Una piba cae al piso porque le bajó la presión; una señora en silla de ruedas a los saltos avanza sobre el empedrado de Bolívar; niños y niñas duermen en colchones de remeras improvisados en el piso; un flaco marcha con su bicicleta. Cientos de miles. La multitud se muestra empática y dispuesta a ayudar levantando las manos o abriendo caminos para dar paso. “Che, acá no se empuja a nadie. Ya vas a poder pasar.” No se ve a la poli pero tampoco es necesario: la gente se ordena sola porque el espíritu de fraternidad es el hilo conductor de esta fiesta. La matria es le otre. "Tenemos un gobierno peronista y feminista, vuelve a salir el sol", se lee en un cartel. “Sin cadenas sobre los pies, me puse andar. Hace tiempo quise encontrar... el camino”, cantan Los Pericos. La gente sonríe como diciendo el cambio ya comenzó. No es una esperanza ni una promesa: es una convicción.
La Plaza de Mayo se cocina lenta, anticipa lo que será el banquete inaugural de la gestión de Les Fernández. “Vení a la fiesta, vení a sudar”, incitan les hermoses de Sudor Marika desde el gran escenario. Les recién llegades se suman a les que desde la noche anterior hacen vigilia para darles la bienvenida y festejar la nueva fórmula presidencial. Los primeros roces y abrazos callejeros entre extrañes dan comienzo a una fiesta de patriotismo multicolor. Todavía se puede respirar. Sobre el cordón de la vereda un chiringuito ambulante ofrece Fernet con Manaos. Alto lujo dentro de un par de horas.
El piso está mojado y no puede distinguirse si es cebo o el agua de los camiones de AySA que no para de fluir, llevando alivio a los cuerpos transpirados. Cuatro años antes, la lluvia sirvió de excusa para que Mauricio Macri justificara la falta de convocatoria popular a su acto de asunción. Esta vez no fue el caso: con remeras y banderas enrolladas como turbantes, paraguas de colores y toallas mojadas para resguardarse del sol, los 40 grados de sensación térmica no impiden que la Plaza de Mayo se desborde con cientos de miles de personas excitadas, ansiosas por celebrar el regreso. O algo que aún no pueden nombrar.
Cinco de la tarde. La gente más cheta pegotea gustosa sus capas de protector solar mal puestas en cada esquina. Las botellas con agua cada vez menos fría apaciguan el calor. Al grito de “hay birra heladísima” vendedores ambulantes se mezclan entre la multitud ofreciendo un oasis en lata. Cada dos pasos suena en loop “Alberto Presidente”, mientras grupos de amigues se siguen encontrando al ritmo de “volvimos” y “qué gran día”. El humo de las parrillas chirriantes, las gotas que transpiran las birras heladas, la montaña de choris grasosos: todo es intenso. Desde el escenario, la Delio Valdez y Mala Fama calientan una Plaza que se enardece, y el eco del canto avanza de la pirámide hacia afuera. De las bocas de subte emergen contingentes que llegan después de trabajar. Sobre Perú, grupos y familias “acampan”, descansan y juntan fuerzas para volver a la carga.
“Viva la Patria!!! Y la esperanza #10D”, tuitea alguien que pesca señal en su celular. Las selfies están a la orden del día: con máscaras de Alberto y de Cristina, con los dedos en V. Pero con quien la mayoría busca sacarse una foto es con Choriman, el hombre que lleva una bolsa llena de chorizos atada a la cabeza. Es tanta y tan intensa la felicidad que recorre las calles que todes intentamos capturarla para siempre. La plaza está llena de chorimans, chabones que intentan con más o menos suerte ser vistos y reconocidos por les demás, fanáticos del hoy, muñecos que no se bancan la multitud asi nomas; tienen que ganarse un párrafo, un comentario, la mirada de la multitud.
Un Hulk inflable se erige imponente y furioso frente a la Catedral. Las filas del Movimiento Obrero, de MILES, del Frente Transversal y del SADOP se apuran por entrar en el Albertpalloza al ritmo de sus propias batucadas, fusionando sonidos con la música que llega desde el escenario principal. “Mis dias sin ti son tan oscuros, tan faltos de aire, tan llenos de nada.” Ivan Noble transmite con su voz un sentimiento colectivo: esa falta, ese deseo controlado durante cuatro años que nunca dejó de crecer. “Esperar que ella vuelva y le diga acá estoy mi amor, no existe el olvido, acá estoy mi amor de vuelta.” Como une novie romántique, la plaza canta junto a Los Tipitos las estrofas de Campanas en la noche. La esperan a ella, la novia exultante, que cumplió con su promesa vestida de blanco: “Vamos a volver”, dijo. Y volvió.
