Este es el romance de la Mujer de Martín Fierro y la gringa Elizabeth luego de un autostop sin ruta y en carreta, el cuento del viaje que las dos hicieron por la pampa adonde encontraron peligro y amistad, leyeron libros y probaron especias, siendo maestra una de la otra y– pasando fortín y desierto– , fundaron una patria flotante que no pide carta de ciudadanía, en la que se trabaja un mes de tres y se cultiva el sexo, la lectura, la droga y la cría y no hay patrón ni marido y menospolecía.
Gabriela Cabezón Cámara rescata a la mujer de Fierro de la muerte solitaria en un hospital a la que la había condenado La vuelta y la hace autobautizarse “China Josefina Star Iron”, ya que aprendió el inglés con esa otra mujer inventada, la del gringo de la tercera parte de La Ida (“Hasta un inglés sanjiador /que decía en la última guerra /que él era de Inca-la-perra /y que no quería servir,/ también tuvo que juir /a guarecerse en la sierra) a quien le pone el nombre de Elizabeth Taylor.
La ley cabeza. Cabezón, cabeza, cabecita. Es verdad que en el nombre está la cifra y en el primero de Cabezón Cámara está la fiesta popular –la de gigantes y cabezudos de cartón piedra bailando y girando –y, en superlativo, el del pajarito con que se bautizó a los hombres y mujeres que se juntaron para hacerse muchos según el concepto de Pueblo durante el gobierno peronista: cabecita negra. Tradición gorila y paranoica para nombrar la idea de invasión de los provincianos a la capital, entonces dignificados y versión primaria del “aluvión zoológico”.
Hija del pueblo, tan cerca de la canción de José Alfredo Giménez como del himno anarquista, Cabezón Cámara deja sentada en cada uno de sus libros una ley que carece del cepo moral de las izquierdas y de la mera picaresca individual.
En La virgen cabeza, la periodista Qüiti, luego de rematar con su Smith&Weson a una puta bonzo –“una hoguera en tanga”–escribe –, quemada por su patrón alias La bestia, ex policía, capo de la Agencia de Seguridad más fuerte del conurbano, mandamás de la prostitución en la provincia y testaferro del Jefe Juárez, el empresario con más poder en el gobierno nacional, se pregunta: “¿Sería asesinato terminar de matar a un casi muerto? ¿me hizo cómplice del castigo que la Bestia administraba a las chicas que se escapaban de sus prostíbulos? ¿No hubiera sido mejor llamar a la policía, al Same, al ejército y denunciarlo y que la muerte de la chica tuviera alguna utilidad? Pero no se podía denunciar, la policía, el Same, el gobierno, el ejército, los medios, todos encubrían el negocio prostibulario (…) yo sólo ejecuté el fin de un fin.”
Como no es un alma bella, La protagonista de Beya, le viste la cara a Dios, acepta un arma del patrón cafishio y ejecuta a otra cautiva de la trata que denunció, ingenua, ante un juez cliente y fue dejada al borde de la muerte por la paliza. Tentaría hacerla cómplice del crimen. Sin embargo ¿matar lo ya muriente por manos otras es todavía matar? ¿O es decir ni un minuto más de dolor para una ya no vida?
Esa es la parte filosófica de la Ley Cabezón que no es sólo penal. Se ocupa también del arte. Romance de la negra rubia cuenta cómo una poeta se fue a lo de una amiga que era artista de la basura, y quedó en medio de un desalojo y llena de merca y whisky, se hizo bonzo con zippo y querosene hasta perder la jeta en vez de incendiar a los canas que la querían detener, luego devino santa popular; obra de arte en Venecia, amante de una suiza que la compró como tal y que fue su Helena y que muerta le dejó como herencia su cara de tirolesa para que, transplantada, se volviera un oxímoron: La negra rubia (la cara le quedó un poco tirante hasta que un chiste de Capusotto la hizo reír y aflojarse), militante social con gestal–imagino–, onda Frankestein.
