Con su cresta punk un pibe cruza las calles en patineta como una flecha. Viste una campera negra de la que cuelgan tiras de preservativos de los hombros como flecos de látex: dice que está haciendo su propia campaña para concientizar sobre el VIH/SIDA. Es una tarde del verano de 2005 y el pibe de mirada verde tiene 16 años. Con su propio guión intenta romper la monotonía de una ciudad de poco más de 23 mil habitantes en el centro de la llanura bonaerense. Lechuga, como lo apodan, vive en una ciudad a tres horas de la Ciudad de Buenos Aires. Este pueblo de campo puede ser un calabozo a cielo abierto y estrellado para un chico curioso e inquieto. En la ciudad donde nació, una geografía cuadrada organizada alrededor de una plaza y un inventario de lugares comunes, Santiago Andrés Maldonado se aburría.
25 de Mayo está a más de 1.500 kilómetros de las aguas gélidas del Río Chubut en donde encontraron su cuerpo el 17 de octubre de 2017. Santiago Maldonado había elegido un nomadismo perpetuo que iba a contramano de los destinos previsibles para el piberío veinticinqueño. Este ya no era su lugar, pero entre viaje y viaje volvía porque extrañaba a su mamá, Stella Maris Pellosso, y a su abuela Maruquita. El año pasado, con el afán de reternerlo un poco más, la madre le alquiló un local para que trabajara de tatuador. Dentro del negocio él armó una carpa: ahí dormía. Con Quique, su padre jubilado como trabajador municipal, discutía. El hombre le cuestionaba su estilo errante. Su hermano Germán, que vive al lado de la casa materna, lo esperaba siempre. Carolina Bozzi, su cuñada, le ordenaba la pieza, guardaba sus cosas. Sergio, el mayor de los hermanos Maldonado había emigrado a Bariloche; hasta allá le llevó una de sus mochilas y la bicicleta con la que viajaba después de verlo en una visita breve el año pasado. A su otra cuñada, Andrea Antico, le cuestionaba todo: por qué tenía auto, por qué gastaba plata en tal o cual cosa.
Santiago Maldonado no quería tener hijos, ni pasar los días encerrado en una fábrica como todos sus amigos; tampoco quiso terminar una carrera universitaria porque no quería nada del Estado. Desertó de ese futuro preestablecido. Sustituyó la ética capitalista del trabajo productivo por una búsqueda personal que desbordaba vitalidad. En 25 de Mayo no tenía lugar para ser joven: los niños se vuelven viejos sin intervalos.
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La vida de Santiago Maldonado duró 28 años. Los últimos diez los pasó viajando por Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Chile. Durante 77 días estuvo desaparecido: había participado de un corte de ruta encapuchado para defender un territorio mapuche, Gendarmería reprimió la protesta y él no sobrevivió. Su familia, sus amigos, quienes lo conocían y quienes no, lo buscaron y denunciaron su ausencia con una foto que cruzó más fronteras que las que él había atravesado vivo. Tenía un viaje pendiente con su hermano mayor a Dinamarca y Noruega. Estaba ahorrando para conocer España. En Barcelona armaron un comité por su desaparición.
En 25 de Mayo lo conocían como Lechuga por su pelo largo y ondulado. Su cuñada Carolina le había puesto Ardilla. En la Patagonia lo llamaban Brujo por sus conocimientos de medicina natural. Se autobautizó Vikingo porque se había convencido de que tenía raíces nórdicas. En El Bolsón, el lugar en el que vivía desde abril, lo escucharon decir que si algún día no estaba no debían recordarlo con ninguno de esos apodos. Tenían que llamarlo LHT: “las hice todas”. En los últimos tiempos para la mayoría era anarcopunk. Algunos de los últimos libros que leyó fueron de Mijaíl Bakunin y Errico Malatesta. Nadie imaginaría que la última vez que estuvo en su pueblo natal fue con sus amigos de la infancia a un recital de Damas Gratis.
No importaba donde estuviera: día por medio hablaba por teléfono o intercambiaba mensajes con Stellita. La última vez que hablaron fue el jueves 27 de julio. Él le contó que el 4 de agosto emprendía el regreso. Ya había juntado la plata para el pasaje porque quería volver. Ella lo esperaba con su regalo de cumpleaños y un pantalón térmico que le había comprado. Después de su desaparición, en el teléfono celular de Santiago encontraron 107 llamadas perdidas: 105 eran de su madre. Stellita quiere despedirlo en su 25 de Mayo natal. La mujer de 65 años quiere tener un rincón íntimo donde dejarle una flor. El último viaje de Santiago Maldonado es a la ciudad donde no quería quedarse.
