Fue un instante, un cambio, algo no está y de pronto existe con toda su potencia. Inmensas cantidades de energía liberándose con una fuerza irresistible. La muerte de algo tan inmenso cuya evidencia es algo aún más inmenso. Una muerte fenomenal con un solo testigo, Victor Buso, el astrónomo amateur que fotografió desde la terraza de su casa ese instante y lo registró para siempre. Victor Buso, de profesión cerrajero, capturó con su telescopio el nacimiento de una Supernova.
Una supernova es el cadáver violento, enorme y fugaz de una estrella que ha llegado a un momento crucial en su larguísima vida. En fracciones de segundo la frágil estabilidad entre la presión que ejerce la radiación emitida por su núcleo hacia afuera y la presión gravitatoria de su capa externa hacia adentro se desequilibra provocando un colapso total que desencadena una explosión que puede llegar a brillar más que el conjunto de estrellas con la que comparte la galaxia (una galaxia puede llegar a contener casi 100.000.000.000 de estrellas, cuando una de ellas estalla brilla más que el resto de las 99.999.999.999 juntas). Durante algunas semanas ese brillo irá disminuyendo hasta desaparecer. Hasta hace relativamente poco, cuando un nuevo punto luminoso aparecía en el cielo los seres humanos creíamos que se trataba de una nueva estrella; una “novam stellam”. Hoy sabemos que estamos contemplando su final.
Los astrónomos profesionales trabajan con datos, grandes cantidades de datos que recopilan telescopios financiados por universidades, ministerios y agencias espaciales. Estos telescopios “se alquilan”; es decir, el astrónomo pide un turno desde su oficina y un técnico al otro lado del mundo, en un pequeño cuartito a 3.200 metros sobre el nivel del mar apunta el telescopio de 8 metros de diámetro a la porción de cielo solicitada, recopila los datos y los envía al astrónomo que trabajará con esos números para profundizar el conocimiento en su área de trabajo.
Ningún astrónomo amateur tiene acceso a telescopios de ese porte. Dos telescopios emblemáticos de la Argentina miden más de un metro de diámetro: en la Estación Astrofísica Bosque Alegre en Córdoba existe uno de 1,54 metros; y en el Leoncito, en la provincia de San Juan, el telescopio principal mide 2,54. El telescopio amateur más vendido en argentina tiene alrededor de 0,11 metros (11 centímetros de diámetro).
Los astrónomos amateurs conocen el cielo y cualquier cambio inesperado llama su atención. El acceso universal y libre a internet garantiza que el conocimiento científico circule entre todos, es una herramienta más que permite resolver casi cualquier duda que surja, una rápida búsqueda dirá si ese reflejo brillante que apareció en la constelación del “Escultor” fue un reflejo en la cámara, un globo meteorológico, un avión, la Estación Espacial Internacional, un satélite de telecomunicación o una supernova. Una vez despejada la duda la misma red permite compartir esa nueva información con el resto del mundo.
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Las distancias astronómicas nos condenan a ver siempre el pasado. La luz, el viajero más rápido del universo, atraviesa inmensas distancias hasta llegar a nosotros, le toma 8 minutos llegar hasta nuestros ojos desde el Sol. Desde NGC 613, una galaxia vecina, la luz necesita viajar 67.000.000 de años para alcanzarnos.
NGC 613 es hermosa; las galaxias barradas siempre lo son. Está ubicada de manera tal que podemos apreciarla en todo su esplendor. Es un buen objeto para probar una nueva cámara. Eso pensó Víctor Buso la noche del 20 de septiembre de 2016, mientras la buscaba desde el observatorio que construyó en la terraza de su casa en Rosario. Un par de horas después, en lugar de bajar satisfecho con la nueva adquisición, planeando las largas noches de fotografía que se le venían por delante, estaba escribiendo un informe desde la soledad de su terraza que le permitiría confirmar que acababa de convertirse en el primer ser humano en presenciar y registrar el instante preciso en que una estrella se convierte en supernova. Lo supo casi instantáneamente: ese píxel que con cada foto se volvía más brillante no era una error o un accidente; era un evento que habiendo ocurrido hace 67 millones de años estaba sucediendo ante sus ojos en ese momento.