Y hay una Ley Cabezón también para los derechos de autor que critica el plagio (de Hernández que aparece en Las aventuras de la china Iron como un milico baboso y bastante rústico, mero copión de los versos de su personaje ) pero no el propio afano: le adjudica a la madre de Hernández la historia borgeana del guerrero y la cautiva, esa donde se cuenta de una inglesa raptada por los indios que se pasa al otro, no quiere salir de las tolderías, ha dejado su lengua por el araucano y, mientras se alejan las tropas de quienes le han ofrecido infructuosamente la vuelta al fortín, bebe en el cuenco de sus manos la sangre caliente de una oveja recién carneada. Otra que Katchaskian y su Aleph engordado, la Ley Cabezón Cámara cambia a la abuela de Borges por la madre de Hernández. Si según el sonsonete patriarcal, escribir en la Argentina es pagas una deuda con Borges, Cabezón, antes de chorearlo, ni siquiera lo deja entrar en su libro.
Ella es capaz de escribir por boca de la china Iron que a lo mejor Fierro no venía borracho cuando mató al negro , que lo mató por negro nomás y que le gusta pensar que lo mató por enviudar a la Negra que la maltrató media infancia como si ella hubiera sido su negra, la negra de una negra ( en su versión la Negra habría criado y luego, perdido al truco por culpa de su marido , pasando a ser de Fierro). No se trata de la mera incorrección política, en la incorrección política hay un referente a torcer, burlar, desenmascarar, entonces es todavía un sometimiento, una obediencia como la del pobre perverso que no pasa un día sin verse obligado a escupir en el trono, el altar y la posición del misionero.
Cabezón Cámara inventa toda una política de la felicidad que, de haberse impuesto en el mundo real, otra sería la Historia. Una hipótesis: el socialismo no hubiera caído si hubiera comprendido antes la industria del sueño de Hollywood como una forma de vida y no como una enajenación de la vida misma. Si le hubiera dado más bolilla política –no quiero decir al “deseo”, esa palabra ocupada, que detiene la imaginación en una especie de entre nos cool y ahora hasta psicobolche– pero sí a las ganas imperiosas de tener lo que tiene el otro, las calenturas con quien no conviene, las amables pavadas, el comprarse Addidas estando en cana. Porque lo que Cabezón Cámara comprende, pero comprende profundamente es que la China Iron se enloquezca por la porcelana inglesa, el curry, las enagüitas, una pelirroja dadivosa y de piel transparente, zapatitos bordeaux, los cuentos con dragones y la droga gourmet. Porqué ¿que iba a desear la china? ¿otro par de alpargatas bigotudas? ¿tener una escobilla de biznaga para barrer el rancho? ¿un trapo grande para colgar un hijo de un tirante?¿una cola de potro para clavar el peine?
La Ley Cabezón Cámara no elimina al gozador: lo organiza y lo hace viajar.
La gauchita again. Las mujeres que escriben suelen ignorar al escritor canónico o al menos, por estar afuera de la pulsión genealógica patriarcal, pueden filiarse en una mujer infértil (Alejandra), en otra que parió fuera de la ley (Alfonsina) o escribir guachas para volver a la gauchezca. “Gauchita” inventó fino Ariel Schiatini para un libro de Cabezón Cámara pero podría ser para todos. La gauchita es a la gauchezca, propongo por si alguien quiere agarra la sortija, lo que el neobarroso perlonguiano es al neobarroco. Por gauchita se combate con el subfusil justiciero Miniuser que se traduce “Minita, usala” (ésta es una ocurrencia). En gauchita se perdona al que mata de celos pero más por amor puto como hizo Fierro con el gaucho Raúl al que amaba la china Iron (”Fui yo el que mató a Raúl/Lo degollé y quedó azul,/Y después blanco de muerte./Era hermoso y era juerte/Pero era más mi facón/Y había perdido el corazón”, rima cabezón Cámara heciéndose el Fierro), se puede tener de amigo a un cana como Qüiti en La virgen cabeza, a condición de que el cana se haya dado vuelta. En gauchita la forajida y el forajido no caen bajo el peso de la ley, se fugan para la farra y la libertad pero siempre en comunidad desbolada, con otros, entre otros, al vive y nunca al muere.
Cuando Cruz y Fierro se van al desierto, el beso por turnos al porrón es la garantía de que se trata de una de esas uniones homosexuales con instintos coartados en su fin como llamaba Freud a la homosexualidad sublimada delmacho a macho: “Lo agarramos mano a mano/ entre los dos al porrón:/ en semejante ocasión/ un trago a cualquiera encanta;/ y Cruz no era remolón/ ni pijotiaba garganta./ Calentamos los gargueros/ y nos largamos muy tiesos,/ siguiendo siempre los besos/ al pichel, y por más señas,/ íbamos como cigüeñas/ estirando los pescuezos” . El porrón que pasa de mano en mano, los gargueros calientes, y el estiramiento de pescuezos me hace pensar en una felatio por turnos. Pero el romance de la China Iron con la gringa Elizabeth no es un contrapunto ni un panfleto en ficción feminista como el que rescató a la hermana de Shakespeare . La unión de Fierro y Cruz es una precursora del matrimonio igualitario, la de la China y la Gringa , la fundación de otro modo de estar juntos, una diáspora en potencia insurgente .
