Ensayo

O sea, digamos: Alberto, la crisis moral y la desorientación política


A naufragar

Las revelaciones sobre Alberto Fernández profundizan la crisis del peronismo y un amplio abanico político y social que lo excede. El gobierno capitaliza el escándalo y avanza en su intento de refundación de un orden social donde cambian los valores, los sentidos y la eficacia de la acción política. Todo ocurre en la misma semana donde alcanzamos los mayores niveles de pobreza en veinte años y el gobierno reivindica a genocidas. ¿Qué referencias quedan en pie para defender la idea de una sociedad más justa e igualitaria?

Estamos presenciando el intento de fundación de un nuevo orden sociopolítico. Las revelaciones sobre Alberto Fernández profundizan la crisis del peronismo y un amplio abanico político y social que lo excede. No es la primera ni será la última, pero es crucial. Lo desconcertante para quienes votaron o apoyaron su gobierno es que el nudo de esta debacle no es sólo resultado de la magistral estrategia libertaria para capitalizar el clima de época, sino una crisis moral que parece voltear los valores y los modos de habitar la política de al menos los últimos veinte años.

Mientras Alberto se hunde, Milei vive uno de los mejores momentos de su presidencia. ¿Es casual que suceda en la misma semana que la pobreza llegó al 55% y la indigencia al 20%? ¿Cómo es posible? Porque sus oponentes, que hasta hace unos días parecían estar desorientados, ahora están arrasados. Quienes deberían ser capaces de reflexionar y señalar la magnitud de una tragedia social y económica –incluso aquellos que marcharon el miércoles detrás de San Cayetano– no saben hasta qué confín los puede llevar este naufragio.

Todavía shockeados por el abrumador triunfo electoral de Milei, reciben noticias que no les permiten salir de la tormenta. Es posible que a las fotografías de Fabiola Yáñez divulgadas a diestra y siniestra desde el jueves y al video íntimo protagonizado por el ex presidente y una periodista le seguirán en los próximos días revelaciones más terribles o más vergonzosas. Así el gobierno arrincona a sus tres principales adversarios: el peronismo, el feminismo y el progresismo.

Aprovechando la situación, el presidente escribió en X: “la hipocresía progresista” y señaló, según su criterio, la doble vara de quiénes defienden las políticas de género. ¿Es injusto lo que dice? Por supuesto. ¿Es hipócrita? Sideralmente. Ni a él ni a la mayoría de los libertarios les importa la violencia machista. Más aún, niegan su existencia y desmantelan las políticas públicas que acompañaban a las víctimas. Ahora, ¿es eficaz lo que dice? Sin duda. El contraste entre un Presidente que decía estar “muy feliz por ponerle fin al patriarcado” y su ex pareja denunciando que la golpeó varias veces en la Quinta de Olivos envalentona a quienes odian al feminismo (por sus logros, no por sus errores) y deteriora en el plano simbólico sus luchas.

Esta fundación de un nuevo orden sociopolítico (la #BatallaCultural) reconfigura los límites de la acción (¿se pueden los diputados sacar fotos con genocidas?), del discurso (¿puede el Presidente decir que las políticas de género son una “estafa”?), pone en jaque la eficacia de prácticas políticas como las manifestaciones (¿tuvo algún efecto la marcha de San Cayetano?) e insensibiliza a tal punto que no importa haber alcanzado los índices de pobreza e indigencia más altos en veinte años. Milei es el topo que cava un túnel donde está entrando la sociedad argentina. Y nadie, por ahora, parece en condiciones de poder frustrar su plan.

La alternativa política está doblemente herida, pero no muerta, aunque los por ahora victoriosos cometan un error prototípico que partió del mundo académico y se extendió a la sociedad después de la caída del muro de Berlín: decretar el fin de las cosas. 

Está herida por el embate consistente y hasta ahora eficaz de la fuerza política gobernante. Está herida también por las denuncias y revelaciones de Alberto Fernández que está arrinconado en su departamento de Puerto Madero. 

Lo que antes no se podía decir, ahora no solo se dice, se festeja. Pero si hacemos la tomografía, vemos que esas violencias forman parte de un objetivo superior: “extirpar el anhelo de igualdad”.

