Año 2018. Ana Laura Cantera, artista, investigadora y docente de la UNTREF, es invitada a participar de la Residencia de la Bienal de Land Art en Mongolia. Durante sus primeros días allá, siguió con la costumbre de mirar el cielo para prever el estado del tiempo. Todos los días tomó la precaución de llevar el paraguas por la constante presencia de nubes muy oscuras y densas. Esto continuó hasta que un compañero de la residencia artística le explicó que las nubes no eran otra cosa que la densa contaminación atmosférica de Ulan-Bator, capital de Mongolia. La artista no había llegado a notar que las nubes densas y oscuras coexistían con pleno sol. Un año después, de vuelta en Buenos Aires, lanzaba “Inhalaciones territoriales” la acción que consistió en recorrer zonas del Conurbano Sur y de CABA equipada con un dispositivo creado por ella misma que le permitía recolectar el carbono y otros gases presentes en la atmósfera. El dispositivo consiste en una mochila con extractores que ingresan el aire y lo dirigen a través de filtros de micelio. Al impregnarse de las micropartículas y contaminantes ambientales, cambian de color. Este artefacto incorpora sensores y otros dispositivos electrónicos, para identificar y almacenar datos de los gases obtenidos por las áreas de desplazamiento, y una pulsera con pantalla LCD que permite determinar zonas de concentración crítica de esos gases. Con los filtros utilizados la artista construyó un cianómetro, un instrumento poético para observar la contaminación, en una práctica más cercana a las de laboratorio que a las de las bellas artes.
En las recorridas con “Inhalaciones territoriales” Cantera encontró datos inesperados: en zonas de campo abierto aparecían grandes concentraciones de CO, contradiciendo el imaginario de una mejor calidad del aire respirable en las zonas rurales, alejadas del smog de la ciudad. La causa: la ganadería industrial.
Luego de haber publicado la experiencia, un ingeniero de la UTN se contactó con ella, alterado al descubrir que la zona de Canning, provincia de Buenos Aires, tenía altas concentraciones de dióxido de carbono. Esta información le generó intranquilidad porque hacía un tiempo se habían mudado junto con su familia para alejarse de la contaminación urbana. En todas las oportunidades en las que Ana Laura expuso su trabajo, el color oscuro de los filtros de micelio provocó asombro y preocupación por parte de los/las espectadores/as, interesados en saber exactamente a qué zonas recorridas se referían.
Si el habitar el mundo consiste en ser parte de los procesos de formación que aquí acontecen, el mundo de la vida es una maraña de cosas que fluyen, se entrecruzan, se inflaman, crecen, afloran, se rompen y forman cavidades. Es una mezcolanza vinculada a la idea de lo confuso, del compostaje, del entrelazamiento de tiempos, lugares, materias y significados. Crear parentescos extraños e inesperados permite tejer comunicaciones e intercambios impensados, como los diálogos interespecies. Prácticas “promiscuas” -según Donna Haraway- porque de alguna manera son formas densas, no ortodoxas, de “seguir con el problema”, de rastrear el hilo en la oscuridad de un mundo realmente peligroso, un mundo en el que se vive y se muere. Crear parentescos no tiene un sentido prefigurado pero requiere de reciprocidad entre personas humanas y no humanas.
El trabajo de Cantera es una de esas narrativas que borran las líneas de separación, disolcan espacialidades y temporalidades. Su dispositivo ¿vivo? ¿electrónico? ¿artístico? junta cosas que no suelen estar juntas. Hace parentescos, cocrea junto con otros sistemas vivientes, provoca nuevas preguntas sobre los fenómenos de contaminación atmosférica.
Como propone Renzo Taddei, las narrativas sobre el clima y los pronósticos del tiempo -hechas por meteorólogos o por actores con otras trayectorias- involucran conexiones simbólicas y materiales complejas que muchas veces escapan de la intención de quienes dan a conocer las previsiones climáticas futuras. Entiende que hay un carácter performativo en los pronósticos y en la producción social de sentido del tiempo, categoría central en la materialización de imaginarios.
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A primera vista, es una instalación que asombra. Parece una máquina imposible. Un laboratorio fabuloso con multiplicidad de componentes y acoples inesperados. Es una máquina de parentescos entre seres y cosas, cuyo sentido no es transparente. Pero lo que le da sentido es la interacción entre la máquina, la atmósfera y la biósfera: el viento, la humedad del aire, la temperatura, el intercambio gaseoso, la infinidad de procesos formativos que hacen de este un mundo habitable.
