Soy médico, y me ha ocurrido -cientos de veces- que mientras asisto a una persona internada sus familiares y amigos aten cintas rojas a las patas de la cama, peguen estampitas de santos en la cabecera, armen altares en la mesita de luz, dejen botellas con agua bendita o ramitas de alguna planta debajo de la almohada. Rezan, cantan, oran, bailan. He atendido a gitanos mientras su comunidad entera acampaba en las puertas del hospital en una vigilia de multitudes y, hasta que el paciente no era dado de alta, no se movían de allí. He aprendido la jerga de los presos y de las prostitutas. He visto a un detenido sobornar a un policía para que le consiga una estampita de “Gilda”, y al miserable aceptar el billete de diez pesos que escondía dentro de la media. Me he hecho el distraído mientras una madre le “tiraba el cuerito” y rodeaba con una cinta amarilla el abdomen de su hijo minutos antes de entrar al quirófano con los intestinos perforados. He ingresado a la habitación de un paciente con la lentitud suficiente como para que su esposa esconda una caja con gorgojos que colocaba sobre su espalda cuando yo no la veía. He permitido el ingreso a la sala de internados a sacerdotes, curanderos, chamanes, un Pai Umbanda que danzó toda la noche alrededor del moribundo, y no sé cuántas cosas más. He compartido pacientes con el Gauchito Gil, con la Virgen desatanudos, San La Muerte, Pancho Sierra, el padre Mario, la Madre María, y otros tantos colegas. Formamos un buen equipo y, entre todos, hacemos lo que podemos.
Durante muchos años me resultó incomprensible que las personas vinieran al hospital al sentirse enfermas pero al mismo tiempo confiaran en que alguna de estas estrategias las ayudarían a sanarse. Si era así, ¿por qué no se internaban en sus templos?
Hace algunos años, se lo pregunté una señora correntina de una inteligencia estremecedora y ella me dijo: "No se enoje doctorcito, pero lo que pasa es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curar y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar". Se llamaba Ermelinda y murió a los pocos días con una imagen del santo Gauchito prendida con un alfiler en su corpiño. Todavía pienso en ella a menudo, pero ya no me hago esa estúpida pregunta.
Ningún médico se sorprendería si se le dice que él produce efectos en las personas mediante el uso de remedios. Pero es posible que más de uno se inquiete si le decimos que él mismo es un “remedio”. El acto médico emplea una enorme diversidad de recursos, entre ellos, la propia figura de quien lo ejerce. La presencia, la palabra, la actitud y una multitud de misteriosos recursos que operan en el encuentro entre médico y paciente ejercen su efecto terapéutico sobre las personas. La consulta médica se desarrolla en un escenario ritualizado con una larga tradición cultural. Los enfermos le hablan a la persona que tienen frente a ellos, pero responden al arquetipo profesional con el que socialmente se encuentra investido.
La palabra “placebo”, derivada del verbo latino placere, que significa “complacer”, se usaba en la Edad Media para designar a los lamentos que proferían las plañideras profesionales en ocasión del funeral de alguna persona. El “efecto placebo” suele ser interpretado como ausencia de efecto. Sin embargo lo único que está ausente es el principio activo, lo que de ninguna manera implica que no se produzcan efectos. Las vías a través de las cuales es posible inducir modificaciones sobre otras personas no se limitan a los agentes farmacológicos tal como los conocemos. Ya nadie ignora que el énfasis que un médico pone en el momento de realizar una prescripción incide en la magnitud de los resultados clínicos que produce. La práctica médica no constituye una situación experimental sino una interacción social dotada de múltiples dimensiones. Es en el ámbito de la investigación donde se deben realizar los mayores esfuerzos por aislar toda situación que pueda interferir con la acción pura del agente utilizado. En el consultorio, ni el paciente ni el médico están “ciegos”. Ambos conocen las herramientas que emplean y saben que una parte considerable de lo que ocurrirá con el tratamiento que hayan decidido utilizar dependerá del tipo de relación que entre ellos sean capaces de establecer.
Solo una definición pobre y restrictiva de la enfermedad haría recaer sobre las variables biológicas mensurables toda la potencia de la intervención médica. Desde el momento en que cualquier enfermedad implica un padecimiento subjetivo y una repercusión social, y no sólo una alteración de la homeostasis, influir sobre aquellas dimensiones forma parte de la cura o del alivio. Todos lo sabemos, aunque no lo sepamos. Y lo sabemos porque, aunque no podamos ponerlo en palabras, incluso cuando no tomemos conciencia de ello, lo aplicamos en cada momento de la tarea asistencial cotidiana. Forma parte del “arte” del ejercicio de la medicina y es muchas veces una habilidad intuitiva con frecuencia desvalorizada. Actuamos como placebo tanto cuando empleamos productos activos como cuando indicamos sustancias inertes. Creamos expectativas sobre aquello que prescribimos.