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La laguna Mulitas es la única atracción turística de 25 de Mayo. Los pibes veinticinqueños vienen a estas 150 hectáreas de agua en autos y motos, solos o en grupo, a pescar tarariras y pejerreyes. Los patrulleros de la Bonaerense dan vueltas: pasan a ver si los grupos de pibes llevan cañas. Si no están pescando, los corren del lugar. La oferta social y cultural de los jóvenes es tan estrecha como los límites geográficos del pueblo.
Emanuel González, su hermano Jesús González y Pablo “Purru” Garay llegaron hasta el parque que rodea la laguna para poner en fila los recuerdos de su amigo, el Lechuga. El duelo no borra el rictus de sus caras por las etiquetas que la prensa canalla precipitó sobre la cara de Santiago Maldonado: violento, terrorista, cacique feroz. Mientras hablan el sol cae en el campo.
Los “super amigos”, como se llama el grupo de WhatsApp que armaron para estar conectados desde que Lechuga desapareció, llevan lentes oscuros y gorrita. Ema tiene 28 años. Conoció a Lechuga a los 8, después de que él le destrozara con un palo de escoba y de punta roja un paquete de pre-pizzas que había ido a comprar a la despensa. Ema se puso a llorar, Lechu se conmovió. Así empezaron. Jesús lo conocía a través de su hermano.
Purru, que hoy tiene 34 años, se sumó al grupo en la adolescencia. A la edad en que Lechuga andaba con preservativos colgando de su campera, Purru se convirtió en padre. Además de las marcas en la piel que les dejó su amigo como tatuador, el trío comparte la paternidad adolescente. Tuvieron hijos e hijas cuando todavía eran pibes desencantados con el presente. Hoy los tres son obreros en una fábrica de bolsas. Aunque son compañeros de trabajo ya no se juntan como en la adolescencia. “La desaparición del Lechu nos volvió a unir a todos. Aunque hubiese sido mejor juntarnos para compartir un asado y unas batatas asadas para él”, dice Ema.
El devenir del pueblo tiene un guión preestablecido para los jóvenes: los hijos e hijas de la clase media y media alta se van a Buenos Aires o La Plata a estudiar. El resto se proletariza. Y una pequeña parte que se queda, busca tablas para no naufragar en este océano rural y asfixiante. La tabla de salvación de Santiago fue la mochila.
“No escuches esa porquería de Damas Gratis”, le aconsejaba Purru a Lechuga cuando eran adolescentes. Lechuga insistía en que prestara atención a las letras, que algunas tenían un contenido social, contestatario. Tenía razón: era 2002 y el COMFER había censurado a la banda de Pablito Lescano.
— Yo lo veía con sus remeras de basquet, su gorrita para arriba y pensaba “¿este cumbiero qué onda?”—recuerda Purru de esa época.
Purru lo inició en la música punk y el hip hop. Viste una remera de Ramones y una gorrita con la A de Anarquía. Se la regaló Lechu.
Una tarde, Purru lo llevó a su casa y puso un disco de los Beatles. Después le hizo escuchar a los españoles Porretas y Embajada Boliviana. Le regaló un casette que después pasaría a manos de Ema. Con el género musical vinieron el anarquismo y las ideas libertarias. La cosa se dio vuelta y Lechu empezó a recomendarle bandas a su amigo más grande: Astilleros, Marzo del ‘76, entre otras. La cumbia siempre siguió presente de alguna forma. Lechuga decía que Hernán Coronel, el cantante de Mala Fama, era a la cumbia lo que Ricardo Espinosa al punk
Ema trabajó con él en una fábrica de zapatillas cuando terminaron la secundaria. El horario que cumplían era de seis a tres de la tarde. Una tarde Lechuga se fue del lugar 20 minutos antes de que terminara su turno y volvió con su bicicleta.
—Maldonado, ¿qué hace?—le preguntó el encargado del taller.
—Nada. Lo que pasa que mi horario termina a las 3 y a esa hora yo tengo que tener lista mi bici para irme.