“Terrafonías”, de Electrobiota, es una instalación mecano-sonora, “una exploración especulativa sobre el cuidado ecológico de los suelos a través del estudio del ciclo del carbón atmosférico”, según las artistas multimediales Gabriela Munguía y Guadalupe Chávez. Muestra cómo las formaciones vegetales y los territorios rizosféricos actúan como importantes sumideros de carbono a partir de sus vitalidades principales, como la fotosíntesis y la fijación de nutrientes en la biomasa-humus. Así, aportan al balance global entre suelos y cielos.
“Terrafonías” colecta CO2 de los suelos, sensa los procesos vitales de las plantas, como la fotosíntesis, capta la intensidad del viento y de las radiaciones electromagnéticas del ambiente, y traduce estos datos mediante programación en movimientos, que, a su vez, activan instrumentos de percusión. Los sonidos que fluyen dependen de una serie de “encuentros” entre procesos vitales, instrumentos, piezas mecánicas, y el deseo de las artistas de entrar en diálogo con las plantas, los suelos y la atmósfera.
Una de las bellas ideas que Electrobiota teje es proponer a las plantas como interfase “entre los cielos y la tierra”. “Terrafonías” hace visible que “para tener suelos sanos hay que tener cielos sanos”, y que las plantas y la naturaleza pueden tener sus propias tecnologías. ¿Qué es la fotosíntesis sino una súper tecnología? Una súper tecnología que, además, nos coloca a las personas humanas en otro lugar, porque nos precede.
“Terrafonías” surge de esta confabulación entre las comunidades vegetales y sus procesos amplios, cósmicos. Surge también “de la piel del suelo, de la tierra como una entidad, porque esa es la palabra: una entidad. No separada, que es lo que nos han enseñado todo el tiempo. Y de nuestra preocupación sobre las comunidades vegetales, cuya responsabilidad es secuestrar dióxido de carbono”, explica Guadalupe Chávez.
“Terrafonías” narra un mundo de cosas que se encuentran en constante flujo. Cosas humanas, cosas no humanas. Cosas que son parte del flujo de vida, hayan sido construidas por las manos de las artistas o estén en conexión con ellas. Cualquier cambio, cualquier transformación, harán que “Terrafonías” ejecute nuevas narraciones, siempre distintas, nunca idénticas. Y al mismo tiempo, nos conecta con esas interacciones que, de otro modo, serían poco visibles.
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En estas propuestas artísticas aparecen de forma más o menos visible la presencia de otros saberes: la práctica artística y otros más ligados con el conocimiento científico y las tecnologías. Pero ¿es posible un cruce provechoso entre estas prácticas tecnopoéticas y las prácticas científicas tradicionales? ¿Con qué fin sería fructífero insistir en un cruce entre arte y ciencia, al menos en el ámbito de indagaciones vinculadas con la naturaleza y la alarma ante el Antropoceno y sus consecuencias? ¿Es posible generar prácticas articuladas que produzcan narrativas performativas que logren crear nodos existenciales en los que las relaciones sociales y la percepción del entorno se tornen inseparables, y con el fin de pensar posibles otros mundos?
Estas preguntas tienen en cuenta que desde algunos rincones de la academia se sostiene la necesidad de la transdisciplinariedad para superar la episteme moderna, fundada en la escisión entre sujeto y objeto, en el predominio de la mente por sobre el cuerpo, y, en última instancia, la hegemonía de los objetos antes que de las cosas. En este punto, vale la relación que el antropólogo Tim Ingold hace desde la perspectiva de una ontología sobre un mundo pensado como ambiente sin objetos o, mejor dicho, un mundo pensado a partir de los procesos de formación antes que de las formas terminadas. Por eso Ingold insiste en hablar de cosas antes que de objetos ya que, a diferencia de éstos, las cosas no se encuentran delimitadas externamente, no son hechos consumados, no están terminadas.
¿No es la ciencia acaso una de las prácticas humanas que más ha impuesto su forma a la materia? ¿Cómo cohabitar y construir parentescos entre narrativas que parten en principio desde intentos distintos de construir mundo/s?
La radicalidad de la situación actual le impone a ciertas prácticas artísticas un desafío político. Las obliga a construir estrategias que intervengan en la vida social, que propongan espacios de experimentación, que permitan liberar y hacer proliferar una potencia creadora, como propone Suely Rolnik.
Este cómo narrar la atmósfera puede transformarse en cómo narrar la biodiversidad, cómo narrar las deforestaciones, las quemas de los humedales, el envenenamiento de los suelos y de los cielos, cómo narrar la destrucción planetaria o, finalmente, cómo narrar cualquiera de estos hiperobjetos sobre los que la ciencia nos viene alertando pero que por el momento parece no ser suficiente para que la mayoría de la población tenga un entendimiento cabal de lo que implican. A través de este tipo de procedimientos, el arte actúa como caja de resonancia acercándonos más a la vida y alejándonos un poco de los miedos.