Entre la dirigencia hicieron oídos sordos a quienes advertían —ya durante el gobierno del Frente de Todos— que algo malo estaba pasando, que un cansancio y una bronca sideral estaba expandiéndose como un fuego en un cañaveral. La distancia entre lo que se decía y lo que se hacía era cada vez más grande. El cajón de Herminio Iglesias, ese momento que cambió irreversiblemente el destino de las cosas, fue el 14 de julio del 2020 cuando, en plena cuarentena, Alberto Fernández participó en Olivos de la fiesta de cumpleaños de Fabiola. Y en un patético mix de desvalorización de su investidura e impunidad, permitió que le sacaran fotos. No sólo un hipócrita, también un boludo. Ni estar a la altura ni tampoco parecerlo. Y ahí la sociedad transformó el murmullo desoído en una furia que no paró de crecer y sigue hasta hoy.

El panperonismo indolente fue acumulando tantas deudas que cuando quiso reaccionar, ya no las pudo pagar. Y ahora la desorientación es total. Un espacio que recibe día tras día golpes simbólicos y que nunca llega a poder juntar sus partes para empezar a regenerarse. Enfrente, se fortalece una fuerza política que conduce el ejecutivo y cobija la suma de todas las broncas, alimentadas durante los últimos años: por las internas entre Cristina y Alberto, las promesas inumplidas, el impacto de la cuarentena y ahora un Alberto filmando a su affaire y jugando al adolescente enamorado. Un oficialismo que utiliza tan descarada como inteligentemente cualquier error de las filas de su principal adversario y que sabe que para seguir castigando a su rival necesita cumplir un único mandato de gestión: bajar la inflación. Entienden que si eso no pasa el partido se puede revertir, que hacen uso de un pragmatismo sorprendente para un espacio que en el discurso es tan fanático como un jihadista. Simple: para triunfar en su “batalla cultural” el gobierno sabe que tiene que seguir bajando la inflación hasta un punto de estabilidad que haga la vida previsible y para eso está dispuesto a quemar el manual liberal-libertario: anclar el tipo de cambio oficial, sostener el cepo, intervenir en el mercado de cambios de los dólares paralelos para mantenerlos en calma y pisar los aumentos de tarifas de los servicios públicos (electricidad y gas).

Sin por ahora nada enfrente, esa batalla cultural avanza. En la epidermis, con violencias verbales diarias, cada vez más legitimadas. Lo que antes no se podía decir, ahora no solo se dice, se festeja. Pero si hacemos la tomografía, vemos que esas violencias forman parte de un objetivo superior: “extirpar el anhelo de igualdad”. ¿Qué significa esto? Diego Tatián, investigador del Conicet y docente de la UNSAM, lo explica en el texto “La paradoja de Tocqueville”: “La embestida actual desde el poder, la “batalla cultural”, apunta a extirpar la raíz del problema, que no es otra que el anhelo de igualdad. Borrar toda memoria de ese anhelo (...) es la tarea a consumar sin gradualismos”. Y agrega: “Enmascarado como avance de la libertad, el retroceso de la igualdad debe ser extremo si aspira a que la jerarquía se convierta en naturaleza de las cosas y el abandono de la imaginación plebeya sea finalmente irreversible”. Como conclusión, Tatián arriesga una hipótesis para que el triunfo de esa “batalla cultural” sea perdurable. Piensa que la búsqueda de una sociedad más justa e igualitaria deja “su lugar a pasiones tristes que se manifiestan como deseo de castigo”. E insiste: “el anhelo de justicia social y construcción de otro mundo es desplazado por un violento deseo de sacrificios y destrucción de personas”. 

Se están disputando partidos claves en Argentina. Para que una alternativa política pueda contraponer “el anhelo de justicia social” a esta práctica cruel y sacrificial que ofrece el oficialismo, debe antes que nada tener dirigentes que reduzcan al mínimo la brecha entre lo que dicen y lo que hacen. Las hipocresías múltiples de una dirigencia sorda que se resiste a entender que ya fue, no tienen más lugar.