“No podía estar encerrado. El tipo le empezó a dar trabajo para que se llevara a la casa. Porque era muy detallista pero en el taller rompía las bolas”, cuenta Ema. Se lamenta: le faltó compartir una cerveza más con su amigo. Antes de su último viaje Lechu lo fue a buscar para ir a la Plaza Mitre. Al día siguiente, Ema tenía que entrar a las 6 de la mañana a trabajar en una jornada que se iba a extender por doce horas. Le dijo que mejor quedaba para la próxima. “¡Dale, Emmita!”, insistió Lechu.
Siempre le decía a Ema: “Estás hasta las pelotas con el sistema”.
“¡Dale, Emmita!”, le repitió.
No habrá una próxima cerveza.
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Es 1995. Santi tiene 6 años y está en el fondo de una casa con vecinos de su edad. Él lleva una gorrita blanca, celeste y roja y remera en los mismos tonos. Advierte que lo están filmando y corre veloz detrás de un árbol. Se esconde de la cámara. Su amiguito Gabriel Silva le insiste y lo agarra de atrás para que salga en la filmación que queda registrada en VHS. Nunca le gustaron demasiado las fotos, ni las redes sociales, no dejaba que subieran a Facebook las fotos que le sacaban. La pregunta por su desaparición se volvió un viral. ¿Sabría Santiago Maldonado qué es viralizar?
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Santi lloriqueaba mientras su mamá le quitaba los piojos de la cabeza. No quería que los aplastara.
—¡No los mates, no te hacen nada!—le reclamaba.
Con las hormigas tenía un pacto: sus amigos lo recuerdan en la vereda de tierra del barrio Obrero agarrando con la punta de los dedos a los insectos que querían pasar sobre él. Con delicadeza, los corría del camino. “Es cuestión de respeto y territorio. Yo respeto el de ellas, que ellas respeten el mío”, les decía.
Santi es un nene más de la escuela número 25, a una cuadra de su casa. Ahí su mamá trabajó como auxiliar durante 29 años hasta que se jubiló en abril. En 2008, durante el paro agropecuario, 25 de Mayo fue de las últimas ciudades en levantar los cortes de ruta. Este año nadie cortó una ruta por la muerte del hijo de la portera.
Es 2017 y el pavimento todavía no llegó al lugar donde se crió Lechuga. 25 de Mayo tiene un paisaje que insiste en la benevolencia y el ritmo de los tractores; cada tanto aparecen estacionados en las calles. Entre 301 y 302, a la altura de la calle 11, la manzana de su casa es puro pasillo y calles angostas. “Hay que bajar a la tierra”, dicen los veinticinqueños cuando explican cómo llegar hasta acá. No es un asentamiento: es una manzana con casitas pegadas sin intervalos. Cuando se baja a la tierra todo está a mano: despensas, plaza, dispensario, kioscos. Un caballo perfuma el ambiente de bosta. La casa de los Maldonado está como escondida en una callecita de esas.
En todas las ciudades hay contornos que dividen y organizan las vidas de las personas. Para los pibes del barrio Obrero, la frontera es la 19. Cruzar esa calle es pasar al asfalto. El vaivén de la periferia al centro significaban para Lechuga y sus amigos adolescentes encontrarse, muchas veces, con la policía. En esas ocasiones corrían hasta uno de los alcanforeros de la Plaza Mitre, el eje del pueblo. Las ramas bajas y tupidas de ese árbol enorme, como aquel en el que viven los totoros mágicos del director de cine japonés Hayao Miyazaki, eran un refugio perfecto.
En la época post crisis 2001 el consumo de diferentes drogas estalló. La marihuana y la cocaína habían empezado a circular en 25 de Mayo, un pueblo donde los transas que vendían porro seleccionaban a qué vecinos venderles. Ese pacto de cuidado solidario se rompió y muchos empezaron a dársela en la pera. Todo era presente y desencanto. Los pibes de una generación sin futuro hacían bardo: una noche a Lechuga y sus amigos los detuvieron por hacer una pintada con aerosoles. Durante el recorrido hasta la comisaría Lechuga habló sin parar a los policías sobre la Constitución Nacional y los derechos que les correspondían. El agente se cansó y los largó.
—El loco era... hinchapelotas—, dice Emma de espaldas a la laguna.