Sabía lo que tenía que hacer, lo que todos los astrónomos amateurs del mundo hacen: comunicarse con otro astrónomo, compartir lo que había visto. La hora -era medianoche- le impidió encontrar algún astrónomo profesional disponible. Sabía que no era el único que estaba mirando el cielo en ese momento: miles de astrónomos amateurs, cientos de astrónomos profesionales y decenas de robots se dedican sistemáticamente a barrer el cielo. Pero el cielo es enorme y no podemos verlo todo todo el tiempo. Sebastián Otero, otro argentino que dedica sus noches a observar estrellas variables, fue quien le dio la mano que necesitaba para “comunicar oficialmente” lo que acaba de ver. Juntos lanzaron una Alerta a la Unión Astronómica Internacional. Le tocaba a los astrónomos profesionales apuntar sus sofisticados instrumentos a ese punto en el cielo y confirmar lo que Buso ya intuía: esas fotos de 20 segundos que acaba de sacar desde su casa a una porción del cielo arbitraria (no quería mover la cúpula del observatorio para no molestar a los vecinos con el ruido, así que apuntó a la porción de cielo visible por la hendija en la posición en la que estaba) cambiarían su vida para siempre y lo llevaría a ser parte de la historia de la astronomía mundial.
En febrero de este año, la revista Nature puso el descubrimiento de Buso en el centro de la escena científica internacional. El estudio de esas imágenes, y sus conclusiones, lo realizó un equipo interdisciplinario de astrónomos: Melina Bersten y Gastón Folatelli del Instituto de Astrofísica de La Plata; Federico García, del Instituto Argentino de Radioastronomía; Omar Benvenuto y Mariana Orellana de la Universidad Nacional de Río Negro, Bariloche. Como coautores en la publicación de Nature, figuran los astrónomos aficionados Víctor Buso y su amigo José Luis Sánchez, también rosarino.
La cerrajería de Buso se llama “Halley”, como el cometa. ¿Qué hacia sumergido en la oscuridad de la noche sacándoles fotos a una galaxia desde la terraza de su casa? Victor observa, mira, registra y comparte. Victor forma parte de una comunidad noctámbula que en la Argentina suma miles de miembros. La comunidad de astrónomos amateurs es enorme en el país. El territorio argentino, extendido como está en sentido sur-norte entrega a quien quiera subir la mirada a los cielos un espectáculo maravilloso. El cielo es el único paisaje realmente universal, el único completamente gratuito. Pero, ¿qué hacía Victor sacándole fotos a una galaxia desde su terraza, en el pequeño observatorio que construyó con una plata que le quedó de un terrenito?
Víctor satisfacía su necesidad de mirar, de conocer.
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El conocimiento científico es siempre colectivo porque depende siempre del conocimiento acumulado con anterioridad. Newton dijo con claridad: Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes. Pero también porque su construcción ya no se realiza en solitario. La imagen del científico aislado en su laboratorio noche y día en búsqueda de respuestas es anacrónica. Hoy nadie está solo frente al conocimiento; tampoco lo estaba Buso mientras veía ese pixel volverse cada vez más brillante en la pantalla de su computadora.
La comunidad astronómica internacional está constituida por decenas de miles de mujeres y varones que observan sistemáticamente el cielo movilizados por las más diversas razones. Algunos disfrutan de simplemente contemplarlo a ojo desnudo cada vez que tienen oportunidad; otros utilizan algún embudo que les permita capturar más luz que la que permiten nuestras pequeñas pupilas. Esos embudos de luz son lo que llamamos telescopios. Muchos utilizan esa herramienta para registrar lo que ven; algunos todavía dibujan pacientemente. Otros, los más, utilizan la fotografía para cazar eso que su ojos a veces apenas perciben.
El objeto de estudio de la astronomía: los astros, su estructura, posición y movimientos condena a los astrónomos y astrónomas a observar el cielo armados de paciencia. La astronomía no tiene laboratorios, no puede realizar experimentos. Existen gran variedad de telescopios que se dedican a capturar todo el espectro electromagnético, desde las emisiones de radio hasta los rayos gamma. La luz visible es una pequeña parte de ese espectro y con la que más se vinculan los astrónomos amateurs.
