Ensayo

Reclamo histórico al Estado argentino


Tierras indígenas: la deuda interna

El sofisticado andamiaje jurídico sobre legislación indígena quedó ensombrecido con la promulgación de la Ley 26.160 hace once años. Fue un “parche” a compromisos y obligaciones que el Estado decidía desatender, sostiene la antropóloga Natalia Castelnuovo. Hoy se vuelve a tratar su prórroga. La norma, además de impedir desalojos, estableció un Programa de Relevamiento, que solo logró cumplirlo en un 30 por ciento. Para Castelnuovo, los años sin su correcta implementación permitió, además, que jueces locales dieran luz verde a desalojos y que la elaboración de una política orientada a la titulación de las tierras comunitarias, el problema de fondo, quede en suspenso.

Desde hace más de un mes, y en parte como consecuencia de la desaparición de Santiago Maldonado en la comunidad mapuche Pu Lof de la provincia de Chubut, los medios de comunicación empezaron a elaborar y difundir variadas imágenes denostativas de los ‘indios’, al mismo tiempo que –y aun cuando pocos se lo hubieran propuesto– se logró instalar la idea de que esto ocurre en un contexto más amplio de reclamos y luchas indígenas por conseguir sus tierras. Esto sucede, además, a tan solo unos pocos meses (noviembre) de que venza la vigencia de la Ley 26.160, una ley nacional de 2006 que tiene entre sus prioridades poner freno a los desalojos que vienen produciéndose en distintos lugares del país.

 

La ley 26.160 se erigió en base a una aceptación implícita, aunque no por ello menos central: la existencia de una política productivista nacional y provincial a favor de diversos intereses económicos –sojeros, mineros, petroleros y de explotación gasífera y de emprendimientos turísticos, entre otros– que se contrapone y colisiona con los derechos que el Estado argentino hace tiempo reconoció a los pueblos indígenas. En especial cuando habla de la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos y admite su derecho a la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan (Reforma Constitucional de 1994, Art. 75, Inc. 17).

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Aunque tan importante como el anterior fue el compromiso que asumió con respecto a la consulta y participación que constituyen la piedra angular del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo ratificado por el país en el 2001. La consulta previa, libre e informada prevista en el Convenio refiere principalmente a medidas legislativas y administrativas que puedan afectar directamente a los pueblos indígenas, o a aquellas relacionadas con la exploración o explotación de recursos minerales o del subsuelo en los territorios donde habitan. El espíritu del Convenio, en relación a este punto, es propiciar por medio de estos mecanismos una situación más favorable, teniendo en cuanta las conflictivas y desventajosas negociaciones que ocurren con motivo de proyectos de distinta envergadura realizados en tierras indígenas sin tener su consentimiento y afectando en una gran mayoría de casos negativamente sus condiciones de sobrevivencia.

 

El sofisticado andamiaje jurídico con el que cuenta nuestro país en materia de legislación indígena, sin embargo, quedó ensombrecido a la luz de la promulgación de la Ley 26160, una ley que desde un primer momento fue un “parche” a compromisos y obligaciones que el Estado nuevamente decidía desatender. Con la Ley que declaró la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas, fueron dos cuestiones centrales las que entraron en juego.

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La primera tuvo que ver con suspender los desalojos en dichas comunidades por el plazo declarado por la emergencia. Esto es, por cuatro años debía interrumpirse la ejecución de sentencias, actos procesales o administrativos que tuvieran como fin último desocupar las tierras habitadas por comunidades indígenas. La segunda, la más compleja por su propósito, establecía llevar adelante un relevamiento y mensura de las tierras que en forma tradicional, actual y pública ocupan las comunidades indígenas a lo largo del país. Esto se haría por medio de un Programa Nacional de Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas.

 

El programa estableció un repertorio de lineamientos generales como, por ejemplo, realizar un diagnóstico para identificar comunidades y territorios con mayores niveles de conflictividad; estipuló un presupuesto para desarrollar la titánica tarea y comprometió a distintos organismos en su implementación. Para aquellas comunidades identificadas como en una situación más crítica definió una medida específica: brindarles asistencia jurídica para que “las Comunidades Indígenas ejerzan las acciones legales que correspondan tendientes a obtener el título comunitario del territorio” (Manual del Programa Nacional Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas, s/f. El destacado es mío).