Quienes conocieron a Santiago sueltan la palabra “hinchapelotas” casi con pudor. Como si un joven que muere después de una situación de violencia estatal no pudiera serlo.
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Todos los días Cristian Colman se levanta y mira el samurai que Lechuga pintó en la pared de su habitación. También guarda un carozo de palta que él le talló y un nunchaku con el que entrenaban “como Bruce Lee”. En su pieza suena Eminem y un pilón de CDs de Playstation espera entrar en la consola al lado del televisor. Tiene 28 años y es padre de una nena. Cristian trabaja en una granja de pollos.
“Un día estaría bueno salir a viajar en bici y tatuando x el camino”, le dijo por Facebook su amigo Lechu desde El Bolsón el último 25 de julio.
Siempre intentaba arrastrar a los pibes a los viajes que hacía. También le mandó un video que mostraba cómo nevaba. Ese fue el último mensaje que intercambiaron. Cristian lo esperaba para que terminara de colorear el árbol que lleva en las costillas. Ahora decidió que va a quedar así, incompleto.
Cristian conoce el temor y respeto de Lechuga al agua porque habían pasado días enteros frente a los arroyos y la laguna Mulitas. Hace tres años fueron a festejar su cumpleaños ahí. Encontraron una especie de canoa y Cristian insistió para que subieran. Lechuga aceptó pero se sacó los borcegos: tenía miedo de hundirse si se caían. Cuentan que en un viaje a Misiones se había caído de la canoa en la que iba con un amigo y casi se ahogan. Desde entonces su relación con el agua fue de temor y respeto.
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—¡Maldonadoooooo! ¿Qué hace con una bolsa de mandarinas en el aula— gritó la profesora del Normal. El pibe tenía las frutas desparramadas en el banco. Se había puesto a comer en medio de la clase.
—¿Qué quiere profesora? ¡Si acá en el kiosco no venden!
“A una novia él prefería darle una fruta antes que una golosina”, dice Purru y sonríe. Santiago Maldonado era vegano. Esa opción también era evidencia de su vocación por las causas universales. Había transformado su alimentación después de una operación de vesícula que tuvo en la adolescencia. Tras la intervención, andaba con las piedras que le habían sacado en un frasquito, se las mostraba a toda persona que se cruzaba. Quienes lo conocieron en los distintos lugares que habitó lo recuerdan recolectando semillas y alimentos de la naturaleza: araucaria y nísperos en 25 de mayo; hongos al costado del camino en El Bolsón. Siempre llevaba nueces en la mochila. Hacía licores que obligaba a tomar a los pibes de 25. Para ellos esos brebajes raros eran menjunjes.
Para sus amigos de 25 de Mayo siempre será Lechuga. Cuando les llegó una solicitud de amistad en Facebook bajo el nombre “Hechicero negro” tardaron en aceptarlo. El tiempo que estuvo desaparecido se acostumbraron a hablar con los amigos y amigas de El Bolsón que le dicen Brujo, por los preparados de medicina natural que hacía. “Curate con aloe esa quemadura”, “Tomate un tecito de este yuyo”, “Probá esta comida con ajo que hace bien”: aunque no lo conocían como Brujo, lo recuerdan recomendando remedios caseros.
“Rapero, hippie, punk, era de todo el loco”, dice Ema.
“El último punk rocker de 25”, lo define Purru.
Lo recuerdan pellizcándoles los hombros como un nene cuando quiere que le compren algo y tira de la ropa a su madre. Hacía eso cada vez que intentaba llamar la atención de ellos. Hablaba mucho y cuando se daba cuenta de que los pibes empezaban a ignorarlo les tomaba lección: “Che, ¿qué te dije?”.
Un video de Santiago tatuando en Uruguay que circuló en Facebook les devolvió el recuerdo de su vocecita. Se acuerdan cuando repetía “¿vos decís?”, una muletilla que usaba seguido. En las memorias de los vecinos del barrio Obrero quedó grabado sentado en la plazoleta del Periodista con sus borcegos en pleno verano.
Hubo un tiempo, después de terminar la secundaria nocturna en la escuela Comercial, en que Lechuga se acercó a la religión. Había empezado a ir a la iglesia para tocar la batería en una de esas bandas juveniles que se arman en los templos evangélicos. Aquello que empezó como una forma de aprendizaje musical marcó un paréntesis entre él y su grupo de amigos.