La lengua de Cabezón Cámara aunque, cuando quiera, rime , es una lengua sacada , ida a los indios para dejar entrar al diccionario el mapuche, el guaraní, el mapu-espanglish y al tupi-british, las invenciones lingüística de los hongos alucinógenos y el balbuceo húmedo del amor. Y hasta, en medio de una lírica del paisaje muy Angel Della Valle, ella la pone a decir , tomándose al churrete el significante : “dando vuelta carnero los carneros”.
Y a esa lengua sacada la están usando otras mujeres como Selva Almada o Lucrecia Martel– del lado de la imagen pero como un tajo genial– , fuera de la gleba del realismo ramplón y de la pureza legislada. Por eso en el descargo que le hace en verso y avanzado el libro (Ay, Chinita de mi vida , un apócrifo genial de la autora ) Martín Fierro le dice a la China Iron “¿Me perdonás, Josefina?” y ese “¿Me perdonás, Josefina?” es también un chiste que Cabezón Cámara hace por boca de Fierro y en homenaje a la mujer cuyo nombre tomó prestado para bautizar a su personaje: Josefina Ludmer, la otra China, autora del Tratado de la Patria a quien tanto debemos.
La que(e)rencia. El Fierro de Hernández arrugó y volvió del desierto a la querencia en nombre del olvido de sus delitos y la muerte de sus perseguidores, a elogiar el mundo del trabajo (“Se dirigir la mansera/Y también echar un pial,/Sé correr en un rodeo,/Trabajar en un corral,/Me se sentar en un pértigo/Lo mesmo que en su bagual.” y convertir sus hazañas en canto jubilado La querencia es el estado, el palenque emocional, un punto en el catastro donde la servidumbre es uso horario a la espera de la muerte , cada uno, cada una separados con su correspondiente partenaire y la reproducción bendecida . El Fierro de Cabezón Cámara se hizo trans: tomó el nombre de Kurusu “–nombre de cuña en guaraní y homenaje al que la hizo hembra, significa, sí, Cruz-“ y volvió a ser amigo de la China.
Esa runfla que sube Paraná arriba en el final del libro con sus cargas de animales y de hongos alucinógenos con gusto a lechuga o a membrillo, sus caballos sobados, sus libros y sus flores no es querencia, es que(e)rencia y la que(e)rencia no vuelve, no fija, no separa: es fiesta que pasa y anexa. Como en las ferias populares sudamericanas tiene un arte de la geometría que consiste en cargar lo máximo y poner en equilibrio sobre el suelo pasajero, como esas vacas y su pasto, sussecretaires y sus naciones pintadas en sus rukas y sus guampos. Es un falansterio a lo Charles Fourier, ese utopista del amor cuyo mayor problema teórico fue que los sádicos no querían vivir con masoquistas.
Perdónenme pero que peruca ese final con tantos diferentes embarcados y protegidos por la niebla. ¡Qué 17 de octubre! Es como si las patas en las fuentes hubieran sido tantas que, por el principio de Arquímedes y los callos nacidos al cruzar el Puente Avellaneda, se hubieran desbordado las fuentes hasta formar un río. Si la guerrera Kauka se me hace una Milagros Sala que no estuvo pero por ahí…. Si la gringa Elizabeth me recuerda a esa otra gringa, Isabel Ernst, la alemana que era novia de Domingo Mercante y fue juntando los trabajadores de a gremio y de a pasión por el general preso. Y el gaucho Rosario, sobador de caballos y nodriza de bichos guachos bien podría ser un Cipriano Reyes. Pero esta masa que pasa mete más miedo porque no para y la China dice en primera –escribe Cabezón Cámara–: “Hay que vernos pero no nos van a ver”. Como si dijera “Hay que vernos –compañeras, compañeros subansé –pero no nos van a ver–ni Policía, ni Ejército, ni Iglesia–,” repito y me esfumo dejando la resonancia como para que vayan corriendo a leer: “Hay que vernos, no nos van a ver”.