“Quiero despertarme en un mundo agradable, quiero darme libertad. Este es mi sueño y el de muchos más.” David Lebon anticipa el final de los conciertos. Son las seis y media de la tarde. A esta altura, ni un dron lograría captar dónde termina la masa de gente. Todos, todas, todes queremos llegar al corazón de la Plaza aún cuando resulta imposible moverse en cualquier dirección o, incluso, respirar. Mientras tanto, eso qué importa si lo que cuenta es estar acá, vibrar con les otres, con el sonido de los bajos que retumban en el pecho sin pausa, pegarse al sudor ajeno como si fuera propio, sentirse parte de una inmensa ola de transformación en la que la discriminación se vuelve imperdonable. “Ojalá que eso pronto suceda, así podrá descansar mi pena, hasta la próxima vez”. Lito Nebbia sabe que ahora su pena puede descansar porque la próxima vez es hoy.
Algunes prefieren ranchear en un lugar que no sea de paso, mientras otres avanzan sin importar que un empujón cero mala leche les afecte el recorrido. El sol deja de acribillar, dando paso a una brutal luna llena. Son más de las siete de la tarde y la gente espera ansiosa el gran final. La muchedumbre canta el Himno Nacional a los gritos y escupiendo saliva caliente en espaldas ajenas, como si fuera la última oportunidad de demostrar su patriotismo. Les artistes que tocaron durante la jornada vuelven a subir al escenario para sumarse a un último juego previo. El in crescendo del acto llega a su punto cúlmine. La multitud se prepara, siempre estuvo lista. Habla Cristina.
“Te amo, mi amor”, grita uno escondido en la multitud y la gente vitorea su impulsiva muestra de afecto. Vuelve el silencio, y la potente voz hipnotiza los corazones. ¿Cómo no sentir la fuerza de sus palabras? ¿Quién -alguna vez- no se sintió humillado y perseguido por ser como es, por pensar lo que piensa, por creer lo que cree? Si lloramos es de alivio, porque ahora nos sabemos sin vallas, seguros, libres. Si lloramos es de emoción, porque los grandes amores no pueden romperse y con esta victoria la espera terminó. Antes de darle el micrófono a Alberto, Cristina le clava la mirada y le pide que tenga fe en el pueblo que es leal y no traiciona, y porque es quien tiene el poder de dar forma al relato que luego se volverá historia.
Es muy fácil prender la mecha del fervor social: con el solo hecho de levantar un poco la voz al cántico de Alberto Presidente, las energías se complotan en un juego fanático y festivo por el regreso de un gobierno popular. Cada sonido es una caricia que eriza todo el sistema nervioso central, cada empujón masivo se siente como un masaje descontracturante, cada gota caliente que se derrama de las frentes es la saliva que humecta los poros áridos de la piel.
El jardín florece en una ovación colectiva y Alberto toma la palabra: “No saben cuánto los quiero”, dice y agradece haber cruzado en su camino a Néstor y a Cristina. “Mauricio Macri laaa-pú-taque-te-pariooo”, grita la Plaza. En un gesto de reconciliación Alberto recuerda que eso ya pasó. “Ahora estamos unidos para poner a la Argentina de pie.” Sus palabras son firmes y traen alivio al agobio. La Argentina que se inicia en el devenir de sus palabras será el país de los que hoy la pasan mal, porque ninguno de nosotros puede vivir en paz sabiendo que hay alguien que tiene hambre. “Cuatro años escuchamos decir que nosotros no volvíamos más pero esta noche volvimos y vamos a ser mujeres mejores.” No lo podemos creer pero sí, después de decirse presidenta en el Congreso, ahora el furcio es inigualable: mujeres, mejores, sí. La Plaza explota al ritmo de Ji Ji Ji de los Redondos. La gente grita y hace pogo saltando como cañas siamesas, mientras de fondo estallan los fuegos artificiales, como cuando termina un buen polvo. La efervescencia sigue en abrazos descontrolados y resbaladizos y el llanto estúpido y maravilloso de la alegría. Nada les hace dudar.