Una noche apareció en la casa de Ema vestido con un sobretodo y una Biblia en la mano. No era el Lechuga que conocía. Por esa época en la que frecuentaba la iglesia, lejos de las noches de vinos y cervezas en la Plaza, en un paredón de 11 y 19, apareció una pintada con aerosol: “Lechu volvé”. Hoy, casi diez años después, en otro paredón cercano alguien escribió: ¡Lechuga vive! ¡Lechuga not dead!
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Si entregarse a las manos de un tatuador es casi un acto de fe en 25 de Mayo está repleto de devotos y devotas: golondrinas, flores, calaveras, mariposas, árboles, notas musicales, un Coyote poniendo una bomba, una nena sosteniendo unos globos, nombres de hijos e hijas, una frase de Peter Pan. Hay una cartografía epidérmica de tatuados y tatuadas por Santiago Maldonado que ayudan a trazar el mapa de sus viajes. El punto de partida es su ciudad natal y continúan en Avellaneda, La Plata, Mendoza, Barra de Valizas, Ancud, Valparaíso, El Bolsón y la lista sigue.
Santiago tenía dos reglas inquebrantables: no tatuaba escudos de fútbol ni a miembros de las fuerzas de seguridad. Empezó con una maquinita casera hecha con un motorcito de lavarropa, un cargador de celular y una lapicera. Con ese trabajo juntaba plata para viajar. A veces lo hacía a cambio de ropa o comida. A su hermano mayor, Sergio, le cobraba porque decía que él era un “burgués capitalista” con plata para pagarlos.
Fueron los tatuajes que tenía en el cuerpo lo que le permitieron dejar de ser un desaparecido. Los Maldonado lo reconocieron en la morgue judicial. Después de eso, Sergio se imprimió la cara de su hermano menor en el brazo izquierdo. No lo hizo con cualquier tatuador, eligió a Enzo Robles, quien compartió parte de un viaje a Misiones con Santiago.
Santiago dibujó y pintó desde chico. Fue tras su paso por la Facultad de Bellas Artes de La Plata donde perfeccionó la técnica. El cantante platense Rubén Lopardo lo conoció en esa época. Entre 2009 y 2011 Santiago se sumó a tocar el bajo en su banda punk, Autonomía Multicolor. En realidad su instrumento era la batería, pero la tenía en 25 de Mayo y no la podía llevar. Además de los ensayos, compartió con él la lucha contra el aumento del ticket del comedor universitario. Santiago dejó los estudios en pausa y volvió a su ciudad natal.
—No quiero nada del Estado. Lo que necesito aprender no me lo va a enseñar la facultad— explicó en ese momento a uno de sus amigos.
Eligió una vida que no lo encorsetaba al pago de un alquiler, expensas, obra social ni a la cuota de jardín de infantes de una criatura. Si tenía que ir a pedir verduras de descarte a un negocio, lo hacía. Si había que dormir de prestado en una Biblioteca en El Bolsón, él estaba agradecido. ¿Cuántos jóvenes habitan el mundo con ese estilo de vida vagabundo? ¿Qué apuesta política se juega cuando hay una elección por los márgenes? Hay un vector Santiago Maldonado en determinadas juventudes latinoamericanas. Una manada errante y silenciosa que emerge cuando la tensión de dos maneras de habitar el mundo en paralelo estalla de alguna forma.
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A 25 de Mayo Santiago Maldonado la nombraba como “Huetel Mapu”. En mapudungun huetel es mulita. Así se llamaba la ciudad a mediados del siglo XIX, bautizada con ese nombre por las características tortugas de campo que se veían. En rigor, era el fortín Mulitas, levantado para ocupar territorios indígenas. En la ciudad que lo aburría, a la que no quería volver, la dejó repleta de huellas: murales que firmaba como Vlack-Wizard.
En una pared de un baldío en las calles 11 y 28 escribió el nombre Skate Huetel Mapu. Lo pintó en 2014: un pibe salta en patineta. En el fondo, una fábrica y una iglesia se prenden fuego. Debajo de la mano del skater pintó también el meli witran mapu, el símbolo de los cuatro elementos que aparece en la bandera mapuche. A pocas cuadras de ahí, sobre la calle 7, en otro paredón Vlack Wizard pintó un viaje psicodélico de ardillas gigantes, pandas tirando tiros y hombres con cabeza de televisor que se suicidan. “Hip-hop antiespecista”, dice la pared pintada. También hay unos personajes tocando una especie de flauta. Los vecinos dicen que fue el último que hizo.