 

La magnitud y complejidad del Programa -que requería la articulación de actores e instituciones de niveles nacionales, provinciales y municipales y la condición de desarrollarlo en un plazo de tiempo recortado- pusieron de relieve muy tempranamente algunas dificultades de su diseño. Pues, si bien a nivel nacional fue el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas el encargado de orquestar –articular– el trabajo de relevamiento, en cada provincia se llevaron a cabo distintas ‘negociaciones’ respecto de quiénes serían los organismos responsables de ejecutarlo. Así fue como mientras en algunas jurisdicciones el trabajo quedó en manos de Institutos Aborígenes provinciales, en otras este rol lo asumieron Universidades Nacionales y, en algunas otras, los poderes provinciales se negaron a realizar el relevamiento, como es el caso de Formosa. En este sentido, el sistema federal de distribución del poder del país hizo que el programa adquiriera una impronta diferente en cada provincia. Es decir, permitió que cada provincia le imprimiera un sello particular, adecuando en mayor o menor medida la letra del programa a la realidad sociopolítica provincial.

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La implementación del programa puso en relieve cómo muchas de las dificultades derivaron del proceso mismo y, por el otro, cómo algunas complicaciones estaban relacionadas con el escaso conocimiento de la situación territorial indígena sobre el que se había diseñado la propia ley. Una ley, en la que más allá de lo prescripto por el Convenio 169 de la OIT, las comunidades no tuvieron ningún tipo de participación. Esta norma partió de reconocer la precaria situación territorial de la mayoría de las comunidades, sin embargo, no advirtió sobre los potenciales conflictos que ella podía y que efectivamente despertó. En especial en aquellas comunidades donde demarcar tierras significa ingresar a propiedades que están alambradas y custodiadas.

 

La acción de compra-venta de tierras locales fue otro de los tantos efectos indeseados del programa. La incertidumbre y duda respecto de lo que sucedería una vez finalizado el programa, llevó a más de uno a vender sus tierras y a otros, en cambio, a ver en este contexto una oportunidad para comprar. Una cuestión para nada menor, fue que en el proceso de relevamiento se fueron auto-reconociendo y registrando comunidades que no figuraban entre aquellas que ya contaban con su personería jurídica –herramienta a través de la cual el Estado nacional y los provinciales las reconoce como tales. Lo que significó más trabajo del originalmente previsto.

Un aspecto positivo del proceso de relevamiento tuvo que ver con el compromiso que asumió la gente de las comunidades. El programa contrató a ingenieros agrónomos, abogados y antropólogos para realizar muchas de las tareas, no obstante, una parte central del trabajo recayó en las comunidades. Fueron personas de las comunidades –en muchos casos– quienes salieron a demarcar los distintos sitios que forman parte de las tierras reclamadas: cerros, quebradas, lagunas, ríos, tierras de pastoreo y de cultivo, lugares donde se practica la caza y la recolección de frutos silvestres, cementerios, etc.

 

La complejidad del trabajo que debieron realizar tanto aquellas cuyo trabajo supuso recorrer una importante cantidad de hectáreas como aquellas que debieron demarcar tierras que se encontraban en manos privadas nos habla de la diversidad de situaciones que se fueron presentando. Esto significó entre otras cuestiones la dificultad de cumplir con los plazos previstos por la ley, y que en el período que abarca los años 2006 al 2013 el total de comunidades relevadas no llegó a superar el 30% del total, según un informe a cargo del Equipo Nacional de la Pastoral Aborigen. En este sentido, menos interesante que centrar la atención en el ‘fracaso’ del programa atendiendo a la cantidad de comunidades relevadas, es colocar la mirada en el ‘proceso que supuso la implementación’ y en la ‘agencia’ indígena que se interesó y participó activamente en diversas etapas del mismo.

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Los distintos niveles de implicancia de los actores pusieron de relieve que aun en los casos en que la Ley 26.160 fue percibida como un ‘paraguas’, ella generó expectativas entre los indígenas, quienes percibieron el relevamiento como un primer paso para conseguir la entrega efectiva y definitiva de los títulos comunitarios.
Así, fueron corriendo los años de implementación del programa (con sus respectivas prorrogas a la ley en 2009 y 2013) sin que esto impidiera que jueces locales dieran lugar a autorizaciones de desalojos comunitarios. Lo cual puso bajo sospecha –como me comentaron varios miembros de comunidades indígenas del Departamento San Martín, provincia de Salta– el verdadero espíritu y propósito de una ley que al mismo tiempo que pretendía darles ‘participación’, soslayaba el problema de fondo: la elaboración de una política orientada a la titulación de las tierras comunitarias.

 

El contexto jurídico-político actual, promovido por el vencimiento de la Ley 26.160, pone de relieve un problema histórico del cual todavía el Estado y la sociedad argentina no han decidido hacerse cargo: el de la política de distribución y propiedad de la tierra. De ahí que lejos de saldarse la deuda histórica que el Estado argentino tiene con los pueblos indígenas por medio de la ley 26.160, esta debe pensarse como un paso más en la larga lista de conquistas de los pueblos en su búsqueda de hacer efectivos sus derechos y poder así desarrollarse plena y dignamente.