Una mano que se estrecha con firmeza transmite decisión y afecto. Una mirada que se dirige a los ojos y no a los papeles o a las pantallas. El silencio respetuoso e interesado de la escucha atenta. En fin, una persona que hace saber al otro que lo que a él le ocurre es importante y despierta su interés, hacen de un médico un extraordinario placebo. Es un poderoso agente terapéutico, pero solemos llamarlo “charlatanería”.
De hecho, lo que un “charlatán” hace es emplear la palabra como instrumento con plena conciencia del fabuloso efecto que con ella es capaz de producir. Él conoce lo que nosotros ignoramos y valora lo que a menudo despreciamos. Siempre que se respete un marco de honestidad y no se vulneren la dignidad ni los derechos del otro, lo que legitima un procedimiento médico son sus resultados y no sus metodologías. Se trata de sumar y no de excluir. De articular más que de separar. De contemplar la perspectiva del otro y no de subordinarla a la nuestra o de tolerarla como un arrogante gesto de civilización. En medicina se necesita explicar y comprender, transitar el territorio de la incertidumbre clínica entre lo analítico y lo narrativo. No somos biólogos, nuestros consultorios no son laboratorios.
Hace varias décadas el antropólogo francés Claude Levy Straus -en su libro "Antropología estructural"- describió entre los indios "Cuna" de Panamá el trabajo de los chamanes de la tribu. Llamó al efecto que ellos producían “eficacia simbólica”. Hace algunos años, diversos experimentos muy rigurosos publicados por la revista “Science” aportaron evidencias sobre que el empleo de placebos como analgésicos no sólo atenuaban el dolor, sino que lo hacían a través de los mismos mecanismos humorales y las vías neuroendócrinas que muchos fármacos.
En un metaanálisis realizado sobre 21 grandes estudios publicado por Scot H. Simpson en el British Medical Journal acerca de los efectos de la adherencia a los tratamientos, se constata que el cumplimiento de la prescripción disminuye la mortalidad global. Lo curioso –para los autores- es que la adherencia de los pacientes asignados a los grupos “placebo” en cada ensayo también disminuyó la mortalidad. Los investigadores proponen que esto podría indicar que los “adherentes” constituyen un subgrupo de individuos con comportamientos más saludables que los “no adherentes”. Es posible que sea verdad. Pero, ¿por qué no pensar que el contacto con el equipo de salud ejerce sus propios efectos intrínsecos incluso cuando lo que se prescribe es un principio farmacológicamente inactivo? En términos de plausibilidad ambas hipótesis son posibles.
El demonio de la credulidad
Por lo general, pensamos de una manera desorganizada, sin distinguir una suposición de una deducción. Que una afirmación resulte creíble en un momento histórico y en el interior de una comunidad no garantiza su valor de verdad como correspondencia con los hechos. La credibilidad es un fenómeno psicológico, no un criterio científico. La evidencia subjetiva se relaciona con la aceptación y con el reconocimiento de algo como cierto, pero no con su demostración. La posverdad es un signo de los tiempos pero la ciencia tiene los anticuerpos necesarios para defenderse de ella. No hacerlo nos convierte en objetos pasivos, propicios para la manipulación anulando nuestra autonomía como sujetos para pensar de manera crítica, en particular acerca de nuestras propias creencias.
En la vida cotidiana confundimos conceptos que son diferentes: plausibilidad, credibilidad, verdad. La plausibilidad se refiere a una idea que se sustenta en el conocimiento disponible y probado. La credibilidad es un concepto psicológico, es el modo en que una persona recibe una afirmación, creyendo en ella. Nada dice de su grado de verdad, ni siquiera de su plausibilidad. La verdad es un concepto semántico, se refiere a las proposiciones, no a los hechos. No existen hechos verdaderos o falsos, los hechos solo pueden ser reales o ficticios. Lo verdadero y lo falso es lo que se dice acerca de ellos (proposiciones).
Existe un condicionamiento cultural de la credulidad: las pseudociencias se afirman en este fenómeno. Lo hace la homeopatía, pero también muchas de las ideas que circulan dentro del ámbito científico académico, en la nutrición humana, en el psicoanálisis, en la pedagogía, una carrera que el funcionamiento del cerebro; en la economía, en la ciencia política y en muchos otros campos del conocimiento.
Hace pocos días la exquisita escritora española Rosa Montero publicó una nota en el diario El País de Madrid http://elpaissemanal.elpais.com/columna/rosa-montero-consumidores/ donde denuncia un presunto complot de la industria farmacéutica contra la homeopatía. Su artículo, repleto de inexactitudes científicas, considera que la homeopatía es a lo sumo inocua –lo que en muchas ocasiones no es cierto- y que es muy sospechoso el modo en que se la combate desde el mainstream médico.