En los últimos tres meses la imagen de Santiago desaparecido se incorporó a la vida cotidiana de 25 de Mayo por el anhelo de justicia de sus familiares y amigos que desde el primer momento empujaron marchas y salieron a pegar carteles con su cara. A pesar de su tenacidad, hay más reclamos espontáneos por él en el centro porteño que en su pueblo natal. Atrás de la patrulla de “super amigos” que pega los carteles, pasan otros vecinos y los arrancan.
“Él nos debe ver saliendo de noche a hacer pintadas o pegar carteles y se debe estar cagando de risa”, asegura Ema. Nunca se pensaron activando para movilizar a la ciudad que de pibes siempre los marginó.
La imagen, ya icónica, lo muestra con la barba desobediente, el pelo bullicioso del que salen sus rastas, la boca escondida debajo de su bigote, la mirada de frente, los ojos verdes vivos. La foto aparece en casi todos los árboles de las plazas, en las escuelas y edificios públicos. Lechuga mira a los ojos y de frente al pueblo que parece indiferente y sigue su ritmo cotidiano. En una de las dos confiterías anacrónicas frente a la Plaza Mitre dos señoras y un hombre piden un almendrado de postre para la cena. Todavía no pasó una semana del hallazgo del cadáver del veinticinqueño Santiago Maldonado.
—¿Se sabe cuándo van a traer el cuerpo?— pregunta uno de los comensales.
—La verdad no sé—, contesta la moza que los atiende.
—Acá no lo vamos a recibir como un héroe.
La mesera se enoja y dice: “Santi estaba en el lugar equivocado”. Al día siguiente tiene que ir a llevar a su madre al hospital de Clínicas de Buenos Aires. Pasará por la morgue a dejarle una flor en el altar que se armó desde que llegó su cuerpo.
El hombre que cuida la plaza España de 25 de Mayo se queja de las marchas que hicieron para exigir su aparición con vida: “No solucionan nada con eso”. Un pibe joven que frenó la bicicleta y lo escucha dice: “Era un pibe muy bueno. No tenía por qué pasarle nada”. En las escuelas por las que pasó algunas maestras y profesoras se apuran a aclarar que trataron “el tema” desde el marco de los derechos humanos, como si no hubiera otro posible en un caso caratulado como desaparición forzada.
En las elecciones del último 22 de octubre la lista de Cambiemos ganó por alrededor de 24 puntos de diferencia en el partido de 25 de Mayo. El candidato oficialista, Esteban Bullrich, sacó 52% de los votos, Cristina Kirchner obtuvo 28%. A 25 de Mayo Lechuga le decía, en broma, 25 de Facho.
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Un hombre horizontal con una cabeza en la panza y una tercera cara en el pecho vomita un arcoiris. Está en cueros y viste un estilo punk. El mural es una especie de declaración de principios de Vlack-Wizard. Está en los cruces de las calles 36 y 8, cerca de la vieja estación de trenes. Más allá hay otro que denuncia a Monsanto y uno más de una familia indígena contra “la masacre de América”. Se los atribuyen a Santiago Maldonado pero no llevan firma.
“La dignidad no se transa ni ante el paredón de la muerte ni ante el filo de la espada”, dice arriba del arcoiris. La definición pertenece a la banda de hip hop chilena 89 puñaladas. También aparece pintado el título de un libro del anarquista italiano Renzo Novatore: "Hacia la nada creadora".
El hombre horizontal es un homenaje al anarquista italo-argentino Severino Di Giovanni y tiene un fragmento de un texto de él. La frase original completa una especie de epitafio: “Vivir en monotonía (...) no es vivir, es solamente vegetar y transportar en forma ambulante una masa de carne y de huesos. (...) Enfrenté a la sociedad con sus mismas armas, sin inclinar la cabeza, por eso me consideran, y soy, un hombre peligroso”. Santiago Andrés Maldonado vivió como un joven peligroso que no vegetaba, ni transportaba su masa de carne y huesos. Un joven que no inclinaba la cabeza. Un joven que lamentaba la muerte de los piojos y que no quería matar hormigas. Un joven que se aburría en el paisaje en el que le tocó nacer.