Un telescopio nuevo, motorizado y con capacidad para seguir una porción de cielo determinada cuesta alrededor de 20 mil pesos. Uno que permita para ver los cráteres de la Luna, los anillos de Saturno, algunas galaxias y nebulosas cuesta no más de cinco mil y es un regalo ideal y accesible para iniciarse en la observación sistemática del cielo nocturno. Un telescopio de limitada calidad y una webcam rescatada de un cajón del escritorio sirven para registrar una gran variedad de fenómenos celestes. Por ejemplo, la ocultación por parte de la Luna de una estrella o planeta, el tránsito de las lunas de Júpiter, la variación angular de los anillos de Saturno, el ritmo de una estrella de brillo variable, la aparición de un cometa, la órbita de un objeto potencialmente peligroso para la Tierra entre muchos otros.
La bóveda celeste es enorme y, como dijimos, la “ciencia de los científicos” no tiene ojos suficientes. Los astrónomos amateurs aportan innumerable cantidad de horas de observación y registro. Un cometa que atraviesa el firmamento no puede ser observado constantemente por telescopios profesionales. En algún momento de su recorrido habrá puntos ciegos que deberán llenarse. La observación simultánea de un fenómeno por gran cantidad de observadores permite realizar cálculos con mayor precisión. El descubrimiento de un fenómeno fugaz e irrepetible requiere una atención que siempre será mayor si está distribuida. En todos estos casos, mujeres y varones de las más variadas formaciones, clases sociales y culturas aportan información valiosa para construir conocimiento.
Un astrónomo amateur es como un pescador, conoce el río, sabe dónde el agua arrojar el anzuelo, sabe con qué encarnar para capturar ese dorado esquivo. Quizás no comprende completamente por qué algunos peces comen al atardecer o por qué algunos nadan pegados al suelo. Pero si ve un delfín nadando por el Delta del Tigre sabe sin lugar a dudas que está viendo algo fuera de lo normal.
Cada astrónoma y astrónomo amateur tiene una anécdota fundacional para su fascinación con el cielo: una visita al observatorio, un regalo de navidad bastante aparatoso, un libro que despertó preguntas que solo podían saciarse mirando detenidamente el cosmos, una maqueta o lámina escolar llena de números y planetas, la contemplación de un cometa o eclipse y la lista sigue. Luego de largas noches aprendiendo las constelaciones, las estrellas principales, las unidades de medida ayudados por un libro, una programa de computadora o una aplicación de celular y unos binoculares prestados, la necesidad de ver más impulsan la búsqueda de un telescopio; después, en muchos casos, vendrá una cámara. Algunos tomarán fotos “estéticas”, movilizados por el placer de cazar eso se ve por el lente y compartirlo con familia y amigos. Otros lo harán por la necesidad de registrar sistemáticamente aquello que observan y compartirlo tendrá como fin ampliar el conocimiento que tenemos los humanos acerca de esos objetos que iluminan el sensor de esa cámara cada noche.
Victor sacó fotos de solo veinte segundos de exposición. En general, las “astrofotografías” tienen exposiciones mucho más largas, llegan en algunos casos más allá de los veinte minutos. ¿Por qué, entonces, sacó fotos tan “cortas”? Porque el cielo de las ciudades está cada vez más contaminado. El smog producido por los automóviles y la sobre iluminación de los barrios empujada por los reclamos que asocian oscuridad e inseguridad están velando el cielo urbano. Cada vez más los astrónomos amateurs se juntan para alejarse de las luces y buscar “buenos cielos”. Foros en internet como espacioprofundo.com.ar nuclean aficionados de todo tipo, constructores de telescopios, observadores, astrofotógrafos, etc. Allí organizan salidas donde intercambian anécdotas y reactualizan sus vínculos con el cielo. Algún astrónomo profesional cada tanto se suma y, alejado de los números de su escritorio, comparte con los que aún miran el cielo largas horas de charlas y debates. Mientras el resto de los mortales debemos contentarnos con un paisaje cada vez más restringido, con cemento, cenizas y leds que ocultan nuestra porción de cielo, esa que nos corresponde por el sólo deseo de levantar la vista y preguntarnos dónde estamos en el Universo.
Foto de portada y de Luna: Carlos Di Nallo.