Sus “sospechas” se basan en la asociación de dos premisas: 1. La industria farmacéutica es un negocio gigantesco. 2. Se multiplican las críticas a una forma alternativa de terapéutica. Y una conclusión: lo primero es la causa de lo segundo: complot. La admirable Rosa Montero emplea dos premisas verdaderas para extraer una conclusión errónea. Establece un nexo causal entre dos variables que solo están asociadas, sí, pero ninguna es la causa de la otra. Las razones por las cuales se denuncia que la homeopatía es una pseudociencia proceden de sus propios fundamentos. Por otra parte, también la homeopatía es un fabuloso negocio para la industria productora de sus pseudo-remedios. La teoría es plausible, es creíble, pero es falsa. Toda idea conspirativa ofrece un contexto narrativo muy tentador a la credulidad intuitiva. Confirma nuestras creencias acerca del mundo. Nos refuerza y tranquiliza. No se trata de que la industria farmacéutica no merezca críticas, pero eso no hace a la homeopatía científica ni es un argumento contra el fraude. La credibilidad no es un argumento a favor de una verdad de hecho; ni la incredibilidad uno su contra. Se toman asociaciones por causas, tal como el Hidalgo Caballero tomaba rebaños por ejércitos. Y de eso en medicina sabemos mucho porque hemos cometido ese error cientos de veces.
El pecado cognoscitivo
No importa que lo que se afirma no se corresponda con la realidad, lo aceptamos sin someterlo a crítica: astrología, homeopatía, psicoanálisis, regreso a vidas pasadas, antivacunas; la lista es interminable. Ese pecado cognoscitivo es inmune al fracaso de su propia implementación. Lo aplicamos, pero no se producen los resultados esperados. Entonces reformulamos lo sucedido para sostener la teoría y refutar los hechos que la contradicen. Los científicos evolutivos llaman a este comportamiento “preferencia adaptativa”. Consiste en reinterpretar los hechos que refutan una creencia con el propósito de sostenerla. El mayor esfuerzo de razonamiento cotidiano no se emplea para conocer la verdad de los hechos sino para adaptarlos a nuestras creencias. Trucos mentales, desvíos del pensamiento, falsa retórica especulativa, posverdad.
Es frecuente que admitamos explicaciones que nos producen “satisfacción intelectual” sin ser ni científicas, ni verdaderas. Nos permiten mantenernos en la zona de confort y evitan el esfuerzo de impugnar nuestras propias creencias convertidas en sentido común. Las personas necesitan aferrarse a un conjunto de suposiciones compartidas si han de enfrentar un ambiente hostil, incierto y desconocido. Cambiar lo que creemos demanda un esfuerzo y el coraje de admitir que hemos estado equivocados. La ciencia exige esa honestidad, incluso a costa nuestra autoestima.
La homeopatía ha sido sometida al escrutinio científico muchas veces y siempre con resultados negativos. Son muchos los países del mundo que han formulado recomendaciones oficiales en su contra: Inglaterra, Rusia, Australia, etc. Es cierto que las razones de su consumo social merecen ser estudiadas de manera científica en lugar de ser condenadas moralmente. Lo que es ignorante no es que se busque en la homeopatía lo que ella no puede ofrecer sino que quienes tienen el conocimiento de este hecho estigmaticen a las personas que no lo saben. Nada es menos científico que el fundamentalismo ciego y arrogante de los dogmáticos de la evidencia científica. Dar argumentos de un nivel (biológico) para descalificar un fenómeno de otro nivel (social y cultural) es mucho más ignorante que apelar a la homeopatía.
Pero desde el punto de vista científico la homeopatía carece de fundamento, desde el profesional carece de rigor, desde la perspectiva del paciente es un recurso ante la falta de otras respuestas que merece ser respetado y estudiado. Pero su legitimación desde la política pública es un acto descabellado y, a veces, criminal.
Siempre es mejor mirar el bosque sin descuidar el árbol. En un escenario de desmantelamiento del aparato científico, de desaliento de la investigación y el conocimiento; cuando desde las posiciones más altas de un país se recibe y homenajea a charlatanes y se castiga a los científicos; ciertas iniciativas encuentran un espacio que de otra manera no tendrían. No se trata solo de la homeopatía y de sus globulitos de agua en diluciones oceánicas; es el desprecio por la razón y una deliberada actitud anticientífica lo que crece como un tumor entre nosotros. No deberíamos permitirlo. Estamos a tiempo de defendernos de esa calamidad.
Referencias bibliográficas
- Antropología estructural, Claude Levi-Strauss. Editorial Siglo XXI, México, 2006
- Placebo and Opioid Analgesia-- Imaging a Shared Neuronal Network. Predrag Petrovic1, Eija Kalso, Karl Magnus Petersson1, Martin Ingvar. Science 01 Mar 2002: Vol. 295, Issue 5560, pp. 1737-1740 DOI: 10.1126/science.1067176
- A meta-analysis of the association between adherence to drug therapy and mortality. BMJ 2006;333:15 doi: https://doi.org/10.1136/bmj.38875.675486.55